‘En cuanto a estos papeles que ahora escribo, no sé dónde irán a parar, pero, como ya he dicho antes, me hace bien escribir sobre lo que estoy viviendo-’ Juan Pablo Ortega (Las dos muertes de un tirano)
Casi con el año diecisiete mi tío se fue. Partió con las primeras luces del 2 de enero de 2018. Fue una muerte tranquila, como un sueño, con cada una de sus manos entre las de Juani, la mujer que le cuidaba, y las de la hija de esta. Ahora mis dos hijos y yo vivimos en la que era su casa.
El tío Pablo, que era como le llamábamos los tres hermanos, era el mayor y único hermano de mi padre. Como era soltero, y mi padre y él estaban muy unidos, nos quería a mis hermanas y a mí como si fuéramos sus hijos. ‘A quien Dios no le da hijos el diablo le da sobrinos’, solía decir. Juan Pablo Ortega Mateos, que era su nombre completo, fue profesor, escritor y un intelectual comprometido. Nació durante el verano de 1924, en El Espinar, una bonita población segoviana que se extiende a los pies de la sierra de Guadarrama. El Espinar siempre fue generoso con los Ortega, pues dedica dos de sus calles al bisabuelo y tatarabuelo de quien escribe estas lineas, siendo el último, Bruno Ortega, un antiguo maestro muy querido por el pueblo.
Juan Pablo Ortega, para quienes no le conocieron, se licenció por Filosofía y Letras en Madrid, trabajando de 1960 a 1965 en Dijon (Francia), como Lector de Español, en su Universidad. Luego, de 1965 a 1967, como Becario Fullbright, fue Profesor de Español en Colby College, Vassar College y la Escuela de Verano de Middelbury College, en el hermoso estado de Maine, en Estados Unidos. Ya de vuelta a España, sería profesor de inglés en diferente institutos de secundaria de Madrid, para acabar su vida profesional en el Instituto Simancas, donde actualmente yo soy profesor de Dibujo.
Colaboró en diversos periódicos y revistas, escribiendo también novelas, cuentos, teatro y ensayo. Tuvo dos premios literarios, el ‘Doncel de Cuentos Infantiles’, con los ‘Cuentos de la Nube Rosa’, que nos dedicó a sus tres sobrinos, y el ‘Planeta de Novela de Interés Cinematográfico’, con ‘Las dos muertes de un tirano’.
De los primeros recuerdos que tengo de mi tío, que son muchos, era cuando yo debía tener cuatro o cinco años y vivíamos en Barbastro (Huesca). A mis hermanas y a mí nos hacía gracia cuando, a través del cristal esmerilado del comedor, donde dormía él, veíamos su silueta haciendo gimnasia. Y es que el tío Pablo era para nosotros como un americano, con todo lo moderno que suponía eso entonces. Guardo aún sus primeras tarjetas con jefes indios con sus penachos de plumas. Luego, cuando fuimos a recogerle a Barajas, tras volver de Estados Unidos, lo primero que le dije, según cuentan, fue: ‘tío, ya sé silbar’.
No me quiero extender con los recuerdos, aunque fue una persona que formó una parte muy importante de mi vida. Con él conocí, de adolescente, Londres y París y, ya treinteañero, visité Roma. Desde los trece años, aproximadamente, iba un día a la semana a comer con él y durante los años de colegio me daba clase de inglés. Me acuerdo que, a veces, me daba un poco de vergüenza cuando practicábamos el hablar inglés en algún restaurante. Salvo los años de carrera, y cuando mis hijos eran todavía muy pequeños, creo que siempre me invitó algún día de la semana a comer con él. El tío Pablo era habitual en todos los eventos familiares, Navidades, etc y siempre fue generoso con los tres hermanos, invitándonos asiduamente de pequeños, al cine, comprándonos juguetes, libros… A veces, hasta, contra sus propios principios, como cuando recorrimos la mitad de las juguetearías de Madrid buscando la escolta a caballo del general Franco para mi desfile de soldaditos, siendo como era antifranquista y socialista. Pero lo que más le debemos los tres es a su persona, no solo porque era un hombre bueno y generoso, sino también porque nos ayudo a abrir los ojos al mundo exterior, con su pasado en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, y sobre todo por su espíritu abierto, progresista y comprometido en una sociedad más justa, que rompía los estrechos moldes de la España de la época. Yo, además de tantas cosas, le debo la publicación de mi único libro editado hasta la fecha.
Juan Pablo Ortega fue ante todo escritor, autor de algunas obras de carácter dramático y existencial, y otras de humor, género difícil en España, ilustrando uno de sus libros,’Los terrícolas’, Forges, a quien unía una entrañable amistad. Y es que nuestro tío tuvo muy buenas relaciones, llegando a conocer a Salvador de Madariaga y más ilustres personajes durante su vida errante, y otros en España como Dionisio Ridruejo, Enrique Tierno Galván, Fernando Morán, Fernando Savater y muchos más a los que le unía una buena relación. Su biblioteca estaba llena de libros con afectuosas dedicatorias de autores que fueron amigos suyos.
Pero además, estaba profundamente comprometido con las causas que creía justas. Cuando, tras su muerte, revisamos sus papeles, nos quedamos admirados de su ingente labor epistolar y de actividades. Encontramos cartas, por ejemplo, de Ramón Sampedro, ya que había hecho de la Muerte Digna una de sus causas. También, otras muchas de agradecimiento de compañeros enseñantes a los que unas gestiones por él realizadas habían mejorado las condiciones de su jubilación.
Mi tío formaba parte de esa España peregrina que abandonó el país porque les quedaba estrecho el Nacional Catolicismo Franquista. Tuvo la suerte de vivir por Europa y Estados Unidos durante los maravillosos años sesenta. Nos contaba que había estado en Washington participando en una de las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam.
De aspecto elegante, siempre pulcramente vestido y con su pelo gris bien peinado, tenía aspecto de senador americano. Aunque lo que recordaba con verdadero cariño fueron sus cinco años en Dijon, donde hizo muchos amigos, destacando Iréne Cabrolier, una mujer encantadora, profesora y escritora como él, y a la que considerábamos como de la familia cuando venía a España.
Tenía una extensa biblioteca en español, francés e ingles, idiomas que dominaba perfectamente. Con esas lecturas, la gente conocida y su vida, fue fraguando en su espíritu ese nuevo día por llegar. Siempre hablaba de las tres revoluciones que habían ido elaborando aquel futuro. La primera,. la de la Libertad de Conciencia con la Reforma Protestante de Lutero y sus correligionarios. La segunda, la de la Conquista de las Libertades Políticas, gracias a las Revoluciones americana y sobre todo la francesa. Y la tercera, la rusa de 1917 con su lucha por la Justicia Social. Todas ellas, con tantas tragedias tras de sí, nos permitían soñar con un destino ya cercano en que gracias a las conquistas sociales y los adelantos técnicos la Humanidad alcanzaría ese mañana de dicha. Los años se lo llevaron antes de que este llegara.
Durante sus últimos años fue Presidente de Honor de la Liga Española de la Educación y la Cultura Popular, entregándose particularmente a la causa del Laicismo. Aunque agnóstico y laicista convencido tenía sobre su cama una gran copia de ‘La Creación de Adán’ de Miguel Angel y un Cristo antiguo que yo aún conservo. Habrá quién pensará que esto podría ser contradictorio, pero yo no lo creo en absoluto. Uno puede buscar a Dios, y él tenía una extensa bibliografía sobre el tema, y sin embargo defender que los estados se articulen al margen de las creencias religiosas para que todos podamos entendernos y convivir mejor.
De joven había sido aficionado a la literatura rusa, y durante sus últimos años nos hablaba a menudo de un cuento de Vladímir Korolenko titulado ‘El sueño de Makar’. En él, tras la muerte, un campesino siberiano, que no destacaba por su vida virtuosa, llega a la Mansión Celestial. Allí el Gran Toyon, que es como llaman en esas regiones al Dios de los cristianos, pone sobre una balanza lo bueno y lo malo de su existencia, inclinándose significativamente ésta en contra de Makar. Entonces empieza el campesino a contar lo dura y terrible que había sido su vida, y llorando con él, el Gran Toyon le abre las Puertas del Paraíso Eterno, para que encuentre allí la Justicia que no tuvo cuando vivía.
Haya lo que haya después de la muerte, si existe un lugar donde van a parar las buenas almas, allí estará seguro la de mi tío Pablo, porque era un hombre justo y bueno. Allá se lo debió llevar una nube rosa, como la de su libro de cuentos, pero no con el atardecer sino con las tempranas luces de una mañana de Invierno.