El poeta Faustino Lobato conversa con Dionisio López (Cáceres 1978) a propósito de su último libro “Cuando vuelvan los elefantes”. Sus respuestas muestran la madurez de un escritor que tiene mucho que decir.
— A propósito de un intertexto del libro, la primera de las citas, de Terenci Moix en la que este escribe «quisiera ser el mendigo que cuenta historias en la puerta de los templos«. ¿Es Dionisio López el mendigo que en la puerta de los templos (lectores) cuenta historias que no dejan indiferente?
—Como dice la cita que abre el libro, yo claro que querría ser ese contador de historias que a todos seduce. Todos somos contadores de historias. Ya lo dijo Luis Landero con aquello de que «todos somos Simbad el marino». Hay algo en nosotros, algo primitivo y consustancial, que nos hace querer contar lo que sea, lo que hemos visto o lo que hemos vivido, y en esas narraciones cotidianas e inocentes siempre hay una modificación, una ficción que incorporamos y, de esa manera, algo nuestro pasa a formar parte de esa historia. No sabría decir por qué lo hacemos. Quizás por la sensación de crear y, al hacerlo, perdurar. No sé.
El abuelo repite a sus nietos las anécdotas de su infancia y, de esa forma, parece querer gritarnos que él ha existido, más allá de lo que ahora vemos. No solo lo hace por entretenernos sino para dar fe de su existencia. Y ante esas narraciones, desde nuestros ojos de niños, todos nos sentíamos fascinados incluso ante los hechos más sencillos, porque la juventud de nuestros abuelos se convertía en algo mítico.
Todos queremos narrar, permanecer en nuestros relatos y fascinar al corro que escucha a la puerta del templo o alrededor de la hoguera, desde el niño que en casa cuenta su día como si fuera la odisea de Ulises, hasta el Neandertal plasmando su mano con una contorsión imposible de la que 40.000 años después seguimos maravillados. Yo, claro, querría ser ese.
—Ante el título tan sugerente “Cuando vuelvan los elefantes” ¿Quiénes son estos elefantes? ¿los libros? ¿las historias que nos han contado y han dejado huella en cada uno de nosotros?
—Efectivamente, aunque el libro es un conjunto de cuentos independientes, lo cierto es que a mí me preocupaba que también formarán una unidad. Una de las maneras de lograrla es por medio de esa metáfora recurrente de los elefantes que está desde el título hasta el mismo colofón, pasando por la dedicatoria y por algunos de los cuentos, especialmente en uno de los últimos donde yo creo que se aclara bastante. Creo que es mejor que el lector haga ese camino tras las huellas y descubra quiénes son los elefantes.
Y sí, las historias que nos cuentan claro van dejando huella poco a poco. Todo lo que vivimos nos va modelando como una pieza de barro en el torno. Y lo que nos llega por medio del arte, de la ficción, incluso lo onírico, también forma parte de nuestra realidad y de nuestras vivencias. Si yo me emociono, ¿qué importa que esa emoción me la haya provocado algo que he visto en la calle o que he leído o he encontrado en un cuadro, o me ha contado un amigo? La emoción que surge es real y lo que lo ha provocado es simplemente anecdótico.
—¿Cómo buscar la huella de los elefantes, de aquello que nos marcó? ¿Alguna de las claves están en estos relatos?
—¿Cómo buscarlas?, pues intentado mantener la inocencia, que es la única forma de poder mirar al mundo con ojos nuevos. Todo está delante de nuestros ojos, todas las historias y, seguramente, todas las respuestas a lo que necesitamos saber. Pero hay que mirar sin filtros culturales ni históricos, uno poco como trataban de hacer los viejos vanguardistas.
En estas historias de Cuando vuelvan los elefantes, en cierto modo, sí que hay una reivindicación de la inocencia y, también, del arte y de la cultura y del conocimiento. Y es ahí, en el arte, en la cultura, donde yo encuentro refugio y también sentido y fuerza para la propia existencia cotidiana. Y también se habla en los cuentos de ir en contra de ciertas cadenas que hemos aceptado como normales.
Pero bueno, yo solo quiero contar historias, no mandar ningún mensaje vital ni ideológico ni nada. Aunque, lo cierto es que cualquier obra artística ya es, de por sí, una declaración al mundo.
—¿Con los capítulos que abres y cierras el contenido, es decir con Biografía y Bibliografía, nos quieres mostrar cómo afrontar los relatos y cómo retenerlos?
—Bueno, para mí es importante reivindicar que tanto lo que llamamos vida real como la vida ficticia (el cine, la poesía, la pintura…) son partes inseparables de la realidad. Ya lo hemos hablado antes. Por eso, el libro se abre con una Biografía, ¿pero qué mejor biografía puede tener un escritor que su propia obra? Y lo mismo ocurre con el cierre, «Bibliografía», donde sigo jugando con la falsa dicotomía realidad/ficción.
Todo ello se resume bien en la cita de Ernest Hemingway que cierra el libro: «Si el lector lo prefiere, puede considerar este libro una obra de ficción. Aunque siempre queda la posibilidad de que un libro de ficción como este arroje alguna luz sobre lo que ha contado como si fueran hechos».
Lo que quiero es que el lector cuando crea que va a encontrarse con la realidad, se tope con la ficción; y cuando espera encontrarse con ficción, se choque con la realidad. Y así, en definitiva, romper esos dos conceptos que en el arte no existen.
—Al cerrar el libro el gesto que aparece es el de mirar. ¿qué intencionalidad tienes al apuntalarlo en muchas de sus páginas? ¿hacernos cómplices, compinches, con tus miradas?
—«La mirada es una vida en suspenso», dice con maestría Antonio Muñoz Molina. Yo no busco ninguna intencionalidad, ni tampoco soy consciente de que la mirada, la observación, haya sido algo repetido en el libro, pero es verdad, que yo me identifico más con ese tipo de relatos donde los hechos transcurren de forma más pausada y lo que se muestra es una tensión, un ritmo, que se sustenta en esos personajes que piensan, que esperan o meditan y, sí, que observan.
Algo que, me doy cuenta ahora, resume muy bien la fotografía de la cubierta, con esa figura que vemos de espalda, mirando a través de los visillos, en actitud de espera. Es una imagen a la vez evocadora y ambigua, donde cada lector puede hacerla suya e interpretarla. Podría corresponder a muchos de los personajes de los diferentes relatos o representar al propio autor mirando el mundo. Recuerdo que Luis Sáez, mi querido editor, dijo que él veía a Oscar Wilde con esas batas de terciopelo y esa melena.
—¿Los títulos de los capítulos: Sombra y Lluvia, aparte de la intencionalidad literaria o la casualidad, ¿albergan alguna otra intención? ¿cómo surgen estas metáforas que engloban los veinte cuentos, las historias que se cuentan en cada uno de ellos?
—Yo quería, en cierto modo, hacer un catálogo de todos los prismas que puede tener el ser humano, de todas sus emociones, caras, incluso las más ocultas… Y así, una vez concluida la escritura de los veinte relatos quise agruparlos en un orden lógico que fuera moviendo al lector por un camino, tanto narrativo como rítmico, pensado. Fue, en cierto modo, una mezcla entre montar una partitura y una exposición pictórica. Así quedaron en la primera parte aquellos relatos que reflejan los aspectos más sombríos del ser humano, como la venganza, el odio, la locura… y en la segunda, «La lluvia», otros como el amor, la esperanza o la nostalgia.
Luis Sáez comentó que tanto la sombra como la lluvia no dejan de ser dos formas de invisibilizar la realidad y me pareció una observación muy interesante. El escritor observa el mundo y lo tamiza a través de su mirada, sensibilidad (vuelvo a acordarme de la fotografía de la cubierta y de ese visillo) … hasta que queda la obra artística.
¿De dónde surgen esas imágenes? Pues no sé. Yo soy, sobre todo, lector de poesía. Entonces imagino que es un lenguaje que tengo más o menos incorporado. Me gusta buscar títulos muy sencillos, pero que también puedan evocar algo: huir de la pedantería, pero no de la profundidad.
—Cerrando el libro ¿qué hay del poeta en estos relatos a parte de la lírica de algunas expresiones? ¿Dionisio López es más poeta que contador de historias o es alguien a gusto con los dos géneros?
— A mí me gusta mucho el relato, es un género que me apasiona. Autores como Borges, Chéjov, Carver, Karen Blixen, Fante, Cortázar, Kafka, Carlos Fuentes o Bolaño y un larguísimo etcétera han sido fundamentales en mi formación. Y también otros más actuales como Juan José Millás, Richard Ford, Andrés Neuman o Mariana Enrique.
Pero realmente yo me siento poeta y en mis textos narrativos creo que también está más presente mi yo poético. ¿En qué se traduce?, pues yo diría que en la mirada con que se plantea el relato, en la importancia que se le da al tono y, finalmente, en la forma de resolver la historia. Recuerdo que el poeta Luciano Feria dijo sobre esto último que mis relatos se caracterizaban por cumplir lo que él llamó «las tres S»: Sugerencia, Suspense y Sorpresa. Y Luis Sáez destacó la elipsis como una de las herramientas fundamentales en mis textos. Es decir: sugerencia y elipsis. Yo no soy consciente de ello, pero haciendo de crítico de mis propios relatos creo que es verdad que a mí me interesa poco la resolución de la historia o, mejor dicho, me parece que contar lo que ya se ha dado a entender empobrece el relato. Lo fundamental para mí es la sensación que se quiere transmitir, la tensión que se logra, el concepto abordado: la venganza, la incomunicación, el sacrificio, la nostalgia, la hipocresía, el recuerdo… Es como cuando nos cruzamos con alguien conocido y vemos en su rostro la sombra de una tragedia o el entusiasmo o el ardor. A mí me interesa dibujar ese rostro y no tanto la historia que hay detrás de él.
Y me interesa que en la historia queden espacios que pueda ocupar el lector, huecos. Como huellas de elefante. (Mira, ¡qué final tan redondo!)