Alejandro López Pomares ha conversado con Rafael Soler sobre las novelas El grito (1979) y El corazón del lobo (1981), publicadas por el autor valenciano en los años de la Transición, que regresan ahora al mercado editorial de la mano de Ediciones Contrabando
¿Qué sensaciones recuerdas te abordaron, como autor novel, al publicar, aun a riesgo de pecar de exclusivo, unas obras que todavía hoy podrían sorprender por novedosas y experimentales?
Recuerdo una insensata mezcla de euforia y plenitud, sensaciones muy propias en quien ha peleado mucho y considera que ya ha llegado a un sitio, pero cuál. “El grito” se publicó en 1979, y cerraba una etapa de casi cinco años de tanteos, si por tales se entienden cinco novelas que se quedaron en un cajón, cada una algo mejor que la anterior, pero todas con sus puntos de fuga, sus párrafos mal hilvanados y diálogos que apuntaban maneras y poco más. Hasta que cuajé en apenas un mes “El grito”, y supe, insensato osado, que era el momento, que aquellas cien páginas funcionaban y eran lo mejor que yo podía dar como contador de historias, bien leídos Cortázar, Juan Rulfo, madre mía Juan Rulfo, Manuel Puig y Delibes, entre otros maestros, lugar destacado para Ramón Hernández, un grande.
Desde muy crío, a los trece juraría, yo quería ser escritor, yo quería ser escritor, yo quería ser escritor. Y cuando “El grito” ganó la Primera Bienal de Literatura de Ámbito Literario envié un ejemplar a los que consideraba mis colegas, dicho sea esto con el mayor respeto y consideración. «Amigo Soler, enhorabuena por su novela “El grito”, que tan amablemente me envió y he leído con mucha atención. Siga escribiendo así, con total libertad», correspondió generosamente don Miguel a mi primer asalto a su buzón. Después hubo más, siempre atendidos en tarjetones blancos con palabras de orientación y ánimo. Corría el año de gracia de 1980. Todo estaba aún por venir y esa mañana, con las palabras y el abrazo de don Miguel Delibes en el bolsillo, por primera vez me sentí escritor.
“El corazón del lobo”, también una novela corta pero con mucho más tiempo de cochura, ganaría dos años después el premio Cáceres, con un jurado presidido por don Ricardo Senabre. El novel ya no era tan novel y estaba, como diría un castizo, lanzado.
¿Las concebiste como obras independientes o tenías algún proyecto que las englobara?
Son dos obras, cada una en lo suyo, que recogieron las inquietudes, la mirada, y la respiración de su autor en ese momento, escritas libérrimamente y con vocación de riesgo y de lenguaje. Ahora, con perspectiva, no es difícil descubrir aspectos comunes: la incomunicación, el tedio como daño en las relaciones de pareja, el monólogo interior como eficaz apoyo narrativo, el empleo abundante de imágenes y metáforas…
¿Qué reacciones te llegaron en aquel momento, tan alejado ya de esta era de redes masivas e inestables, desde tu entorno más cercano y desde el mundo literario?
“Fueron años de apenas unos meses”, como digo en un poema de mi libro “Maneras de volver”, publicado en 2009, “que iban de paladar en paladar / y boca en boca / susurrando el misterio”. Los que todavía no estábamos, pero ya éramos con algún texto publicado o a la caza de su ISBN, celebrábamos lo grande y lo menudo. Así que aquellas dos novelas recibieron más de una palmada en sus jóvenes espaldas, propinadas por compañeros como José María Merino y Eduardo Mendicutti, también en sus primeros escarceos. Años de ilusión y desafíos, mucha lectura y el mundo por montera. Porque así debe ser: escribes para respirar, para conocerte y reconocerte, casi nada, y todo ese proceso, intenso, lleno de vacilaciones, de pequeños y grandes fracasos, culmina, si alguna vez culmina, en un texto que ya sale en busca de su lector.
¿Cuál fue la anécdota más curiosa o el contacto más inesperado con escritores o publicaciones en aquel tiempo?
La vida es generosa con los osados, y me brindó la oportunidad de conocer y tratar en esos años a gente de valía, con grandeza y mirada larga. Quisiera citar aquí a mi paisano Vicente Soto, gran amigo, ganador del premio Nadal – ¿alguien sabe qué ha sido de ese premio, por qué ha renunciado a cambio de qué a ser lo que un día fue? – y maestro de maestros a la hora de escribir relatos.
Dos anécdotas. Don Manuel Andújar, regresado ya de su exilio mexicano, aceptó acompañarme en la presentación de “El grito” en la Asociación de Prensa de Madrid. Nos conocimos personalmente esa tarde, y luego mantendríamos una relación respetuosa y fraterna. Antes de comenzar el acto, me comentó discretamente “Rafael, no me equivoco si le digo que esta novela suya hay mucho alcohol”, refiriéndose claro está a ciertas páginas del libro, y dándome así pie para replicar, ya ocupando nuestros asientos, “ni se lo imagina, don Manuel, fue escrita en compañía de una frasca de ginebra, que rellenaba cada noche mi esposa”. Y era verdad.
Otra. A don Ricardo Senabre le gustó mucho, mucho, “El corazón del lobo”, y por propia iniciativa y de forma muy generosa escribió a Gustavo Domínguez, director de la Colección Novela Cátedra, indicándole que bien podría entrar en su catálogo mi próxima novela, de la que nada sabía, como nada sabía yo de su mediación. Ocurrió que llegado el verano, mi esposa Lucía me “regaló” el mes de agosto para que pudiera escribir a mi gusto, sin horario alguno; ella se ocupó de nuestros hijos, y así pude poner negro sobre blanco las cien primeras páginas de “El sueño de Torba”. Cuando apareció en mi buzón una carta de la editorial pidiéndome una novela, y tras celebración con aplausos en la cocina, tomé la decisión – ¡qué tiempos, dios del amor hermoso! – de no contestar hasta tener la novela terminada y con traje de paseo. Llamé a la editorial, “¡dónde te has metido todos estos meses!”, llevé a mi criatura, en dos semanas firmamos contrato y anticipo. A veces, suceden estas cosas.
Pasado el tiempo, cambiado el siglo y pegada la vuelta a este mundo, ¿qué sensaciones te devuelven estas obras ahora que han sido reeditadas por Editorial Contrabando, que ya publicó tus dos últimas novelas, “El último gin-tonic”(2018) y “Necesito una isla Grande” (2019)?
¿Sensaciones? Pues ante todo, gratitud. A Manuel Turégano, mi editor, por haber apostado por su reedición en una colección nueva que, bajo el título de Dejá Lu, se propone recuperar títulos que tuvieron en su día el interés de crítica y lectores. A Elvire Gómez-Vidal Bernard, por su regalo de un generoso prólogo que enmarca aquellos años de la Transición en que fueron publicadas. Y gratitud también a los lectores que ahora se asomen a sus páginas. También, la sensación que acompaña siempre a la salida de esta publicación en tiempos raros y revueltos, donde impera la inmediatez en las mesas de novedades. Me reconozco en lo escrito, hoy, tantos años después.
¿Cómo crees que ha cambiado a lo largo de este tiempo el mundo editorial y su capacidad para dejarse sorprender por autores noveles y obras complejas y experimentales?
Sálvese quien pueda, parece ser ahora la consigna de los grandes. Digamos que sus lanzamientos buscan ante todo garantías de rentabilidad, y me parece bien, como bien están esos “ojeadores” a la caza de instagramers con muchos seguidores. Afortunadamente, estos dignos paquidermos conviven con editoriales, independientes, pocos beneficios si los hay y catálogos en sosegada expansión y autores de fuste. Siempre habrá un editor para un buen libro. Y siempre habrá un muy buen editor para un muy buen libro.
¿Expectativas para un futuro próximo?
El mundo es redondo, que diría mi buen noble amigo Paco Caro. Esto acaba de empezar.