El académico José María Merino es, sobre todas las cosas, un incansable contador de cuentos. Como la princesa Scheherezade —que encandila al sultán Shahriar noche tras noche, hasta cambiar la realidad por obra y gracia de la ficción—, Merino ha ido ensartando, como cuentas en un rutilante collar, mil y una historias que han fascinado a varias generaciones de lectores.
Aunque gallego de nacimiento, su infancia y adolescencia transcurrieron en León, tierra de filandones, lo que sin duda marcó su interés por la literatura. De ello, también le quedará su afición por el relato oral.
Abogado de profesión, funcionario durante varios años en los ministerios de Educación y Cultura, su trabajo lo llevará a hacer otro gran hallazgo que impregnará su carrera literaria: su propio descubrimiento de América, como colaborador en proyectos de la Unesco.
Empezó publicando poesía en 1972 con el libro ‘Sitio de Tarifa’, pero cuatro años después se pasará al género narrativo con Novela de Andrés Choz, para no volver más al género lírico.
El Ministerio de Cultura de Dinamarca lo nombró Embajador de Hans Christian Andersen en el año 2005, lo que hace justicia a alguien que ha hecho del cuento una de sus señas de identidad más destacadas. Entre su última novela —La novela posible— y la primera ya citada hay veintidós más (cuatro de ellas cortas y nueve destinadas al público infantil y juvenil) y cuarenta y seis años de diferencia, que han sido pródigos en colecciones de cuentos, microrrelatos y ensayos (a más de dos libros de memorias).
Entreletras ha conversado con el escritor durante uno de sus habituales paseos por el parque de El Retiro de Madrid, cercano a la Academia.
¿Cuál es la labor de un escritor como académico frente a otros especialistas de la lengua?
Quienes manejan la filología y la lexicografía construyen el aparato que luego, quienes escribimos ficción, hacemos moverse por los espacios de la imaginación —poesía, narrativa, teatro…—. En la Real Academia, nuestras labores son complementarias, y seguramente quienes escribimos nos preocupamos más de la vitalidad y el dinamismo de las palabras que de su estricta corrección. Son perspectivas ambas necesarias para redondear el trabajo académico…
Usted dio el discurso de entrada a Manuel Gutiérrez Aragón. ¿Qué hace un cineasta en la Academia?
Sin olvidar que Manuel Gutiérrez Aragón es un magnífico escritor, el cine es otra de las formas de ficción que, para expresarse, utiliza imágenes, pero también palabras. Con la de los cineastas, la lengua sostiene también la obra de los juristas, de los periodistas, de los científicos, de los arquitectos, de los médicos, de los filósofos, de los traductores…y en la construcción de la lengua española tuvieron especial importancia el griego, el latín, el hebreo…De todas esas facetas hay especialistas en nuestra corporación. Y últimamente, la Inteligencia Artificial está cobrando demasiada importancia como para estar ajenos a ella, y por eso hemos incorporado al equipo académico a una experta en el tema, Asunción Gómez Pérez.
¿Recuerda cuál fue el primer libro que le impresionó vivamente?
Ya lo he dicho en otras ocasiones: Heidi, de Johanna Spyri. Sin saberlo, en él encontré el mito de “el paraíso perdido”, que tanto me seduce. Conservo, bien encuadernada, la edición de Editorial Juventud de 1947, con los dibujos originales —no se indica de quién— en los que se inspirarían los japoneses para su versión televisiva. Pero enseguida descubriría a Stevenson, a Verne, a Rider Haggard, a Walter Scott, a Dumas, a Kipling… en los que, también sin saberlo, encontré el arquetipo quijotesco y otros… Y ya adolescente, en la buena biblioteca familiar —mi padre decía que los libros son la verdadera riqueza de una casa— conocería a Bécquer, a Rosalía de Castro, a Antonio Machado, a Poe, y luego a los novelistas europeos del XIX, de Dickens a Maupassant, Tolstoi, Flaubert, Chéjov, Zola, Gogol, las hermanas Brönte, Jane Austen…sin olvidar a Galdós y a la Pardo Bazán, naturalmente… Hasta entrar en El Quijote y comprenderlo, deslumbrado, y profundizar en Cervantes, en Lope de Vega, en Calderón…
Tras tantas lecturas, ¿qué autores sigue teniendo como referentes? Puede añadir artistas plásticos, músicos y cineastas, si lo desea.
A los escritores citados añadiré a William Faulkner, a Kafka, a Thomas Mann, a Bram Stoker, a la ciencia-ficción —citaré por lo menos a Isaac Asimov—. Todavía muy joven, me encantaron Cortázar, Borges y el boom hispanoamericano. Y en materia de pintura, me siguen gustando el expresionismo, el surrealismo, Picasso…El abstracto no me interesó tanto. En música, desde muy pronto hubo en casa un tocadiscos, y La Traviata en varios vinilos. Me sigue fascinando la ópera, y a esa añadiría Carmen, Madame Butterfly, El barbero de Sevilla… y a clásicos como Beethoven, Bach, Mozart, Schubert, Brahms… y no añado más, para no enrollarme demasiado con supuestos tópicos, pero sí quisiera decir que me encanta el jazz —Nat King Cole, Count Bassie, Duke Ellington, Charlie Parker, Miles Davis…—, así como las rancheras de Pedro Infante y Jorge Negrete y los tangos de Carlos Gardel, y que me asusta la deriva de la música popular, pues me parece retroceder al tam-tam cavernícola…
Usted empezó publicando poesía. Se dice que esta es la que toma la decisión de abandonar al poeta. ¿Se sintió usted ignorado por la Musa?
No. La Musa se portó muy bien conmigo, porque yo era un poeta demasiado “narrativo” y mi campo de trabajo era el de la prosa, precisamente. Además, la Musa fue tan afectuosa, que le pasó los trastos a mi hija Ana…
¿Cómo evolucionó hacia la prosa? En su caso, ¿fue el cuento el paso intermedio entre la poesía y la novela?
Pues sí, aunque mi primer libro de cuentos nunca intenté publicarlo, y se conserva, me imagino, entre los innumerables papeles y libros que me rodean en mi escritorio formando una misteriosa barrera a los pies de las super-cargadas estanterías…Redescubrí el cuento tras escribir mi primera novela, y desde entonces alterno ambos géneros con bastante fidelidad…
Ese hecho le llevó a usted a convertirse en un tusitala, término con el que los nativos de la isla de Samoa llamaban a Robert Louis Stevenson. No otra cosa son los filandones de León a los que usted ha rendido homenaje junto a Luis Mateo Díez y Juan Pedro Aparicio. Háblenos de esta larga colaboración con ellos dos.
Entre los tres hay una antigua amistad. Hace más de veinte años, el Hay on Way Festival, que quería implantarse también en España, habló con Aparicio, que estaba de Director del Instituto Cervantes de Londres, para consultar sobre los escritores españoles que podían intervenir en sus actividades, y entre otros ellos veían como posibles a nosotros tres. A Juan Pedro se le ocurrió lo del Filandón, reunión invernal nocturna en el mundo rural leonés, en la que se contaban cuentos, se narraba todo tipo de historias, se recitaban romances, mientras las mujeres hilaban y los hombres reparaban o conformaban objetos rústicos, y a lo que exterminó la televisión… “¿Por qué no hacer un filandón posmoderno?”, pensó Aparicio. El primero, los tres acompañados por Antonio Pereira, lo celebramos en Segovia. Charlamos entre nosotros, leímos microrrelatos, recitamos algún romance… Fue un éxito. El siguiente lo celebramos en Cartagena de Indias, pero Pereira ya no pudo acompañarnos. Lo hemos llevado a muchos lugares de España, a la sede del Hay o Way, a Londres, a Nueva York, a diversas ciudades de Europa, a México y Centroamérica, a Cuba, y siempre ha gustado. El último lo hemos celebrado hace poco en Sevilla.
Su interés por la ficción le ha llevado a entrar en el mundo del ensayo para reflexionar sobre este tema. ¿Se puede entender la realidad sin la ficción? ¿La ficción es solo patrimonio de la literatura? Usted ha dicho que la ficción inventó al ser humano, ¿no sería más bien al revés?
Yo creo que la ficción está en nuestro pensamiento simbólico, el sistema originario que, con ayuda de un lenguaje cada vez más rico, fue nuestro apoyo para intentar entender lo que somos, y esa difícilmente descifrable realidad que nos rodea, y para, desde los ruidos, inventar la música, y reproducir a los animales en las paredes de las cuevas, inaugurando la pintura, y el manejo del fuego que, con todos los respetos, fue determinante de la gastronomía…Si naciésemos en un mundo sin ficción no entenderíamos nuestras conductas, del amor al odio, del valor a la cobardía, de la generosidad a la avaricia. La ficción es anterior a la religión, a la filosofía, a la ciencia. Compuso las bases de nuestro pensamiento, estableció los mitos y los arquetipos. Por eso me gusta decir: “no fue el ser humano quien inventó la ficción, sino la ficción lo que inventó al ser humano”. Nuestra condición de sapiens se fue consolidando gracias a ella.
¿Si necesitamos la ficción para vivir por qué se lee tan poco?
Porque estamos perdiendo cada vez más los elementos humanistas que implantó el Renacimiento, y nos encontramos desbordados por el que yo llamo “afán lucrativo”. La codicia puede acabar con el homo sapiens y llevarlo a homo insciens. Y no digamos con la implantación de una Inteligencia Artificial cada vez más sólida en todos los terrenos, que puede sustituirnos en muchos aspectos. La pérdida del coeficiente intelectual en los últimos 50 años está suficientemente demostrada, y tiene mucho que ver con el abandono de la lectura —incluyo los cómics—, la falta de comprensión lectora, y la pérdida de la debida conciencia de su papel en ese campo en las familias y en el sistema educativo…
Desde la publicación de su primera novela, usted se opuso a la, entonces en boga, teoría de la “destrucción del lenguaje” con la reivindicación de la narratividad. ¿Es este un rasgo de su generación?
¿Cómo era posible que, desde cierto punto de vista supuestamente progre, en los últimos años de tenebroso franquismo se defendiese la llamada “destrucción del lenguaje”? ¿No estaba suficientemente destruido con la proterva censura? ¡Yo todavía tuve que sufrirla en mi primera obra de ficción, Novela de Andrés Choz, en 1976, cuando aún no se había implantado la democracia! En efecto, una parte importante de mi generación intentó recuperar la absoluta libertad creadora, enriquecedora, tanto en lo estético y formal como en lo imaginario, político y social, del lenguaje. Y creo que no estábamos equivocados.
¿Por qué alterna la escritura de la novela y la del cuento? Pareciera una medida profiláctica…
Lope de Vega dijo en La gatomaquia:
Que no hay, para olvidar amor, remedio
como otro nuevo amor, o tierra en medio.
Al principio, cuando yo terminaba una novela, seguía mucho tiempo obsesionado con ella, hasta que descubrí que lo mejor para olvidarme era empezar a pensar en cuentos…Y cuando escribo un libro de cuentos, también hay un momento en que ya no me gustan los que escribo, pues me parecen meras secuelas de la obsesión, y empiezo a pensar en olvidarlos metiéndome en una nueva novela.
También ha cultivado el microrrelato. ¿Es una manera de volver a recuperar la síntesis que le procuraba la poesía?
No lo había pensado, puede ser…Pero no hay que olvidar que el microrrelato, minicuento, textículo —como lo llamó Cortázar—, etc, … está en los orígenes de la ficción literaria. No hay más que leer Calila y Dimna, que viene del Panchatantra —compilado 300 años antes de Cristo—. Por cierto, fue España el primer país que lo conoció, en el siglo XIII y gracias a Alfonso X el Sabio. Tan interesante es que he hecho una versión suya en el español actual, para que se pueda entender sin problemas.
¿Por qué le interesó tanto América, al extremo de escribir Las crónicas mestizas, que ordenó como una trilogía?
A finales de los 70, cuando estábamos en la democracia y nuestras relaciones con el mundo eran ya diferentes, yo trabajaba para el Ministerio Educación y Ciencia y se me encargó colaborar en un proyecto educativo de UNESCO en Centroamérica. Me fascinó encontrarme un peculiar “alter ego” en aquellos países, mi lengua expresada con tantas músicas diferentes y tal riqueza léxica, y me interesé mucho por el asunto, el descubrimiento y la conquista de América, la colonización… Me leí a los sorprendentes Cronistas de Indias —Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Bernal Díaz del Castillo, Álvaro de Mendaña, Legazpi…— y descubrí que España es el único país del mundo que legalizó las mezclas interraciales mediante la Real Cédula de 1514, que autorizó los matrimonios mixtos, y me sentí muy desolado de que los españoles no lo sepamos, como no conocemos la importancia de nuestra colaboración en la independencia de los Estados Unidos…Entonces se me ocurrió escribir una novela, El oro de los sueños, que de algún modo recogiese el espíritu de aquellas aventuras y que pudiese interesar a la gente joven…Luego escribí otras dos —La tierra del tiempo perdido y Las lágrimas del sol— que, en efecto, han conformado con aquella una trilogía, Las crónicas mestizas, que acaba de reeditar Reino de Cordelia en un precioso libro, con ilustraciones de José María Gallego.
En efecto, usted trabajó para el Ministerio de Educación y Ciencia. ¿Considera que la literatura se enseña bien en los colegios?
Precisamente esos libros me permitieron visitar muchísimos institutos españoles, y conocer el esfuerzo profesoral y la atención o desatención estudiantil…Ahora voy de vez en cuando, y creo que tenemos un problema grave en el alumnado, al que las nuevas tecnologías están perjudicando mucho en cuanto a su atención…Posiblemente sea un asunto de interés mundial, y afecta mucho también a las familias, como antes señalé.
¿De cuál de sus novelas se siente más satisfecho?
Como todas son tan diferentes, me resulta difícil responder. Pero sí diré que estoy especialmente ufano de haber novelado la vida de tres mujeres del Renacimiento: la soñadora Lucrecia de León, la filósofa Oliva Sabuco de Nantes y la pintora Sofonisba Anguissola, y de haber escrito esas Crónicas mestizas —el protagonista es un joven mestizo de español e india—.
¿Qué está escribiendo en estos momentos?
Como mi última publicación fue una novela —La novela posible— estoy dándole las definitivas vueltas a un libro de cuentos, que aparecerá en la editorial Alfaguara a finales de septiembre.