noviembre de 2024 - VIII Año

Tus hijos…

No son tus hijos, dice el libanés Kahlil Gibran, autor de un poema muy conocido y uno de los padres del Movimiento de la Nueva Era. “Tus hijos son del Estado”, aclara la actual embajadora ante el Vaticano y ex ministra de Educación, Isabel Celaá, de Neguri por más señas, educada ella y sus hijas por las Irlandesas y licenciada por Deusto, universidad privada, regida por jesuitas, y de élite, como corresponde a una socialista de pro y de estilo elegante; de clase pudiente y modelos exclusivos, quiero decir.

El pasado 24 de junio, en el Ateneo de Madrid, la socióloga Lucio Pérez, en el curso de la conferencia que pronunciaba acerca de la Unidad de Identidad de Género que gestiona, vino a decir que su cliente de menos edad contaba con cuatro años. Ciertamente, a poca psicología evolutiva que se sepa, y las sociólogas por sentido común, a los cuatro años no hay por dónde agarrar una disforia de género, que no determine el tratamiento inmediato de los padres, convertidos en máquina proyectiva. Sin embargo, la socióloga, buena funcionaria del Estado, concienciada ideológicamente ad hoc, no dudó en aceptar el caso para proceder al tratamiento oportuno.

Cuando a los padres, por la desgracia que tengan y no sepan, o no puedan, gestionar, los jueces les privan de la patria potestad, sus hijos son recluidos en una suerte de orfanatos, al cuidado de funcionarios, que siguen un protocolo, estricto y enjuto de afectividad, con resquicios para que los menores puedan ser abusados por algún funcionario poco escrupuloso, o escaparse, prostituirse y adentrarse en el mundo destructivo de la droga. Es decir, señora embajadora social, que el Estado como padre adoptivo se cubre de gloria con harta frecuencia, cuidando de sus hijos. ¿O es que sólo es padre putativo, a efectos políticos y por imperativo legal?

El poeta Kahlil Gibran murió en plena madurez, con apenas 49 años, fumador empedernido, hizo una tuberculosis pulmonar y también se proveyó de una cirrosis hepática. Sin duda, madrugó su condena a muerte. Había nacido en una familia paupérrima y hubieron de emigran a USA, donde tuvieron que afrontar muchas dificultades. En el lodazal de la penuria, le dio vida el amor incondicional de su madre, con el que sobrevivió. Hoy, los Servicios Sociales se habrían incautado de la cuantiosa prole de los Gibran, y Kahlil ni siquiera hubiera contado con la inyección de esperanza que le infundió su madre.

Por aquellos años de la infancia de nuestro poeta, René Spitz estaba alumbrando el concepto de “síndrome del hospitalismo”, que sin duda ignoran los legisladores que sufrimos. Spitz observó que los niños criados en hospicios crecían menos, enfermaban con más frecuencia y eran menos inteligentes que los niños criados en su familia, aunque ésta los alimentara peor y tuviera menos condiciones higiénicas que las vigentes en el orfanato. Era un cúmulo de paradojas: peor alimentados, con menos recursos para cuidarlos y salen más sanos, crecen más y son más inteligentes.

Spitz se puso a observar, qué ocurría en un sitio y en otro. En la familia, cuando un niño lloraba por la noche, acudía la madre, o la abuela (estamos en años anteriores a 1910), arrullaba a la criatura, la calmaba, le daba el pecho, el biberón o un chupete y el bebé volvía a dormirse confiado. En el hospital, la misma escena era respondida por la oscuridad de la noche; el terror nocturno se prolongaba, a coro, porque despertaba a los otros hospicianos, hasta la extenuación de todos. La inundación del cortisol acarreaba el desaguisado orgánico y psíquico del berrinche crónico. La psiquiatría podría venir después a diagnosticar una depresión endógena.

El control de esfínteres y la incorporación de hábitos daban lugar a indiferencia en el hospicio, frente a los aplausos y refuerzos en la familia, cuando no a desavenencias agresivas ante el fracaso de los niños acogidos. El saldo siempre iba a favor de los niños de familia y en contra de los huérfanos. Así pues, estos últimos andaban más tarde, comían de forma más irregular, tardaban más en hablar y, el colmo, se enfermaban con más frecuencia. Parece que el Estado es peor padre que los que mantienen una familia, aunque sean imperfectos, alcohólicos y a duras penas ganen el salario mínimo para alimentar mal a su prole. Entre otras consideraciones, el Estado no da afecto, no suscita sentimiento de apego, no genera vínculos y, sobre todo, no enseña a amar, ni da permiso para vivir.

El Estado incardina valores que interesan políticamente, aunque sea mediante la yincana sexual de Vilassar de Mar, dirigida a niños de 11 años junto a adolescentes de hasta 30; pero no puede, ni sabe incardinar valores existencialmente útiles; es decir, puede fomentar la solidaridad, la igualdad, la cooperación, la no violencia, incluso la empatía y hasta la claudicación de los principios morales vigentes en la Ley, según determine la ideología de los rectores; sin embargo, desconoce el afán de superación, la solidez del sentimiento de pertenencia, la base del amor propio, como deber de respeto y catapulta del proyecto personal de vida, y no digamos ya, cualquier otro valor que suene a sublime. En definitiva, el Estado enseña qué somos para el otro, o qué podemos ser; pero, se le escapa la enjundia de la mismidad, el valor intrínseco del sí mismo humano, la individualidad.

Cuando encontramos una familia desestructurada y llega el juez con su toga y la ley, y tras él, la trabajadora social con su carnet ideológico y su protocolo, ya está hecho el daño en la estructura y en la dinámica psicológica de los niños y adolescentes. Los padres biológicos han sido nefastos, dañinos y, por eso, ahora les quitan la patria potestad, dejando huérfanos, por entero, a sus desgraciados hijos. ¿Es que una mancha quita otra?, ¿o un daño mejora con otro mayor?

Con las providencias de los funcionarios, podrán mejorar las condiciones materiales, los cuidados para el cuerpo físico; pero, el perjuicio que sufren esas personas es de otra índole: requieren bizmar sus desgarros psíquicos, hacer regresiones para reparentalizarse, o rematernalizarse, que tanto me da, o pasar por cualquier otro proceso de psicoterapia, más pretencioso que una simple modificación de conducta que, a fin de cuentas, son saberes más sofisticados que las jaulas de Pavlov, o los instrumentos de Skinner, pero, básicamente, meros aprendizajes, adquiridos mediante refuerzos, como los perritos y las ratas.

Y aquí volvemos a chocar con el protocolo. Todo ha de ser objetivo, o estar objetivado, porque, en el mejor de los casos, el psicólogo funcionario trabaja de espaldas a los sujetos; sabe casi todo sobre comportamientos y casi nada sobre el individuo que se comporta; tiene que trabajar desde fuera, para subsanar apariencias y conformarse con cambiar conductas, sin más pretensiones y sin plantearse cuál sea el encuadre existencial y la humanidad de sus clientes, perdón, de sus usuarios. Y así no hay modo de obtener eficacia, ni prevenir violencia social, ni paliar el retorno posterior del mismo síndrome, porque los niños de familias desestructuradas tienen muchas probabilidades de organizar conatos de nuevas familias también desestructuradas, porque ellos mismos están desestructurados y sólo pueden dar lo que tienen.

En el peor de los casos, los niños y niñas en orfandad legal pueden caer en manos de sujetos desaprensivos, impúdicos, o psicopáticos, como el ex marido de la Sra. Oltra, condenado por abusos sexuales cometidos sobre una menor a su cuidado. Y es que el Estado es capaz de poner zorros a cuidar el gallinero, si el zorro viene con carnet, da el perfil previamente amañado, es emigrante que necesita integración…, o está bien apadrinado.

Mal termina todo lo que arranca de la asepsia (¿¡!?) de los escaños de un parlamento, donde el poder de la ideología prevalece sobre cualquier otro saber y poder.

La tutela de la familia entera, manteniendo los padres la patria potestad y obligándolos a reciclarse con un plan sistémico de tratamiento integral sería un proyecto más inteligente, toda vez que pudiera administrarse una mejora de vida a todos los miembros de la familia, sin romper su unidad. Al no deshacer la familia, el Estado respetaría la singularidad del núcleo familiar, su cultura, su idiosincrasia de grupo, su libertad, en definitiva. Pero, un plan sistémico de tratamiento integral es caro; más efectivo, más humanista, pero costoso y al Estado le interesa más lo simple, esto es, inmiscuirse, usurpar la patria potestad, hacer que los hijos de otros sean sus hijos, según el apotegma de la señora Celáa, aunque vaya a fracasar de forma espeluznante y ostentosa.

Yo no espero que el Papa cristianice a la embajadora, porque a él, como buen jesuita, le gusta trabajar en la frontera, unas veces a un lado y otras al otro, como hacía el padre Llanos; menos aún tras su encuentro íntimo con doña Yolanda Díaz. No obstante, la sociedad civil tiene el deber de reivindicar el saber, lo que dice la vasta enciclopedia del conocimiento antropológico, la inmensa sabiduría recogida en las anamnesis de los archivos clínicos y las experiencias abiertas realizadas, también en programas institucionales como el de Minuchi para el ayuntamiento de Wasington. Convendría, de vez en cuando, que el Parlamento descubriese el Mediterráneo.

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Archivo Entreletras

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