En cualquier barrio, solos o acompañados, podemos encontrar matasietes, bravíos, dispuestos a sacar la navaja, si alguien no secunda sus órdenes. En el Estado, ocurre igual: hay sastrecillos valientes, que matan siete de un golpe, mientras escasean y menguan las grandes personas, individuales y colectivas. Sin embargo, la esperanza está en estas últimas.
Al hablar del Contrato social, Rousseau se lamentaba de que “el hombre, que ha nacido libre, por todas partes aparece encadenado”. Esto ya era verdad en el siglo XVIII; y no sabía el moralista ginebrino la que nos vendría encima a los humanos, dos siglos y cuarto más tarde, cuando proliferan y crecen los sastrecillos gigantes.
Hoy, sobre el ciudadano español, llueven, al año, 960.000 páginas de regulación, según un estudio longitudinal hecho entre 2009 y 2019. De ellas, 203.000 corresponden al Estado, y 757.000 a las comunidades autónomas, a las que hay que añadir 3.000 normas de la Unión Europea, que tiene Parlamento que no legisla, todavía. Luego, están los reglamentos, las alcaldías con sus decretos, laudos de obligado cumplimiento, sentencias firmes que sientan Jurisprudencia y otras que son recurribles, si la bolsa del abrumado ciudadano puede permitírselo. A fin de cuentas, esto del Estado de Derecho es una cuestión de dinero que exige el pago de impuestos, algunos por duplicado y confiscatorios, tasas, provisión de fondos, cargo de costas si se tercia y la satisfacción de minutas con IVA. ¡Un lujo asiático! Es el armamento del matonismo estatal.
Toda esta martingala sólo sirve para entretener a incautos que aún crean en el Estado de Derecho que, en realidad, es un oxímoron que sólo garantiza los derechos omnímodos del propio Estado sobre el ciudadano esquilmado en su libertad. Aquel vende señuelos y engañifas, a costa de la deuda pública, ya superior al 118% del PIB, y del erario que aporta el contribuyente, encadenado, al decir de Rousseau.
Antes de la Revolución francesa, el Estado recibía su legitimidad del Derecho Natural, o del derecho de origen divino, o del Derecho Romano, o era consuetudinario, obedecía y respetaba las costumbres que son fuente de la Moral. Tras la Revolución, el Estado se adueñó del Derecho y se arrogó todas las funciones que le conciernen: se constituyó en su única fuente -poder legislativo-, su promotor -poder ejecutivo-, y su sancionador -poder judicial-. A este conglomerado lo llaman “el imperio de la Ley”.
En España, después que Alfonso Guerra proclamara la defunción de Montesquieu, el Estado, a estos efectos, y hoy más que nunca, es uno y trino…; usa el Derecho como instrumento operativo para administrar privilegios y otorgar subvenciones, o imponer restricciones, multar y coaccionar, restringiendo, aún más, el ámbito de libertad a un remedo inapreciable.
El Estado se escuda detrás de la promesa: pretende el bien común, el bienestar. No obstante, no tiene, o no muestra, una idea clara y distinta sobre qué entiende por bien común. A la hora de la verdad, la actuación del Estado se atiene a una moral utilitarista, que mira a las consecuencias inmediatas, sobre todo electorales. Pero el “trapo” es la promesa y algunos señuelos carísimos.
El escudo eufemístico, quiero decir de márquetin, es que el Estado garantiza la educación, sanidad, servicios sociales, seguridad civil, igualdad entre los ciudadanos, pensiones, etc.; pero, oculta los costes materiales: en España, sostenemos más de 400.000 políticos, tres millones de funcionarios, 19.000 asesores de libre designación y un sinfín de empresas públicas que, tras fundir la aportación fiscal, elevan a diario la deuda pública a más de lo que producimos. El otro coste es el detrimento de la libertad de los ciudadanos a los que dice servir. En el trasfondo, pululan los intereses de la plutocracia que integran los 400.000 políticos de todos los colores, incluido el arco iris y la justificación existencial de los funcionarios, que algo tienen que hacer.
Los viejos escolásticos decían que “contra los hechos no hay argumentaciones que valgan”. Para que mi reflexión no sea teórica y una mera argumentación sin base in re, vaya un ejemplo concreto: hace años, cuando los ajos eran de secano, morados, pequeños, ofrecían todo su aroma intenso, penetrante, y no se pudrían, mucho antes de la actual Ley de Aguas, hubo en Las Pedroñeras una huerta frondosa, dotada de pozo y balsa para riego por impregnación, de los cuales hay constancia fotográfica aérea. Solicitada la reapertura y legalización del pozo para que retornara el vergel en plena Mancha, la Confederación Hidrográfica del Guadiana, a cuya cuenca pertenece el lugar, no se ha dignado responder, tras más de ocho meses de espera paciente. Este silencio, despectivo para el ciudadano, es una argucia ante un litigio eventual, a la vez que un craso juego de poder en la línea:“yo, Estado, gano-tú, ciudadano, pierdes”. No hay contrato, ni siquiera trato de ninguno de los 600 funcionarios de la Confederación. ¡Qué desmentís al Hobbes del Leviathan y cuánta razón a favor de la tesis de la violencia del Estado sobre el ciudadano de Max Weber!
Porque, observen: la Confederación Hidrográfica cuenta con cuatro centros de trabajo atestados de funcionarios y un cuerpo de policía de cauces distribuido por los andurriales de la cuenca. Es un gigante presuntuoso, que detenta poder sobre las aguas, subterráneas y de superficie, que terminan desaguando por Huelva… ¡Cuanta valentía silente para anular un proyecto pequeño!
Si vale el ajo como símbolo, los de hoy son inmensos, gordos y orondos como eunucos, con el vientre pletórico de agua; tras la cosecha, los afeitan y duchan por cuestiones de apariencia. El resultado es un aroma blando, flácido, diluido en un recuerdo nostálgico, y la amenaza de las pecas de putrefacción, que aparecen a los tres meses de la cosecha. Y es que los gigantes de aspecto bravucón son inefectivos.
Tampoco la esperanza está situada en el gigantismo estatal, sino en la emergencia de personas humanas, sencillas en sus apariencias, profundas en su envergadura mental, ambiciosas en su talante humano y concentradas en sus objetivos. Pondré sólo tres ejemplos concretos extraídos de la Historia patria:
Felipe II se arregló con 5.000 funcionarios para gobernar un imperio en el que no se ponía el sol y duró 300 años. Claro que él, si no estaba rezando, trabajaba el resto del día y de la noche: se leía todos los documentos que llegaban a la Corte, todos, y anotaba en el margen la respuesta que procediese dar, a su juicio. Viajaba, enfermo de gota, en un carromato donde había instalado un pupitre para trabajar durante el trayecto. No era perfecto; fue un niño abandonado al que crió una criada portuguesa alcohólica… Se equivocó, muchas veces, casi siempre por exceso de rigor; pero, fue un auténticus, o un authentés si queremos decirlo en griego, fiel a su misión de servicio y creencias, a su conciencia y sentido del deber. Tuvo autoridad porque era una gran persona.
Otra persona de excelencia y admirable fue Jovellanos, un quijote asceta, que no jansenista ni masón, que trabajó con entusiasmo y filantropía en pro de la educación, la minería, el arte, la ingeniería, la Hacienda y la renovación de la Justicia, al tiempo que desarrollaba obra literaria y filológica. Sin reparar en su valía, fue maltratado y encarcelado sin juicio, por gracia de la reina inmoral y de Godoy, su valido corrupto. Los gigantes estatales del momento que no arredraron a don Melchor Gaspar, quien trabajó duro, incluso durante su cautiverio, y murió pobre como atestigua su magro testamento. Un ejemplo inmenso para los hacendosos corruptos de la plutocracia actual, que apenas trabajan si no es para “apañar convolutos”, sean de las aguas de Huelva, de los fondos europeos, de las arcas de un sindicato, o de cualquier otro río revuelto. Su negocio es promover pelotazos por cualquier parte.
La feminista y condesa de Pardo Bazán trabajaba todos los días como escritora, conferenciante y miembro, muy activo por cierto, del Ateneo de Madrid. Ello no fue óbice para que amamantara a sus tres hijos, porque no quería robarle la leche a un niño pobre, pagando a un ama de cría, como hacía otra afamada feminista oficial de la época. Su figura desborda cuando proclama –De siglo a siglo- que no quiere privilegios para la mujer, sino su integración en la vida social y política en paridad con los hombres. Deja muy pequeñas a las gigantescas feministas de hoy, que andan a la búsqueda y captura de la subvención, o copar la cuota legal y que paguen la deuda pública y la baja productividad.
En definitiva, es necesario recuperar modelos de los hombres y mujeres de altura que nos preceden, grandes por sus valores éticos, fiables, acreedores a la confianza de sus semejantes, honestos en el manejo de los recursos públicos, discretos en el gasto, sinceros, leales a los principios –son de más alcance y ascendencia que las leyes- y fieles a sí mismos. Integrar tales modelos es un antídoto contra el gigantismo y la mejor garantía de no crear señuelos, ni picar en ellos.