noviembre de 2024 - VIII Año

Santo Tomás Apóstol, evangelizador de las Américas

(o el Sermón Guadalupano de Fray Servando Teresa de Mier, de 1794)

La duda de Santo Tomás, relieve del claustro de Santo Domingo de Silos

Fue el dominico novohispano Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), de ascendencia asturiana, el protagonista de una tan inusual, como infausta para él, peripecia que cambiaría su vida para siempre. Una peripecia que se transformó en una aventura colosal, que lo llevaría, entre 1794 y 1817, desde su Nueva España natal, a conocer y recorrer la propia España, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, retornando a México en 1817. En ese tiempo conoció, y padeció, hasta once encarcelamientos y numerosas condenas. Su regreso a México, en 1817, fue provisional, pero se haría definitivo en 1822, como Padre de la Independencia de México. Nacido en Monterrey (Nuevo León), murió en Ciudad de México, pero su cadáver no está nada claro que haya conseguido alcanzar eterno descanso.

Nada en sus inicios hacía presagiar tan fabuloso y novelesco destino para Fray Servando.  Tras cursar sus primeras letras en Monterrey, con 16 años, ingresó en la Orden de Predicadores (Dominicos), en ciudad de México. Destacado estudiante, se licenciaría en filosofía en el Colegio Pontificio de Regina Porta Coeli, de dicha Orden, donde también se ordenó sacerdote. Con 27 años, se doctoró en Teología por la Real y Pontificia Universidad de México, en 1792. Hombre culto y de amplia formación, destacó pronto en el Virreinato de Nueva España y fue su brillantez expositiva lo que le deparó el encargo de pronunciar del Sermón Guadalupano de 1794. Un Sermón que sería la causa de sus venturas y desventuras posteriores. En particular, resultaron muy problemáticos los contenidos que expuso en su prédica, en las solemnes celebraciones de la Virgen de Guadalupe, el 12 de diciembre de 1794. El Sermón lo impartió en la Insigne y Real Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, en la celebración de esta festividad católica en recuerdo de la milagrosa aparición de la imagen de la Virgen, 263 años antes.

Y es que, según las crónicas, en 1531, la Virgen de Guadalupe se había aparecido a un indio chichimeca. Se trataba del aborigen, luego santo católico, Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Las apariciones tuvieron lugar en el cerro del Tepeyac, próximo a Ciudad de México, al norte. Cuando le pidieron a Juan Diego que aportase pruebas de las apariciones marianas habidas, se produjo el milagro. Este consistió en la aparición de la imagen de la Virgen de Guadalupe, de honda raigambre extremeña, en la tilma (manta-capa) del nativo. Ocurrió algo menos de diez años después de la conquista de del Imperio Azteca por Hernán Cortés, a finales de diciembre de 1521. Una prueba palmaria de lo rápida que había sido la cristianización de los mexicas. Desde entonces, la devoción guadalupana en México está muy arraigada, entre nativos y criollos, y desborda muy ampliamente el mero hecho religioso.

El sermón de Fray Servando, en tan distinguida ocasión, resultó inevitablemente escandaloso para el Arzobispo de México, el Virrey de Nueva España y las personas principales del virreinato, así como para el numeroso público que asistió al evento. Y no fue para menos. En su prédica, Mier propuso, como recogió él mismo en su Apología (consultable en Proyecto Filosofía en español filosofía.org, búsqueda por Fray Servando Teresa de Mier), que:

“(…) el Evangelio ha sido predicado en América siglos antes de la conquista por Santo Tomás, a quien los indios llamaron (…) Quetzalcohualt (sincopado Quetzacoatl) en lengua mexica. Porque quetzal, por la preciosidad de la pluma de Quetzalli, correspondía en las imágenes aztecas a la aureola de nuestros santos, (…) y, por consiguiente, vale como decir santo. Y coatl, corruptamente coate, significa lo mismo que Tomás, esto es, mellizo, por la raíz taam, pues en hebreo se dice Thama o Taama, y con inflexiones griegas Thomas, a quien, por lo mismo, los griegos también llamaban Dydimo en su lengua. Thomas qui dicitur Dydimus.

Es decir, que el Quetzalcóatl de los aztecas era, para Mier, el mismísimo Santo Tomás Apóstol, el discípulo de Cristo. Y que fue el apóstol Santo Tomás quien, personalmente, había cristianizado América quince siglos antes de su descubrimiento por los españoles. Más aún, que el milagro de la aparición de la Virgen de Guadalupe en la tilma de Juan Diego, era una mixtificación, pues donde estaba presente la imagen de la Madre de Dios era en la capa de Santo Tomás, el verdadero apóstol de México y de América, y que el indio Juan Diego se había limitado a encontrar la capa enterrada en el cerro de Tepeyac, del Santo Apóstol Tomás. Más aún, dijo que la misma Virgen de Guadalupe era la diosa azteca Tonantzin. A través de Tonantzin, que ya era adorada por los mexicas en el cerro de Tepeyac, se había mantenido viva la devoción a la Virgen María de los indios, a lo largo de los quince siglos que mediaban entre el presunto viaje de Santo Tomás a América, y la conquista de México por Hernán Cortés (1521).

Con esas proclamas, que resonaron delirantes en la Basílica, y ante el estupor y el pasmo del Virrey, del Arzobispo y del público en general, Mier departió sobre que la cristianización de los indígenas no se debió a los españoles, no, sino al Apóstol Tomás. Y que la rapidez con la que se había producido la conversión de los aborígenes al cristianismo, tras la conquista española, se debía a la pervivencia de las nociones aprendidas de esa primera prédica del Apóstol Santo Tomás, en el siglo I de nuestra era. Los misioneros españoles se habrían limitado a avivar unos ancestrales recuerdos semiolvidados por los nativos. En suma, que los americanos no le debían a España, ni siquiera la evangelización. Como en otras cosas, tampoco en esto fue Mier exactamente original.

El año 1790 fue muy importante en la historia arqueológica de México. Fue el año de recuperación del famoso Calendario Solar Azteca, la Piedra del Sol, abandonado tras la conquista de 1521 y perdido años después. Debe recordarse que la moderna arqueología fue una obra española. La primera gran excavación arqueológica se realizó desde 1748 en Pompeya y Herculano, por impulso del Rey Carlos III (1716-1788), por entonces rey de Nápoles. Los trabajos de Pompeya y Herculano, que estuvieron dirigidos por uno de sus descubridores, el Ingeniero D. Roque Joaquín de Alcubierre (1702-1780), alcanzaron gran resonancia en toda Europa y en América. Un descubrimiento que impulsó la arquitectura neoclásica de finales de la segunda mitad del siglo XVIII y de casi todo el XIX. La Real Academia de la Historia se sumó al patrocinio de aquellas excavaciones y lanzó un vasto programa de búsquedas arqueológicas, que desde finales del siglo XVIII permitirían abordar las excavaciones de Itálica, de Mérida o de Numancia, y otras, que continuarían durante los siglos XIX y XX, y hasta la actualidad.

En la Nueva España de 1790, la remodelación de la Plaza de Armas de Ciudad de México, más conocida como Plaza del Zócalo, ordenada en ese año por el Virrey, permitió recuperar la gigantesca pieza de 3 metros de diámetro que todos hemos visto alguna vez, en fotografía o reproducciones. La reaparición del perdido Calendario Solar Azteca, que había estado enterrado en el Zócalo por más de 200 años, constituyó un acontecimiento del que se dio notica al Rey Carlos IV, así como informe a la Real Academia de la Historia y al Archivo de Indias. Pero también motivó el que despertasen algunas viejas fantasías de españoles y criollos sobre los orígenes de las poblaciones nativas de América.

El abogado e ilustrado novohispano, D. José Ignacio Borunda (1740-1800), en el manuscrito de su obra Clave Historial, recogió suposiciones tan gratuitas, como fantasiosas, que referían que el dos Azteca Quetzalcóatl, no era otro que Santo Tomás Apóstol, reflejado así en la mitología mexica. Y también acogía la idea de que era el apóstol Santo Tomás quien había cristianizado personalmente aquellas tierras quince siglos antes de su descubrimiento por los españoles. Igualmente, sostuvo que la Virgen de Guadalupe no estuvo nunca impresa sobre la tilma del indio Juan Diego, sino sobre la mismísima capa de Santo Tomás Apóstol, al que se proponía proclamar el apóstol de México. En su citada Apología, Fray Servando refiere su conocimiento y hasta amistad con Borunda, de quien habría tomado esas alucinadas hipótesis como Historia cierta.

Además, como dominico que era, Mier conocía las descabelladas hipótesis sostenidas por los de su orden sobre el origen judaico de las poblaciones amerindias, inauguradas por el igualmente dominico Fray Bartolomé de las Casas (América y las Diez Tribus perdidas de Israel). Unas hipótesis que, aunque diferentes y formuladas para situaciones diferentes, coincidían en sustentar la idea de que los aborígenes americanos no debían mucho a los europeos en asunto tan trascendental como la fe religiosa. El mexicano Enrique Krauze ha considerado a ambos dominicos, Fray Bartolomé de las Casas y Fray Servando Teresa de Mier, precursores del indigenismo. En línea similar, aunque sin pronunciamientos tan taxativos, antes que Krauze, se habían expresado en parecidos términos sobre Fray Servando, varios de los grandes pensadores mexicanos, como José Vasconcelos, Alfonso Reyes u Octavio Paz.

Una semana después de que Fray Servando conmocionase al Virreinato con su Sermón, el Arzobispo de México, D. Alonso Núñez de Haro, formuló contra él acusaciones de blasfemia y herejía ante la Inquisición. Como primeras medidas, se le excomulgó, se le redujo a prisión, se le despojó de sus libros y fue condenado a diez años de exilio en España. Pese a que intentó disculparse, no le fue aceptada la retractación y se promulgó un Edicto de condena pública que se leyó en toda Nueva España. Mier se vio abandonado por todos sus familiares y amigos. En 1795 fue enviado a España, en semiarresto en el convento dominico de Las Caldas, en la actual Cantabria, y se le prohibió a perpetuidad el ejercicio de la enseñanza, pronunciar sermones o tomar confesión, así como se le despojó también de su grado de doctor.

En 1801 consiguió escapar a Francia y, tras pasar por Bayona y Burdeos, se estableció en París, donde vivía de su trabajo de intérprete y de la Academia de Español que abrió allí. En París trabó conocimiento con el independentismo americanista de otros criollos, y conoció a Humboldt y a Chateaubriand, al que tradujo. Regresó a España y participó en la Guerra de la Independencia, y hasta estuvo en Cádiz, el 19 de marzo de 1812, cuando se promulgó la Constitución de 1812. En 1813 marchó a Londres, donde colaboró con El Español, la publicación financiada por el gobierno británico con la que José María Blanco-White (1775-1841) alentaba el independentismo criollo en América. En fin, que Fray Servando se hizo independentista.

En 1817, participó en la expedición a México de Mina el Mozo (1890-1817) y sobrevivió a la derrota fusilamiento de éste. Escapó a la Habana en 1829 y se estableció poco después en Filadelfia (USA). Retornó a México en 1822, cuando la independencia estaba materialmente conseguida. Allí participó en los debates constituyentes con, entre otros su célebre Discurso de las Tres Profecías (1823), en el que se expresó a favor de una república federal moderada. Su creciente anti-españolismo, no le impidió apoyar la Constitución de 1824, que era una versión de la Constitución de Cádiz, con alguna adaptación a las nuevas realidades del mundo virreinal de la recién independizada Nueva España. Prohombre del México independiente, se dedicó a componer su Apología, a la que ya se ha hecho referencia, así como otras obras de carácter histórico y sus Memorias.

Fray Servando Teresa de Mier falleció en 1827, y fue enterrado con todos los honores en la cripta del antiguo convento de Santo Domingo, de la ciudad de México. Su nombre fue insertado en letras de oro en el frontispicio de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, en San Lázaro (Ciudad de México).

Sin embargo, como al principio se apuntó, no está claro que sus restos hayan podido descansar en paz.

En 1861, en el curso de unas obras de reforma del convento de Santo Domingo, de Ciudad de México, su cadáver fue exhumado y, para sorpresa general, se lo encontró momificado. Su momia, junto con otras doce igualmente encontradas allí, se utilizaron con propósitos propagandísticos, pues fueron exhibidas como momias de víctimas torturadas de la inquisición española. Después las compró un comerciante italiano que las llevó a Europa, donde las continuó exhibiendo para denunciar los excesos de la inquisición. Y eso que la Inquisición estaba abolida desde 1820, una abolición que fue ratificada en 1834. El paradero actual de los restos de este singular personaje de los tiempos finales de Nueva España es desconocido.

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