Cuando se cumplen los cien años del nacimiento de John Rawls, y el liberalismo político, propio de democracias avanzadas, ha trocado en énfasis de liberalismo económico, procede hacer memoria de su contribución
El pasado día 21 de este mes de febrero se han cumplido cien años del nacimiento de John Rawls, fallecido el 24 de noviembre del año 2002. Ilustre profesor de la Universidad de Harvard del que ahora destacamos su “Teoría de la justicia”, su “Derecho de gentes”, su debate con Habermas, y sus “Lecciones sobre la historia de la filosofía moral”.
Es conocida la existencia de al menos tres clases de liberalismo: el humanista, renacido en la ilustración, que pone énfasis en la liberación del hombre de su propia y culpable dejación en manos de cualquier totalitarismo; el político que respeta los derechos de la persona y los incardina en sistemas políticos bajo condiciones de justicia; y el económico que los invoca para moverse en libertad creando condiciones a la política y a la persona.
John Rawls marca posición en sus conclusiones del “Derecho de gentes” (P. 201): “[…] el liberalismo político es radicalmente diferente del liberalismo de la Ilustración, que históricamente atacó a la cristiandad tradicional”. Vayamos por partes:
Que el liberalismo político es distinto del humanista, no tendría por qué darse si la organización de la convivencia en libertad tuviera por objeto la defensa y promoción de lo humano y la integración en justicia de todos los componentes de la sociedad. Recordemos que derechos, justicia y ley se co-pertenecen. No debe darse el caso de que el ejercicio de la justicia, que es instalación de cada uno en su derecho, se quede en mero diseño de un sistema artificial que, sin participación ciudadana, y sin atención al equilibrio de las desigualdades, produzca la injusticia.
En segundo lugar, el liberalismo propugnado por la Ilustración consistía en la emancipación del ser humano de su “culpable incapacidad”, de su dependencia consentida, de su entreguismo a poderes totalitarios. Aquel kantiano “atrévete a pensar” puso el cimiento ontológico de sus tres imperativos categóricos donde la razón pura se hizo compromiso en la razón práctica, y la religión, para alcanzar verosimilitud, debía moverse en “los límites de la mera razón”, si es que quería ser comprendida en sociedad. Por lo tanto, no es que atacara a un cristianismo trocado en cristiandad tradicional, es que esa cristiandad tradicional, representante y aliada de una concepción medieval del poder, con pretensiones de totalidad, se alzó virulentamente contra la razón crítica, y esta se defendió (véase la encíclica Quanta Cura y la colección de libros prohibidos del Sylabus) apoyándose en su mayoría de edad.
Todo sistema democrático y saludable descansa en la implicación crítica y libre del ciudadano. Por algo, “El contrato social” de Rousseau tiene complemento en “El Emilio” que, como sujeto ilustrado, enriquece al colectivo. Por fuerza tenía que producirse un desencuentro entre el neocontractualismo teórico y utópico de Rawls, que se queda en el diseño del derecho de gentes, y el neokantianismo republicano de Habermas. La persona cultivada se siente por ello responsable y enriquece la convivencia social y el sistema político en el que vive. No tiene por qué producirse dos formas enfrentadas, sino ejercer la dialéctica entre una normatividad desde arriba y una generatividad desde abajo.
Ciertamente que, en tanto podemos adjudicar a Habermas el ejercicio de una justicia atributiva, Rawls plantea una justicia distributiva practicada por sociedades bien ordenadas. El su “Teoría de la justicia” señala: “Todos los valores sociales -libertad y oportunidad, ingresos y riqueza, y las bases del respeto a sí mismo- deben distribuirse igualmente a menos que una distribución desigual de cualesquiera y de todos estos bienes sea ventajosa para todos” (P. 62).
¿Cabe por tanto la posibilidad de existencia de una justicia distributiva “ventajosa para todos” cuando, por consentida, beneficie al perjudicado? Tal parece, según este criterio, cuando el beneficiado al recibir mayor dotación por su mayor aportación la emplea en beneficio de aquellos que lo reciben en menor medida. Sin embargo, y a nuestro juicio, esa petición de principio sólo afecta al binomio ingresos-riqueza. Aquellos que mayor riqueza para el conjunto ofrecen (y subrayo para el conjunto) es justo que perciban mayores ingresos. De ninguna manera ese concepto de justicia distributiva puede aplicarse al binomio libertad-oportunidad ni a las “bases del respeto a sí mismo”. Si la acumulación de riqueza se transforma en vector dirigente de valor de la existencia, se vulnera el principio de justicia, atributiva y distributiva, se pierde el respeto al otro, y se empalizan libertades y oportunidades. Ese es el drama del que nació como liberalismo humanista, social y político, cuando es arrollado por el liberalismo económico.
Contempla Rawls un punto de partida para formular la que él mismo califica de conjetura: “los principios más razonables de la justicia política -para él entendida como equidad- para una democracia constitucional cuyos ciudadanos son considerados como libres e iguales, razonables y racionales […] esos principios vienen dados por un mecanismo de representación en el cual las partes racionales (entendidas como fideicomisarios de ciudadanos, uno por cada ciudadano) están situados en condiciones razonables y limitados por estas condiciones de modo absoluto” (véase Jürgen Habermas/John Rawls, 1998. “Debate sobre el liberalismo político”. Pp. 84-85).
Podemos calificar de utópico este punto de partida, y que conste que no es despectiva esta calificación porque utópico no quiere significar aquí algo que está fuera de lugar, sino realidad inexistente a la que hay que tender. En la práctica política, la razonabilidad a veces existe y a veces no como hija del ejercicio de la razón, sino como práctica que procura hacer convincentes unos intereses de parte, alejados de las necesidades sociales, donde las partes procuran cargarse de razón y no tanto ejercerla para esclarecer circunstancias y formular propuestas. Hay partes que más que actuar como fideicomisarias de los ciudadanos lo hacen en defensa de intereses que representan a ese liberalismo económico que hemos mencionado. El suyo ha dejado de ser liberalismo político y se ha desentendido del servicio al liberalismo humanista, base de “todos los valores sociales”. En ese punto, la razón es sustituida por las vísceras a las que la razón sirve, mientras los ciudadanos racionales, capaces de analizar la situación, profundamente democráticos, se despegan del apoyo a gestión política, carente de razonabilidad, que consideran al servicio de una facción. El liberalismo político resulta en oportunismo trapacero cuando es invocado por aquella parte a la que la democracia hace sitio y lo usa para “jibarizar” a la propia democracia. La razón pública, que cohesiona a los ciudadanos libres, iguales y razonables, deja de estar presente en el ejercicio de la política, y esta resulta perjudicada por aquellos que presentan razones publicadas como argumentos razonables, en tanto que su motivación corresponde no al bien común sino a los intereses de partido al servicio de otros minoritarios.
Si entendemos la política como el arte de concitar acuerdos para satisfacer las necesidades de la población, esos intereses minoritarios, medidos en su potencia de aportación al conjunto, no pueden ser dejados de lado, pero tampoco el conjunto de ciudadanos. Para no perder el respeto a sí mismo, el ejercicio de la política tiene que considerar su práctica inclusiva. Ética y justicia van de la mano. Quizás por ello Rawls formula el concepto de decencia, factor común de los pueblos democráticos, los pueblos bien ordenados, y los que llama pueblos jerárquicos pero decentes.
Nos queda claro que existen democracias no suficientemente bien ordenadas todavía, y que existen pueblos no democráticos, organizados jerárquicamente, y que en un sistema-mundo, al que al parecer estamos abocados, es preciso identificar un vaso comunicante entre todos ellos. El concepto de decencia nos vale a ese respecto.
Decencia es un término de contenido moral y ético. Según la R.A.E. (2029) tiene tres acepciones:
- “Aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o cosa.
- Recato, honestidad, modestia.
- Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”.
Sin embargo, a ese contenido moral Rawls lo vuelve estructural y procedimental. Por eso puede afirmar: “[…]en el liberalismo político no existe una definición de decencia”. Decencia es para él “justicia como bien común”, y explica así el significado de la idea de decencia: “[…] una sociedad decente no es agresiva [….]. Tiene idea de la justicia como bien común que asigna derechos humanos a todos sus miembros, su estructura básica incluye una jerarquía consultiva decente que protege estos y otros derechos, y que garantiza que todos los grupos de la sociedad estén decentemente representados por cuerpos elegidos en el sistema de consulta. Finalmente, debe haber una creencia sincera y no irrazonable, de parte de los jueces y otros funcionarios que administran el sistema jurídico en que la ley está orientada en la práctica por una idea de la justicia como bien común […].” (Véase Rawls, John. “El derecho de gentes y una revisión de la idea de razón pública”. P. 81, 103 Paidós 2001).
¿Difumina Rawls lo personal y responsable en este significado colectivo de la decencia? En esta obra parece que sí, porque al abordar el derecho de gentes, la moral estructural de diseño marca diferencias con el neokantismo republicano de Habermas. Sin embargo, hemos de considerar su trabajo “Lecciones sobre la historia de la filosofía moral” (2001, Paidós), dedicada a Kant y a Hegel, donde citando al segundo dice: “La vida ética es el concepto de la libertad que ha devenido mundo existente y naturaleza de la autoconciencia” (p. 368). Autoconciencia personal, mundo existente, libertad productora de ambos, y vida ética, forman un mismo “training”.
No siempre la libertad deviene mundo como casa suya, y, a la inversa, no siempre el mundo devenido produce libertad. En ambos casos la conciencia creada resulta en naturaleza negativa. La propuesta positiva es que la vida ética, individualizada según el modelo de los tres imperativos categóricos kantianos, en los que interactúan universidad y subjetividad como conducta moral, supone el ejercicio de libertad productora de las estructuras de mundo. De ese modo, el neocontractualismo de Rawls se acerca al neokantismo de Habermas, un acercamiento que supone toda una propuesta de actuación para la salud democrática. La convivencia democrática de personas razonables y racionales es causada por ellas para el perfeccionamiento cualitativo y el progreso ordenado de la vida.
Rawls nos dejó finalizando el año 2002, y lo hizo presentando ante nuestros ojos una utopía como espejo. ¿Puede la justicia distributiva actuar eficazmente sin ciudadanos ilustrados, en el sentido kantiano de Ilustración, que atesoren justicia atributiva? Sinceramente pienso que no. Ahí queda el reto.