noviembre de 2024 - VIII Año

¿Para qué filosofía?

El pensador de Rodin

Hablar de filosofía hoy precisa constatar su crisis, ya larga, provocada por las derivas seguidas por los propios filósofos contemporáneos. A comienzos del siglo XIX, cuando la filosofía parecía alzarse con más seguridad sobre los problemas del pensamiento y los límites de la capacidad creativa humana, se inició una impugnación, cada vez más radical, de ideas fundamentales hasta entonces. La verdad (Kant), la realidad (Hegel), dios (Nietzsche), la sociedad (Marx) y otros fundamentos del pensar sufrieron un cuestionamiento que ha socavado la propia filosofía. El cuestionamiento de las bases de la filosofía prosperó sobre un terreno baldío y sin horizonte: el del desconocimiento de la trayectoria de la filosofía y el olvido de sus logros. Al final, en eso fue en lo que consistió la “novedad” y la pretensión de descalificar las filosofías precedentes.

¿Tiene pues sentido en nuestro tiempo una disciplina como la filosofía, tan progresivamente expulsada de los planes de estudio?, ¿tiene alguna utilidad seguir formulaciones que en el último siglo se han alejado del sentir y del pensar general del “hombre común” ?, en suma, ¿encierra la filosofía algún saber que no pueda ser abordado y construido desde otros ámbitos del conocimiento, como las ciencias, incluidas la neurología y la sociología? La deriva seguida por la filosofía en el siglo XX no permite ser optimista: la última gran corriente filosófica de nuestro mundo, la denominada filosofía posmoderna de finales del siglo XX, resultó finalmente deletérea para la propia filosofía (leer La filosofía posmoderna: un final ineludible).

En el estado actual de la filosofía se podría pensar que hay razones para el pesimismo. Los tratados de filosofía al uso, suelen comenzar por lo general con exposiciones poco claras. Tesis opacas y llenas de menosprecio hacia las tesis atribuidas a filósofos anteriores, o hacia los llamados “pensamientos ingenuos”, construidos ad hoc en esos mismos tratados, para rechazarlos como modos simplistas de pensar. A esas exposiciones les suele seguir la afirmación -en tono defensivo- de que la tesis del autor (sea quien sea) será inevitablemente mal comprendida y deformada. En el siglo XX, quizá fue Heidegger quien supo elevar este peculiar “método” de disputar hasta alturas apocalípticas. Es un “truco” antiguo que emplean a diario autores de menor altura.

Escuela de Salamanca

Con excepciones, como la Escuela de Salamanca (siglos XVI y XVII), la Escuela Escocesa del Sentido Común (finales del XVIII), o la filosofía del sentido común de Balmes (siglo XIX), los denominados “pensamientos ingenuos” –vulgo “sentido común”-, suelen ser menospreciados por los filósofos contemporáneos, que olvidaron que no hay pensamiento alguno que sea ingenuo. Y olvidaron también que fueron las decepciones ante los “errores” del sentido común, la causa del nacimiento del pensamiento occidental. La consciencia de que hay errores de percepción, como el remo que se ve doblado al sumergirlo en el agua, fue una de las razones que hicieron dudar al hombre del sentido común y desconfiar de su correcta percepción del mundo exterior. Sin esos “desengaños”, nadie pensaría hoy.

La historia de la filosofía tiende a identificar con demasiada facilidad la sucesión académica de las doctrinas filosóficas con la evolución del pensamiento humano. Es corriente leer expresiones como “Después de Descartes, resultó imposible…”, o “Kant clarificó definitivamente…”. Se razona así, como si cada obra filosófica se convirtiera, desde el momento en que aparece, en la manera de pensar de toda la humanidad. En nuestra tradición filosófica, tal y como la imponen los miles de obras que la contienen materialmente, los cambios de sentido más modernos solo sirvieron para que los filósofos invitasen a comprender únicamente sus propios sistemas. Pero los sistemas filosóficos no se hicieron para ser comprendidos, sino para comprender el mundo. Esto se ha olvidado demasiado y, por eso, desde la filosofía “oficial” (o académica) se insiste tanto en la “preparación” filosófica, o en la “técnica” y el “vocabulario” filosóficos, para justificar la exclusión de los más, de los “profanos”. Y el profano, el hombre común a quien se debería dirigir la filosofía, tiene toda la razón cuando se queja de la falta de claridad del filósofo. Quizá la parte más penosa del quehacer filosófico hoy sea constatar que, el profano, ya bastante decepcionado por esa falta de claridad de la filosofía causada por su (des) conocimiento del “vocabulario filosófico”, si por desgracia llegase a conocer ese vocabulario, hallaría que su decepción sería aún mayor.

Desde Kant y Hegel, la filosofía ha sostenido, como si fuera un hallazgo, que los objetos del mundo no están en la conciencia, pero ¿quién pensó jamás que estuvieran allí? Ha habido otros “hallazgos” no menos sorprendentes, como la “descripción fenomenológica”, que indica que cuando se mira una silla se apunta directa y efectivamente a la silla, y no a su imagen en la conciencia. O como la teoría fenomenológica de la evidencia, según la cual el error se revela por el “estallido” de una evidencia (no por ello menos auténtica), dentro de la realidad de una evidencia superior. Existencialismo y posmodernidad no aportaron mucho más que redescubrimientos de Mediterráneos y vulgaridades incapaces de producir, ni filosofías “nuevas”, ni novedades en filosofía. En el siglo XX, existencialistas y posmodernos renunciaron al sentido común y hasta rechazaron la misma realidad. Hoy se están derrumbando, pero aún despliegan influencia entre muchos. Al final, en este siglo XXI, se constata cómo se han perdido casi todos los rumbos y cómo los pretendidos “nuevos caminos” devinieron sendas perdidas.

El existencialismo y los posmodernos trataron a las palabras como meros objetos o cosas. Lo expresó magnifica y bellamente, entre otros, Foucault en su obra Las Palabras y las Cosas: una arqueología de las ciencias humanas (1965). Pero lo que en realidad hicieron, en lugar de hablar de filosofía y expresar ideas, fue tomar formulas sacadas de fragmentos de sistemas, a las que postularon como entidades existentes en lo que se llamó “estructuralismo”. Para justificar estas prácticas y otras, se ha llegado a presentar la filosofía como objeto de una satisfacción estética (¡y no es raro escuchar tal justificación!), es decir, justo lo contrario de lo que la filosofía es. Y así, esos “nuevos” sistemas filosóficos, que aspiraron a ser lo que más se aproximase a lo permanente, han sido finalmente los que antes han caído en desuso.

Kant

A muchos autores recientes de filosofía les cuesta mucho decir algo sin querer, al mismo tiempo, decirlo todo. Muchas personas se contentan con poder decir algo, y Sócrates se conformaba con poder decir alguna cosa importante. Heráclito de Éfeso decía: “Voy a hablar de todo”; mas nunca dijo: “Voy a decirlo todo”. Los filósofos del siglo XX parecían muy urgidos y quisieron decirlo todo y de inmediato. Pero, cuando no se ha adquirido un conocimiento suficiente, la construcción que lo remplaza es una opinión. No es mala cosa tener opiniones e interpretar, pero es contrario a la filosofía presentar opiniones e interpretaciones como certezas. El moralista o el ensayista juegan limpio y aceptan situarse de entrada en el plano de la opinión. Sólo piden para sus ideas la aquiescencia correspondiente al interés que ofrezcan y a los fundamentos teóricos con que las sostienen.

Decirlo todo e inmediatamente ha sido fórmula de éxito en los tiempos modernos. La pretensión de decirlo todo conlleva un estilo que se ha impuesto en filosofía, quizá desde Descartes. Este, comenzó por crear un vacío para producir luego, en ese vacío, una primera evidencia (cogito…) y a partir de ahí, sobre el modelo de certeza creada con esa evidencia, desarrolló “certezas” tan irrefutables como el encadenamiento que, entre sí, les impuso. Desde entonces, de Kant a Hegel y de Heidegger a Foucault, bastó con articular enredos de ideas y palabras para ser definitivo: Kant “dedujo” las categorías; Hegel pasó “necesariamente” de un “momento dialéctico” a otro; Heidegger “reveló” el ser del ente y Foucault se extravió en el “poder”. Y todos ellos dieron por supuesto que, si se equivocaban lo más mínimo, la filosofía casi dejaría de existir.

Esa intransigencia en lo perentorio no existe en Platón, ni en Aristóteles, ni en San Agustín, ni en Santo Tomás, entre otros muchos. Esas urgencias intransigentes no se aprecian en los filósofos que admiten como algo normal que pueda haber cosas en las que no han pensado, o acerca de las cuales no estén bien informados. Aristóteles fue tan enciclopédico como le fue posible serlo en el estado de desarrollo del conocimiento en la Grecia Clásica. Pero jamás se le ocurrió poner a la humanidad en la obligación de tener que escoger entre él y el fin del pensamiento. La esencia de la filosofía consiste en ser, ante todo, verdadera, no “ingeniosa”.

Otra persistente ilusión de la filosofía moderna consiste en considerar el pensamiento del filósofo como diferente a toda otra forma de pensamiento. Casi se da por supuesto que, por un extraño privilegio automático, adquirido por los filósofos en el punto de partida, puede darse por sentado lo que era en realidad el objetivo a alcanzar. Por ejemplo, hablar de “descripción fenomenológica” no resuelve ningún problema, sino que los plantea. Para describir hay que ver, y eso remite a las condiciones iniciales y comunes, a los riesgos del olvido, a posibles lagunas de información y a todos los desatinos. En otro caso, el filósofo quedará por debajo del moralista, pues el moralista busca sólo “la recta opinión”, no la certeza, y la filosofía busca certeza.

Hegel

La filosofía no debe aspirar a regir los demás saberes y disciplinas. Desde hace dos siglos, científicos, sabios e historiadores han aplicado severas correcciones a la filosofía, y esta ha tenido que abandonar su inclinación a dictar deberes a la ciencia y a la historia. Era más fácil hacerlo en los siglos XVII y XVIII, y aun a principios del XIX, con ciencias jóvenes de las que se podían tomar resultados parciales como estimulantes del pensamiento, sin someterse a su rigor. Esa argucia no es posible con ciencias que han madurado: gran parte de los problemas de la filosofía en los siglos XVII y XVIII terminaron por resolverse -o, mejor dicho, fueron pulverizados- por la física, la neurología, la economía política, la historia, la biología, la sociología y… por el propio transcurso de los acontecimientos. Tampoco puede ser la filosofía una reflexión sobre los avances y descubrimientos de las demás ciencias y la explicación de su sentido metafísico, pues entonces se convertiría en la “ciencia de los problemas ya resueltos”. La filosofía se ha de remitir a la filosofía, no a otros saberes y disciplinas.

Y tampoco puede consistir el filosofar en sustituir a las ciencias naturales y humanas.  La filosofía no puede sustituir los conocimientos positivos, ni evitarlos. Sustituir la positividad es incompetencia, y evitarla es ilusión: peor que no saber, es creer que se sabe. Si la filosofía busca la significación, para el hombre, de la existencia y de las ciencias que de ella participan, así como obtener de lo que hacen los hombres una respuesta para cada hombre, no se hará ontología hablando de un “Ser” que no comienza a aparecer, sino cuando ha terminado todo. Son maneras de decirlo todo sin decir nada: se interroga a un ser que es una ausencia, que no se “revela” sino “ocultándose”, como dice Heidegger, o se retorna a las inefables filosofías enciclopédicas, tan conocidas desde Hegel.

La filosofía ha consistido siempre en el examen y estudio de las diferentes actividades de los hombres -en el orden teórico, práctico, estético, histórico o cotidiano-, no por mor de esas actividades mismas y de sus resultados, sino para comprender su estructura, fundamentos y sentido, en relación con la existencia humana. Por eso, el pensamiento del filósofo sólo tiene valor si posee, en cada uno de los dominios considerados, un conocimiento profundo de lo real. La realidad no es mera interpretación, como sostuvieron Nietzsche y el existencialismo, ni un simple constructo cultural, como sostuvo la filosofía posmoderna. La realidad existe y se accede a ella desde diferentes saberes, ente otros, los científicos. Pero las ciencias modernas solas son incapaces de aprehender la insondable profundidad del mundo y de la vida: no se puede ignorar que, en las humanidades, en el arte, y en la religión hay también realidad y verdad.

Una vez más, y como es habitual, las crisis terminan. También en filosofía. Y así, pese a sus más recientes extravíos, la filosofía prosigue su evolución y desarrollo en el siglo XXI. Y lo hace, como siempre, con el acicate que recibe de su tradición, además de por su propio impulso. Y no olvida el dicho, atribuido a Sócrates, de que lo verdaderamente importante son siempre las preguntas y no tanto las respuestas, siempre provisionales y sujetas a revisión y, en su caso, falsación. De hecho, ese restablecimiento ha comenzado ya, como lo acredita el renacimiento y recuperación de los planteamientos realistas en las tendencias y orientaciones más recientes de la filosofía actual (leer Markus Gabriel y el Nuevo Realismo filosófico del siglo XXI y Zubiri, un retorno).

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