Aún no se lo he dicho a mi jardín
Emily Dickinson
El jardín, más allá de la concreción física que exige su visibilidad geo-topográfica, es sobre todo un constructo conceptual y cultural que responde a unos determinados criterios cosmológicos y representativos. Como escribe Philippe Nys: “En suma, los jardines están concebidos a la imagen de un paisaje mítico —el mito universal del paraíso perdido — que es posible alcanzar elevándose a él”. Es el mismo procedimiento por el que San Agustín en La Ciudad de Dios identifica la Jerusalén celestial con la ciudad terrenal, por más que matice que solo se refiere a la ciudad mística y divina, la nueva Jerusalén. Parafraseando a Schopenhauer, bien pudiéramos hablar del jardín como voluntad y representación.
Partiendo del paisaje natural, el jardín responde a un compromiso constante entre sus dimensiones estéticas y simbólicas. Por tanto, su ejecución espacio-temporal apelará a una serie de códigos que, si se omiten, darán como resultado una interpretación muy parcial de su significado. Su rico valor semiológico estará en relación directa con la manera de entender el mundo —zeitgeist— que tenga cada sociedad humana en cada época. Y su perpetuación se mantendrá incluso cuando se produzca su desaparición física, conservándose en el mundo conceptual que lo alentó. A este respecto resulta muy significativo el caso de los legendarios Jardines Colgantes de Babilonia, que pese a su dudosa existencia, forman parte innegable de nuestro inconsciente colectivo, lo mismo que si sus restos arqueológicos hubieran sido encontrados y gozaran de una acreditada evidencia científica. El mundo antiguo giraba en torno a la irradiación cosmológica de esta ciudad, que cedió a Persia e incluso a Grecia, por no hablar de la Biblia, sus nociones astrológicas y por ende míticas.
En Asia, desde los jardines japoneses a los jardines persas, siguiendo el trazado de la Ruta de la Seda, podemos encontrar diversas manifestaciones del arte paisajista, que al margen de sus evidentes diferencias, apelan al mismo sentimiento de sacralidad a través de estas representaciones marcadas por lo efímero. Así pues, el jardín pone en contacto lo inmanente con lo transcendente en una recreación estética del paisaje que siempre aspira a alcanzar lo sagrado. La mirada de cada cultura, como concepto fenomenológico principal, tanto filosófica como estética, determina la experiencia del jardín.
Así pues, todos estos jardines asiáticos, incluyendo el chino y el indio, responden a la misma consideración que los vincula a las artes y muy especialmente, a la poesía, como inefable lenguaje de los dioses, partiendo de que lo ancestral atiende al hecho de que las distintas manifestaciones artísticas no son compartimentos estancos.
Por ello, la misma utopía que subyace en el concepto del jardín también lo hace en el del juego. Este último, como pensaba Roger Caillois, es asimismo un territorio sagrado en tanto que se sitúa en terrenos ficticios, dispuesto en igual simetría con la realidad.
El arte de los jardines y el sentido de los juegos (de mesa) serán inseparables de la idea de representación por cuanto que esta nos remite a sus respectivas cualidades simbólicas. Además tanto el jardín como el juego requieren un espacio formal claramente delimitado (el hortus conclusus del Cantar de los Cantares y por consiguiente, la virginidad de María), sujeto a unas estrictas reglas, subsidiarias de su misión providencial. En una reflexión quizá no tan peregrina, los conceptos de jardín y juego se confunden actualmente en los campos de futbol, por ejemplo.
Por tanto, el modesto objetivo del presente artículo será documentar someramente una relación que acaso no se ha llevado a cabo todavía. A saber: el paralelismo entre los jardines asiáticos y, muy en especial, los jardines persas (indomusulmanes e hispanomusulmanes) y el popular Juego de la Oca.
En el arte del jardín, entre las antiguas civilizaciones del Próximo y Medio Oriente, la persa será la que ofrezca una de las más destacadas contribuciones. En esta área colindante a la antigua Mesopotamia, es donde se ordena por primera vez una tipología de jardín que va a tener una especial repercusión en diversas y heterogéneas culturas posteriores.
Pese al tiempo transcurrido tras el fin de la dinastía aqueménida, fundada por Ciro el Grande, y la sasánida subsiguiente, y a pesar del largo paréntesis de la colonización griega e islámica posterior, los testimonios confirman una larga tradición del diseño paisajístico persa, con entidad propia, que se remonta a unos 4000 años a.C.
Si la gramática del jardín chino, marcado por el espíritu del Feng shui, y los conceptos de wabi y sabi, está cargada de fuertes resonancias polisémicas, que se transfieren a Japón, la rígida geometría de los jardines persas, que propende a los ángulos rectos y, en cierto modo, su simbología se trasladará punto por punto al espacio cuadrangular del tablero del aludido Juego de la Oca, como aventuramos. El tratado Yuan Ye, compendio de jardinería de la dinastía Ming, defiende que en la naturaleza, y por tanto en el jardín también, todo lo simétrico es ajeno a la realidad, lo que sitúa sus intereses en las antípodas del espíritu ordenador persa.
En esta cosmología el mundo está dividido en cuatro partes correspondientes a los cuatro elementos del zoroastrismo: cielo, tierra, agua y vegetación. El jardín persa antiguo (o en su denominación mogol, chahar bagh o jardín de jardines) va a materializar, pues, esta idea a través de un cuadrilátero dividido a su vez en cuatro cuadrantes, mediante sus dos ejes transversales, que señalan a los cuatro puntos cardinales. El esquema de planta en cruz, latina o griega, del chahar bagh es el mismo que adoptan los diagramas, planimetría cuadrangular, de los juegos de mesa que van desde el parchís al go chino pasando por nuestro Juego de la Oca. En este sentido, tenemos que remitirnos al alquerque, juego proveniente quizá del antiguo Egipto, del que se conservan tableros grabados en piedra en varios templos del Mediterráneo. La primera mención de este juego aparece, a finales del siglo X, en el Kitab al-Aghani (El libro de las canciones) de Abu’l-Faraj al-Isfahani.
La distribución del jardín persa refleja el Edén que, como en el Génesis, era regado por un río que se dividía en cuatro brazos y una cruz compartimentaba el mundo en cuatro parcelas iguales para situar un manantial, como metafórica fuente de la vida, en el punto de intersección, centro geométrico del cuadrado o rectángulo. Esta es la razón por la que la geometría axial domina el diseño del jardín, puesto que simboliza el orden cósmico del mundo en un espacio que es concebido en la tierra como paraíso, término derivado del sánscrito “paradesa” a través de la palabra de raíz persa “pardis”, estableciendo una relación entre el microcosmos y el macrocosmos.
Después de la dominación islámica por el imperio turco-mongol de Tamerlán, el chahar bagh mantendrá la misma estructura espacial por el hecho de que el paraíso musulmán replica el persa en un gran jardín frondoso con cuatro ríos que partiendo de una elevación central llevan cada uno: leche, agua, néctar y miel, respectivamente. Esta invasión militar turca será la que determine el desplazamiento del jardín persa, y de tantas otras cosas (recordemos el sitar —instrumento indio por excelencia— en su desarrollo desde el sehtar persa), en su viaje hacia el este.
Tanto el jardín persa-islámico como el tablero del Juego de la Oca son la representación abreviada de un orden superior como expresión de la sociedad que los construye a modo de imago mundi.
Naturalmente, el tablero como alegoría será el resultado de un sincretismo muy fértil que no solo atesora la cultura persa, pero sí es interesante constatar que muchos de sus aspectos parecen tener su origen en ella, tanto en el plano compositivo como en el de su cosmovisión.
Por ejemplo, en estos tableros nos encontramos la dualidad del Cielo (círculo) y de la Tierra (cuadrado), “quadratura circuli”, con sus lados orientados hacia los “extremos del mundo”, los mismos cuatro puntos cardinales que configuran el jardín persa. El tablero es la plasmación gráfica del conflicto entre el Orden y el Caos, como este mismo jardín pretende poner orden en el informe espacio desértico que se mueve como un evanescente mar de dunas y en el que no hay ningún punto de referencia.
En el Juego, la acción de lanzar los dados expresa el anhelo final de Unidad y el retorno a la condensación original de lo extraespacial y lo intemporal, motivo por el que su última casilla, la 64, no estará numerada. A este respecto, hay que recordar que el número de casillas del juego es el mismo que el de los escaques del ajedrez, que como sabemos, tiene su antecedente en el chaturanga indio a través del shartranj persa. Naturalmente, la suma cabalística de sus cifras dará la unidad primigenia que simboliza la meta del Juego (6+4=10; 1+0=1)
Otras tradiciones se han ido sedimentando sobre este sustrato quizá inicial, amplificando el significado del Juego. La oca era un animal benéfico para los celtas y por ello los druidas la utilizaban como elemento protector de los hogares. Asimismo está presente en las leyendas de la Edad Media asociadas al Santo Grial. Alfonso X el Sabio, que mandó componer el Libro del ajedrez, dados y tablas, nos habla del Caballero del Cisne, que luego serviría de inspiración a Wagner para su ópera Lohengrin. Con el Ciclo Artúrico se podría especular que el juego tiene algo de “gesta” con el sentido que tiene en la “Quêste du Saint Graal”, búsqueda que culmina con el reencuentro con la amada, llámese esta Ariadna, Penélope, Beatriz, o la “Dama del Jardín de la Oca”, que espera pacientemente a que el héroe supere la prueba iniciática del laberinto (casilla 42 y en suma, toda la espiral que conduce al locus amoenus del Jardín de la Oca).
Así como los esponsales entre Zeus y Hera se celebraron en el Jardín de las Hespérides, en el Juego el encuentro de los amantes se producirá igualmente en un Edén. Esta idea, que se encuentra en los “laberintos de amor” tan extendidos entre los siglos XVI y XVII, refleja la propiciación de la fecundidad y al mismo tiempo recrea el jardín laberíntico como territorio de intrigas eróticas, y corresponde al concepto del Centro como lugar de los “opuestos coincidentes” que será uno de los símbolos fundamentales del Juego. Es el andrógino primordial Rebis de los alquimistas, en el que hay resonancias del Gayomart zoroastriano y del Purusha hindú, que representan la dualidad, la perfección y el ideal inalcanzable. Es a su vez, el Centro Puro de todas las culturas, el Sancta Sanctorum, lo que nos remite en la tradición budista al concepto del samsara, la rueda de la reencarnación, de la que el Ser debe liberarse para alcanzar el nirvana.
Si del mismo modo que los jardines persas acaban por rebasar las fronteras naturales de su país de origen (que entonces abarcaba los actuales Irán, Irak y el Turkestán) para desplazarse a la India, como jardines indomusulmanes, y llegar al Al-Ándalus español, como jardines hispanomusulmanes, nuestro Juego, de incierto origen aunque algunos lo hagan dimanar del cretense disco de Festos de la cultura minoica, es posible que haya viajado, metamorfoseado según las circunstancias, por esa misma expansión hasta llegar a Europa. Se podría con rigor hablar de verdadera “Ruta de los Jardines”, por usar el término acuñado para las célebres rutas comerciales de la seda, el bambú y el arroz.
La situación de los estanques en estos complejos ajardinados es básica para la concepción centrípeta de los mismos, destinándose para ello precisamente, en el punto de encuentro de ejes. El elemento central puede ser también un pabellón, una arquitectura ligera y abierta al jardín, desde donde poderlo percibir en su totalidad, como en los jardines japoneses domésticos. No es necesario apuntar que en el tablero del Juego nos encontramos con frecuencia los mismos elementos icónicos habitados por la Oca, que idílicamente nada sobre las límpidas superficies del lago artificial de los Jardines. En ocasiones, el elemento central es una glorieta de cuatro árboles cuyas ramas entretejen una bóveda vegetal.
También se ha especulado con un posible origen templario de nuestro Juego de la Oca con la función de servir de mapa encriptado a la Orden. Esto podría justificar, dado el intenso contacto de Los Templarios con el mundo musulmán durante las Cruzadas, que la influencia persa les haya llegado a través de ellos. Recordemos cómo viajaron textos como el Sendebar y el Calila y Dimna al mundo cristiano o el influjo de Avicena y su “discípulo” el poeta Omar Jayyam en los filósofos judíos y musulmanes hispanos, desde Averroes a Ibn Gabirol pasando por Avempace.
Por ello, no debe sorprendernos, por tanto, la cercanía geométrica entre el jardín persa y el juego de la Oca porque los jardines mogoles, islámicos, andalusíes, los claustros medievales y los cuadros de los jardines renacentistas, que siguen la tradición del Jardín de las Delicias de El Bosco, son herederos suyos desde el punto de vista de su concepción espacial. Sin embargo, tenemos el testimonio de que nuestro Juego llega a España desde Florencia, como regalo diplomático del mecenas Francisco I de Médicis a Felipe II.
Si la meta del Juego es alcanzar la última casilla —Edén, Shambhala budista, o Arcadia feliz— el valor simbólico de las cifras de las casillas también estará basado en la numerología que Pitágoras, estudioso de las matemáticas y de la astrología caldea y babilonia, aprendió mientras estuvo cautivo como prisionero en Persia.
Del mismo modo que el concepto del jardín persa siempre ha sido obvio en la vida y el arte iraníes (literatura, música y pintura) como en el diseño de las alfombras, este asimismo se percibe en los juegos de mesa.
Si el agua es un elemento esencial en el jardín persa, que ponía a prueba los conocimientos técnicos que los ingenieros tenían sobre mecánica hidráulica con el objetivo de trasladar enormes capacidades del líquido elemento desde los ríos al desierto a través de largas canalizaciones subterráneas, qanats, bajo la capa freática, en el tablero de juego el agua estará también muy presente en las viñetas en las que periódicamente irán apareciendo las ocas (siempre en posición de nado) y los dos puentes (y el pozo), lo que sugiere que bajo las otras viñetas el agua discurre oculta también, emergiendo puntual a modo de ojos del Guadiana, hasta que prorrumpe finalmente caudalosa en la casilla final, para dar lugar al estanque enorme del jardín “persa”.
Resulta también llamativo que como los jardines japoneses de las viviendas su ubicación sea interior. El ciclo de la vida y de la muerte, presente también en los jardines zen, no es ajeno al Juego por cuanto que la casilla 58 de la Muerte (13 en suma cabalística, con presagio funesto) nos envía de vuelta al principio con lo que tiene un inequívoco valor alegórico de renacimiento o reencarnación budista sujeta al karma (jugadas previas marcadas por el “azar” de los dados).
La oca, animal que por su capacidad de nadar, caminar y volar, está en relación directa con los cuatro elementos hipocráticos (aire, fuego, agua y tierra) como el paraíso persa lo estaba con los equivalentes elementos zoroástricos antes aludidos. En dos secuencias diferentes, dos espirales superpuestas, marcadas rítmicamente de forma regular por los números 5 y 9, las quince ocas vendrían a jalonar el camino del juego. Según la interpretación de Jung la oca adopta el valor de un psicopompo puesto que es un mediador entre el consciente y el inconsciente.
En el mito hindú el “Huevo Cósmico”, incubado por la oca sagrada Hamsa, se separa en dos mitades para dar origen al Cielo y la Tierra, como el huevo de Leda da nacimiento a dos Dióscuros (los gemelos Cástor y Pólux), uno de ellos mortal y otro inmortal.
El cristianismo, que se acomodará a los sedimentos y a los estratos culturales y de culto anteriores, nos mostrará al Cristo resucitado del evangelio de San Juan, ataviado de jardinero, cuando le dirija a María Magdalena las crípticas palabras: “Noli me tangere”. Y de igual modo en el ámbito arquitectónico cristiano la proximidad estilística de las elevadas catedrales góticas a las construcciones islámicas, como La Mezquita de Córdoba, son reseñables. La Mezquita es una evocación de un inmenso palmeral con el bosque de más de mil columnas sobre las que se apoyan arcos de herradura bicolores coronados de doble arquería. Recordemos que la palmera era emblemática para los persas de igual modo que la flor de loto lo es para los japoneses.
La labor constructora de Alfonso I el Batallador en el s. XII utiliza la oca como origen de varias señales epigráficas usadas por los gremios que más tarde la orden templaria desarrollaría como lenguaje jeroglífico propio. Los dados del juego simbolizan los sillares o piedras angulares de estos canteros iniciados. Siguiendo con la numerología persa se encuentran ubicados en las casillas 26 y 53, ambos con la suma cabalística de 8.
Si, como pensaba Juan García Atienza, el Juego de la Oca es un mapa encriptado del Camino de Santiago y el Jardín final representa Compostela (o el Finisterre) las conexiones entre este y la Ruta de la Seda serán sumamente sugerentes. Tanto Dunhuang como la Península Ibérica, entornos situados en los extremos del continente euroasiático, vieron crecer un camino cultural, religioso y comercial, que acabaría modificando su visión del mundo y las relaciones entre los diferentes países, para abrir paso a una nueva época histórica. ¡Pero eso ya es meterse en otro jardín! Quedémonos con lo dicho…
Estos breves apuntes esperan su hora. Tal vez en el futuro algún ratón de biblioteca repare en estas notas apresuradas que exceden con mucho el estrecho marco de esta publicación. Nuestra discreta pretensión ha sido, tras lanzar esta intuición delirante con el arrebato intempestivo de los dados de un cubilete, ofrecer una mirada transversal a dos mundos que bien pudieran ser el mismo. O su contrario…