
Las alusiones sobre la corrupción en los niveles medios y bajos de la administración en el Antiguo Régimen aparecen con cierta frecuencia en la literatura, especialmente en la de los Siglos de Oro, fuente que empleamos en este artículo, y que formó parte de nuestra tesis doctoral. La inclusión de los alguaciles en muchas obras se convirtió en un recurso muy socorrido cuando se quería tratar un episodio satírico porque casi siempre se les ponía en evidencia con el consiguiente regocijo general. Esta literatura, a pesar de que pudiera exagerar en algún punto, refleja un nivel alto de corrupción. En este sentido Deleito y Piñuela nos dice lo siguiente:
«A las trapacerías y a los excesos de los pícaros que se pudieran llamar profesionales, contribuía la autoridad con su indulgencia unas veces, su indiferencia o su conducta arbitraria, otras, y su complicidad en muchas ocasiones. Nada eficaz hizo el Gobierno español en los siglos XVI y XVII para moralizar las costumbres y castigar la delincuencia, y los funcionarios de la justicia, desde los más altos a los más bajos, lejos de aplicar ésta rectamente, daban ejemplo funestísimo de incumplimiento de su deber, cuando no de venalidad frecuente.»
En efecto, un grado elevado de corrupción se desarrollaba en el entorno de la justicia en el siglo XVII, teniendo los alguaciles un protagonismo, quizás solamente superado por los escribanos. Deleito alude a los manejos que tenían un alguacil y un escribano en Sevilla en la novela ejemplar cervantina El coloquio de los perros. Al parecer, según Berganza, el alguacil en cuestión era íntimo amigo de un escribano, estando ambos amancebados con dos mujeres. Éstas les servían para sus propósitos, ya que las utilizaban como prostitutas a la caza de la multitud de extranjeros que la riqueza y el comercio ultramarino atraían a Sevilla. Una vez avisados los dos ministros se presentaban y apresaban a los protagonistas por amancebamiento. Pero su destino no era la cárcel, ya que «los extranjeros siempre redimían la vejación con dineros». Lo que aquí nos interesa destacar es como se provocan delitos para sacar un provecho que, por lo demás, no tiene que ver con la apertura de diligencias, sino con su olvido a cambio de un soborno. El ingenio relatado en una obra literaria se corresponde con la realidad descrita por el cronista, siendo esta vez el protagonista un alguacil de Casa y Corte en Madrid. Dejemos hablar a Jerónimo de Barrionuevo:
«…hijo del sangrador del Rey, fue pidiendo a todos cuantos grandes señores y presidentes hay en la Corte, fuentes, jarros, y saleros para un bateo, sin perdonar a Presidente, Inquisidor General et reliqua. Dicen juntó más de 60 piezas grandes, y 120 de las menores. Fue a Palacio, donde los corredores se las empeñar todas a diferentes personas, sacando lindo dinero, todo en doblones; que como era alguacil, no hubo duda en la seguridad ni en el trato. Hase desaparecido y cada cual ha cobrado lo que era suyo, quedándose sin el dinero los que lo dieron. Cada día suceden de estas en la Corte, donde sólo se trata de engañar los unos a los otros».
Luis Vélez de Guevara nos cuenta en El diablo cojuelo, en Sevilla otro caso. Se trata de uno de los últimos episodios, y donde aparece un alguacil:
«—Vuesas mercedes no se alboroten, que yo vengo a hacer mi oficio y a prender no menos que al señor Presidente, porque es orden de Madrid y la he de hacer de Evangelio. (…) El Cojuelo, arrimándose al Alguacil, le dijo aparte, metiéndole un bolsillo en la mano, de trescientos escudos: —Señor mío, vuesa merced ablande su cólera con este diaquilón mayor, que son ciento y cincuenta doblones de a dos.
Respondiéndole el Alguacil, al mismo tiempo que los recibió:
Vuesas mercedes perdonen el haberme equivocado, y el señor Licenciado se vaya libre y sin costas, más de las que hemos hecho; que yo me he puesto a un riesgo muy grande habiendo errado el golpe»
Pero es, sin duda alguna, la obra de Mateo Alemán Guzmán de Alfarache la que retrata a los alguaciles de la forma más cruda. No creemos que se haya escrito un párrafo más demoledor contra estos oficiales del rey, a la vez que introduce una interpretación del fenómeno de la corrupción al vincularlo a la venalidad de los cargos, de ahí que merezca nuestra atención:
«…compró aquella vara para comer, o la trae de alquiler, como mula, y para comer ha de hurtar, y a la voz de: Alguacil soy, traigo la vara del rey, ni teme al rey ni guarda ley…»
Para cerrar el siglo XVII nada mejor que hacerlo con Francisco de Quevedo que en su obra La hora de todos y la fortuna con seso ridiculiza a un alguacil,
«II. Por la misma calle poco detrás venía un azotado, con la palabra del verdugo delante chillando, y con las mariposas del sepan cuantos detrás, y el susodicho en un borrico, desnudo de medio arriba, como nadador de rebenque. Cogióle la hora; y derramando un rocín al alguacil que llevaba, y el borrico al azotado, el rocín se puso debajo del azotado, y el borrico debajo del alguacil; y mudando lugares, empezó a recibir los pencazos el que acompañaba al que los recibía, y el que los recibía, y el que los recibía a acompañar al que le acompañaba».
La imagen negativa sobre los alguaciles pasó al siglo siguiente. Feijoo en su Teatro Crítico Universal trata acerca del comportamiento de los alguaciles y los escribanos, siendo crítico pero con grandes dosis de ironía, como al final del párrafo que entresacamos:
«En todas partes se oyen clamores contra el proceder de los Alguaciles y Escribanos. Creo que si se castigasen dignamente todos los delincuentes que hay en España se convertirían en remos. Los Alguaciles están reputados por gente que hace pública confesión de la estafa. Si es verdad todo lo que se dicen de ellos, parece que el demonio, como siempre, procura contrahacer o remedar a su modo las obras de Dios: al ver que en la Iglesia se fundaban algunas Religiones mendicantes para bien de las almas, quiso fundar en los Alguaciles una Irreligión mendicante para perdición de ellas. Su destino es coger los reos; su aplicación, coger algo de los reos, y apenas hay delincuente que no se suelte, como suelte algo el delincuente».

Estamos, de nuevo ante el cohecho, el sacar partido de las prisiones, del ejercicio de las funciones para sacar un provecho personal, hasta tal punto que Feijoo convierte a los alguaciles en nada más y nada menos que en una «Irreligión mendicante».
La mala estampa de los alguaciles viene corroborada por el testimonio de otro escritor de la época. Diego de Torres Villarroel citará en su Vida a los alguaciles entre los personajes y situaciones que le causaban más que preocupación:
«Los que producen en mi espíritu un temor rabioso, entre susto y asco, enojo y fastidio, son los hipócritas, los avaros, los alguaciles, muchos médicos, algunos letrados y todos los comadrones»,
y por ello,
«Siempre que los veo me santiguo, los dejo pasar, y al instante se me pasa el susto y el temor».
Por fin, en un siglo XVIII muy avanzado, Ramón de la Cruz, en su sainete La Plaza Mayor, alude a un tipo de soborno a un alguacil, que debía ser de lo más habitual,
«Lorenza: Perdone usted la llaneza
y tome estas dos lombardas
Alguacil: ¿Y cuánto he de dar por ellas?
Lorenza: Y están pagadas».
Casi todas estas citas literarias nos han perfilado una situación en la que los miembros visibles de la administración del orden y la justicia, los alguaciles en nuestro caso, aparecen criticados y hasta ridiculizados. Pero conviene matizar que abundan también presencias en la literatura, especialmente dramática de nuestros Siglos de Oro, así como en los sainetes del XVIII, en que los alguaciles aparecen, eso sí sin papel destacado, cuando la presencia de la justicia se hace necesaria en el transcurso o desenlace de la trama dramática.
Hemos mencionado a José Deleito y Piñuela —destacado historiador de la época de Felipe IV— en varias ocasiones. Podemos acudir a distintas obras muy documentadas y entretenidas, especialmente a La mala vida en la España de Felipe IV. Prólogo de Gregorio Marañón, Madrid, 1948. Contamos con ediciones modernas en Alianza Editorial.
(El Alguacil. Dibujante: Zarza. Grabador: Ortega. En Los españoles pintados por sí mismos. Madrid. Ignacio Boix. 1843. 1.ª ed. Tomo I).