La crítica más común que se hace a la utopía es la de su imposibilidad. Es un bonito ideal que está fuera del horizonte de las posibilidades humanas. Los seres humanos nunca serán iguales ni plenamente comunitarios. Más bien, como diría Hobbes, ‘el hombre es un lobo para el hombre’ y siempre que podamos nos aprovecharemos del semejante, o cuando menos, haremos muy poco o nada por él; en cualquier caso, unos somos más trabajadores y responsables que otros y algunos siempre intentarán aprovecharse de lo común. En definitiva, la utopía es imposible de alcanzar por su propia naturaleza. Ésta es la gran objeción a Utopía que ya recoge, hace quinientos años, el propio Tomás Moro (Utopía, en Aguado, F. Utopía y Educación, pág. 67) y que desde entonces se repite una y otra vez con mil variantes.
La historia de la humanidad, sin embargo, nos dice lo contrario. Es el relato de nuestro progreso económico, tecnológico, personal y social. Y si miramos cien, mil, diez mil años atrás y comparamos nuestras vidas con las de los humanos de entonces, no podemos por menos que admitir los grandes cambios y progresos que hemos alcanzado en todos los planos: alimentación, vivienda, transporte, educación, salud, igualdad, capacidad de decisión.
La utopía es posible porque ya se ha realizado, aunque sea parcialmente Es evidente que no se ha alcanzado una realización plena permanente y universal de la utopía, pero sí se han logrado limitadamente, las que hemos denominado en otras ocasiones utopías parciales. En este plano, recordemos que ya se han realizado miles de utopías sectoriales: se superó la esclavitud; acordamos universalmente la Declaración Universal de los Derechos Humanos; en nuestras sociedades occidentales, se alcanzaron en algunos países niveles de democracia; educación universal y gratuita, sanidad universal y gratuita, legislación laboral con derechos de los trabajadores y protectora de parados, enfermos y jubilados; se consiguieron formas de vida aceptables para buena parte de la población (viviendas con agua corriente, luz y calefacción); tenemos jardines públicos, antes reservados a los aristócratas; se avanza en la igualdad de género; se ha doblado la esperanza de vida; se ha conseguido la reproducción in vitro; somos capaces de volar o viajar bajo el agua; hemos llegado a la Luna;… Y tantas y tantas otras, realidades hoy para muchos de nosotros, que eran pura utopía ‘imposible’ de alcanzar para nuestros antepasados.
Aunque también hay sombras en ese devenir en forma de desigualdades de clases, de géneros y pueblos, de guerras, de abusos de la naturaleza. Sin embargo, el balance global es, a nuestro entender, muy positivo. Pongámonos en el lugar, por ejemplo, de un esclavo romano, que seguramente aspiraría a la libertad, aunque le parecería ‘imposible’ de alcanzar, tras contemplar centurias de esclavitud. Igualmente los ciudadanos europeos de hace 150 años, analfabetos en su inmensa mayoría, pensarían que sería muy bueno saber leer y escribir, pero que era una aspiración ‘imposible’ de conseguir, porque durante milenios la inmensa mayoría de la población había sido analfabeta. Podríamos seguir repasando nuestra situación en todos los ámbitos de la vida, comparándola con el pasado, para darnos cuenta de que nuestros logros han sido aspiraciones de generaciones de personas que creían que esas mejoras eran ‘imposibles’ para ellas. Todas estas realidades, que eran pura utopía ‘imposible’ hace pocos años, se han ido haciendo realidad. Lo que era utopía imposible para el esclavo (su libertad), para el iletrado (su alfabetización) o para el enfermo (su atención sanitaria), se ha ido realizando. Hoy hablamos ya de todas aquellas como de utopías parciales o reales realizadas o en proceso de realización.
Desde los trabajos de E. D. Wrigt (Construyendo utopías reales, 2010, 161-277) se ha denominado utopías reales a fragmentos o versiones del ideal utópico ya realizados y operativamente presentes entre nosotros, como las formas de democracia participativa, la wikipedia (el gran almacén común de conocimientos, construidos entre muchos con aportaciones voluntarias y que podemos usar gratuitamente según nuestras necesidades particulares), el sistema operativo para ordenadores Linux (de construcción colectiva voluntaria y uso gratuito), la lucha y la aplicación de la renta básica universal, las cooperativas, las bibliotecas públicas (los libros no son propiedad privada de nadie y pueden ser usados por cualquiera según su necesidad),…
La utopía es posible. Pero que la utopía sea posible no garantiza mecánicamente su realización. Si volvemos de nuevo a la historia y repasamos una vez más las utopías parciales realizadas, de lo primero que nos damos cuenta es del trabajo y el sufrimiento que han costado a cientos, miles e incluso millones de personas el conseguirlas. Luchas políticas, sindicales, de científicos, de mujeres, de personas diferentes, antirracistas, de indígenas, de marginados sociales, que han costado vidas, exclusiones, destierros, despidos, violencia de todo tipo contra los que luchaban por alcanzarlas. Lo que se ha conseguido de la utopía lo ha sido merced a esas personas que han dado su esfuerzo y sus vidas por ello. Ninguno de nuestros progresos, de nuestras utopías logradas lo han sido gratuitamente. Los progresos del presente suelen ser utopías ‘imposibles’ del pasado por las que se luchó. La utopía es realizable si nos proponemos alcanzarla.
Este carácter de posibilidad de la utopía nos permite establecer un criterio de demarcación entre la utopía y lo que a veces puede pasar por tal, particularmente los mitos y los viajes-ficción o la ciencia-ficción.
Casi todas las religiones tienen mitos sobre el origen y el destino de la humanidad. Suelen ser paraísos del pasado o del futuro, que se describen como estados de la humanidad en que los humanos son felices, fundamentalmente por su ‘estar’ con los dioses. Esos paraísos son creados por los dioses y los propios dioses son la fuente de la felicidad humana. Los paraísos míticos no plantean ni el trabajo humano ni las relaciones humanas ni la organización de nuestra vida social. La unión con el dios o los dioses es la propia felicidad para los humanos, con la contrapartida del destierro y el dolor de los condenados que no alcanzan el paraíso. En Los trabajos y los días de Hesíodo, en la Odisea de Homero, en la Eneida de Virgilio, ‘Los Campos Elíseos’ o las ‘Islas Afortunadas’ son los nombres de las tierras habitadas por los bienaventurados durante toda la eternidad, rodeados de belleza y abundancia. Frente a ellos está el ‘Tártaro’, hogar sufriente de los que se rebelaron contra los dioses. Todos están reflejados a su vez en los mitos del ‘paraíso terrenal’ o del ‘cielo/infierno’ de la Biblia o el Corán.
Hesíodo escribe sobre la edad de oro, el estado de los primeros humanos: … Vivían como dioses con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban en fiestas ajenos a todo tipo de males. Morían como sumidos en un sueño; poseían toda clase de alegrías, y el campo fértil producía espontáneamente abundantes y excelentes frutos. Ellos contentos y tranquilos alternaban sus faenas con numerosos deleites. Eran ricos en rebaños y entrañables a los dioses bienaventurados. (Hesíodo, Los trabajos y los días, Gredos, 2006, 70-71).
En las utopías, en cambio, el futuro es obra de los humanos, fruto de la inteligencia, el amor y el trabajo. Y el propio futuro no es la buena vida ociosa, sino que se seguirá trabajando, investigando, organizando, participando en la vida pública. Y no habrá ciencia infusa sino buenas escuelas para todos; ni tampoco salud eterna, sino sanidad pública de calidad para todos; y habrá enfermedad, vejez y muerte, aunque tratadas por la comunidad con todo respeto y apoyo. La utopía es obra de los seres humanos, no de los dioses. Por ello no es un imaginario lugar ‘perfecto’, sino un buen, aunque imperfecto, lugar posible y real si los humanos nos lo proponemos. En este sentido, la utopía, en el plano ético y político, es un paso histórico paralelo al que supuso la ciencia moderna respecto de los antiguos mitos. Ambos pasos se dieron simultáneamente en el Renacimiento. Se habla de la revolución científica del Renacimiento (razón científica), pero no de su revolución moral y política (razón utópìca), representada formalmente por las utopías. Y ambas avanzan, se amplían y perfeccionan con el paso de los tiempos.
Podemos concretar estas formas de delimitación de utopía en los siguientes puntos que constituirían el criterio de demarcación de la utopía:
1º. Toda utopía arranca de la crítica de la sociedad establecida, intentando hallar las causas de sus problemas y carencias, generalmente situadas en la propiedad privada de los medios de producción.
2º. Toda utopía elabora el diseño de una sociedad ideal, donde los problemas de la actual estarían superados. Para ello habría que suprimir la propiedad privada de los medios de producción, sustituida por la propiedad común de los mismos: el comunismo o comunitarismo; a veces formas cooperativas.
3º. Toda utopía incluye en el diseño de esa sociedad ideal formas de organización política basadas en la democracia directa participativa. Por tanto excluye las formas autoritarias de gobierno. En este punto ha existido históricamente una línea divergente de esta fórmula que arranca de La República de Platón y que plantea un estado gobernado por los ‘mejores’ (filósofos, científicos,…).
4º. Toda utopía establece formas de desarrollo de las personas, basadas en la educación, la convivencia, la solidaridad y la pluralidad cultural e ideológica.
5º. Toda utopía va acompañada de medios de actuación para conseguirla.
Las utopías son proyectos ideales de sociedades en las que los humanos podríamos realizarnos individual y colectivamente. Y todos, aún los críticos con ellas, tenemos una cierta ‘utopía’ en nuestro haber, un modelo de sociedad y de ser humano que nos gustaría ver realizado. Esta es una de las características de la utopía: que siempre ha estado y está entre las aspiraciones humanas, como búsqueda incesante de una vida común solidaria entre iguales y como esperanza de alcanzarlo (E. Bloch, El principio esperanza, 2004-7). Forma parte del entramado permanente de nuestra conciencia como un rasgo definitorio de lo humano. Ser humano es, entre otras dimensiones, aspirar a la utopía. La utopía está en el ‘ADN’ moral y desiderativo de los seres humanos como una constante.