La pérdida de impulso
El progresismo español no necesitó de enemigos externos, se bastó a sí mismo para desmovilizarse ofreciendo una imagen casi profética de lo que iba ser el futuro de las iniciativas de izquierdas en este país. Las izquierdas empezaron muy pronto a expresar su inmadurez política. A la vez se inicia un proceso de reacción dentro del liberalismo respecto a lo que había sido el liberalismo enunciado en Cádiz.
La época moderada que retorna, especialmente bajo la autoridad de Narváez de nuevo, supuso un retroceso democrático profundo, cosoberanía real con las Cortes, Senado de designación real, ley electoral censitaria muy limitada (la más limitada en las provincias vascas), control de los ayuntamientos, abolición de la milicia nacional, centralismo político, ley de imprenta muy restrictiva, concordato con la Iglesia a la que se otorgaba una función educativa fundamental, autonomía foral para las provincias vasca sin aplicación de la ley de octubre del 39, salvo en lo que se refiere al paso de las aduanas al mar y la extensión del sistema judicial común. Pero las diputaciones en el papel de controladores políticos en alianza con los moderados y especialmente con Palacio, llevando a cabo el control de la fiscalidad, el mantenimiento del clero, el desarrollo de la beneficencia, lograron engrandecer el mito de las felices provincias del Norte, consiguiendo una gran adhesión popular. En esta situación el progresismo liberal vasco se desvanece hacia un modelo moderado y a su vez foralista. Casos llamativos es el de Gaminde o el hijo del duque de Mandas, testimonio de la desbandada progresista hacia el moderantismo foral tras la enorme decepción producida tras el fracaso de la regencia de Espartero.
‘Es verdad que esta particular manera de insertarse las provincias Vascongadas en la Monarquía isabelina -plantea Javier Pérez Núñez (12) – siguió estando vinculada a la tradición histórica contractualista preliberal’. Y comentando el nuevo orden social oligárquico establecido añade: ‘Esta oligarquización en nada se distancia de la existente en el resto del Estado bajo el régimen común instituido por los moderados: lo que la aleja es la mayor solidez del bloque dirigente y, sobre todo, la amplia aceptación social, […] a ello contribuyó sobremanera, de otra parte, la acción social y ideologizadora ejercida por las autoridades forales para neutralizar la nueva sociedad individualista e impedir que superara la frontera de las ciudades, afirmando para ello la vieja comunidad tradicional’.
El progresismo se desmoviliza en sus enfrentamientos internos y el liberalismo en general procede a un movimiento de sentido conservador. No es que el fenómeno de marcha atrás fuera exclusivo del liberalismo español una vez que este crea estar asentado en su fórmula moderada, hasta en momentos de mayor apasionamiento político esta marcha atrás es visible en Europa. Hobsbawm (13) nos traslada el proceso de reacción conservadora que padece toda Europa a partir de 1830, bien en el Reino Unido o Francia donde se reprime a los movimientos republicanos y obreristas. Valga el testimonio que aporta: ‘Ya no hay causa legítima – decía Guizot, liberal de la oposición durante la Restauración y primer ministro en la monarquía de julio- ni pretexto espinoso para las máximas y las pasiones tanto tiempo colocadas bajo la bandera de la democracia. Lo que antes era democracia ahora sería anarquía; el espíritu democrático es ahora, y será en adelante, nada más que el espíritu revolucionario’.
Sánchez Prieto aprecia que ‘desde los tiempos de la Restauración posnapoleónica […]el liberalismo europeo había iniciado un giro hacia posiciones mucho más respetuosas con las viejas instituciones y tradiciones históricas’ (14), y prosigue: ‘El propio concepto de nación se había modificado sustancialmente desde comienzos del siglo: de ser considerado… como sujeto (soberano) de poder constituyente, la nación pasa a ser percibida preferentemente como el fruto de una larga y compleja gestación histórica, en cuya delicada ‘naturaleza transgeneracional’ no conviene introducir grandes discontinuidades ni innovaciones. En ese nuevo contexto intelectual español y europeo, el modo pactado en que finalizó la guerra carlista y las interminables negociaciones que siguieron a la ley de 25-X-1839, produjeron las condiciones jurídicas y políticas para que pudieran defenderse con plena legitimidad un discurso tendente a integrar la foralidad en el nuevo marco institucional’. Algunos grupos mal organizados intentaron golpes violentos que fracasaron, pero la ‘mayoría progresista aceptó la lucha política de acuerdo con la formulación que el régimen estableció’ (15).
Aquí se inicia del desmoronamiento del impulso liberal tras la Regencia de Espartero del 41 al 45. Las deserciones del progresismo hacia el bando moderado desarticulan el partido. Según Artola la decepción campa en el bando progresista ante el giro conservador que acabarán ejerciendo los moderados, que constituía ‘el reverso de las aspiraciones iniciales’.
Romanticismo, nacionalismo, pero sobre todo regionalismo
Si la ideología liberal rechazaba la intromisión del Estado en la libertad individual –’mientras menos estado mejor’-, lo cierto es que no se rechazó de la misma manera por parte de intelectuales y líderes políticos la capacidad orgánica de los viejos núcleos tradicionales, donde creían encontrar esencias de auténtica sociedad frente a ese Estado cada vez más poderoso e intruso. Lo que esos personajes no acertaban a entender es que esa pervivencia orgánica de la sociedad era producto de una asunción romántica de los rescoldos sociales de la retrasada España tradicional. Así, republicanos y krausistas no dejarán de asumir diferentes núcleos sociales como parte básica del pacto con el Estado, junto a un historicismo esencialista, y un cierto anarquismo político que luego tendría su trascendencia en la I República, y posteriormente en el socialismo español a través de La Institución Libre de Enseñanza (16), amén de un obrerismo principalmente influido por los postulados de la I Internacional.
Las futuras fórmulas ideológicas del progresismo español, Orense, Pi y Margall, Sanz del Rio, Giner de los Rios, Gumersindo Azcárate (posteriormente Besteiro), tuvieron una visión moral y ética de la política, doctrinaria en muchos casos, abandonando los principios políticos del liberalismo, la necesidad, aunque limitada y controlada, de Estado, el poder y sus contrapoderes, el gobierno de las leyes y no el de los hombres, en contradicción con la ortodoxia republicana y liberal, y concibieron un sistema político desde el pueblo hacia arriba, pactista, de difícil materialización institucional y proclive al fracaso político. No es de extrañar el descubrimiento de lo localmente popular y auténtico cuando fue el ministro moderado de Isabel II, durante largo tiempo, Egaña el que calificó a las provincias vascongadas de nacionalidad.
Ante este populismo de la intelectualidad progresista no dejó de ser ajeno ni el ortodoxo Marx (‘Nueva Gaceta Renana’, 1849), pues llevado de esta corriente de atracción hacia el pueblo frente a las élites dirigentes, acabaría escribiendo alguna nota sobre la naturaleza popular del carlismo frente a ‘los papanatas que copiaban de la revolución francesa, que en la mayoría de los casos pensaban con cabeza francesa o traducían -embrollando- de Alemania’. No es extrañar que el inicial republicanismo español se encontrara compartiendo monte con otras partidas carlistas, y que el republicanismo federal de Pi y Margall, o el krausismo español, considerasen la base de sus sistemas políticos el pacto entre las diferentes partes sociales y territoriales y el Estado. A la hora de la verdad, bajo su presidencia en la I República, el cantonalismo acabaría llevándolo hasta sus últimas y caóticas consecuencias.
Así como el romanticismo del XIX hizo surgir los nacionalismos que desterró el racionalismo del siglo XVIII, como nos indica Hobsbawm -siendo Mancini y los carbonarios auténticos apóstoles de los movimientos nacionalistas- en España el fenómeno no fue llamativo. Los movimientos de Joven Italia, Joven Alemania, Joven Polonia, etc., que se extendieron a todas las nacionalidades tubo una corta versión bajo González Bravo, hasta el momento que lo nombraran primer ministro. El radicalismo liberal europeo se entregó al nacionalismo, pero en España fracasó junto a una serie aventuras militares en el exterior, modestas iniciativas de exaltación nacionalista en Perú, México o Conchinchina -y la dureza de la guerra de África-, a imitación de las de otros países europeos, bajo el mandato de O’Donnell, que acabaron en el ridículo y que no supieron elevar el patriotismo de las masas españolas. Por otro lado, la escuela pública, instrumento en Francia para la formación republicana y nacional, en España estaba en sus albores, o en manos de un clero en su mayoría antiliberal.
El nacionalismo español fue muy débil. En ello se basa la profesora Koro Rubio para encontrar razón a la supervivencia de la autonomía foral: ‘La debilidad del nacionalismo español como fuerza de cohesión social del territorio estatal también contribuyó a esto[la autonomía foral], pues a diferencia de otros países la construcción de un Estado moderno y centralizado fue menos resultado del nacionalismo político que consecuencia de un largo proceso de adaptación de la maquinaria del Estado a los diferentes problemas de la sociedad española’.
El nacionalismo español fue débil pues la izquierda no lo asumió, el republicanismo se sintió ajeno a él, cediéndolo a los sectores conservadores que, a su vez, lo concibieron exclusivamente como una emanación histórica ajena al presente liberal. Y cuando el progresismo o el republicanismo se acercaba a él lo hacía bajo el cauce ya marcado historicista, con referencias visigóticas, o a los comuneros. Por el contrario, el regionalismo, el foralismo en el caso vasco, o la Renaixença en Cataluña, que alentados por un romanticismo local acabaron en nacionalismos, sí que fue fuente de reivindicación e inspiración para la izquierda, obviando absolutamente su naturaleza conservadora y tradicional. En mi modesta opinión, la fuerte tendencia centrífuga de la que hicieran gala los republicanos, el cantonalismo, muestra a las claras el fracaso del nacionalismo español.
El profesor Ortiz Orruño (17) destaca la adhesión a la causa foral vasca del progresismo encarnado muy pronto por el demócrata José María Orense, influyente ideólogo en este partido y en el republicanismo en general, que creía encontrar en el régimen foral todas las virtudes democráticas y republicanas: ‘Contra las ensoñaciones de Orense -escribe Orruño-, el régimen foral no era democrático (ni pretendía serlo). El gobierno provincial estaba en manos de un reducido grupo de familias terratenientes, socialmente muy conservadoras y políticamente conectadas con palacio y el partido moderado’, Y sin embargo, siguiendo a este autor, la revolución del sesenta y ocho alumbró a muchos políticos e intelectuales vascos, Becerro de Bengoa, Echevarrieta, Arrese, que sostuvieron con ‘entusiasmo digno de mejor causa que la ancestral ‘constitución vascongada’ se había anticipado a las reivindicaciones de la democracia…[por lo que] propusieron que el futuro Estado democrático y federal se organizase extendiendo el modelo vasco a todas las provincias españolas’. A ello añade este autor que ‘el mito de la Vasconia como tierra de libertad fue compartido también por Pi i Margall (‘Las Nacionalidades’, 1877, capítulo X y XI) …y por Emilio Castelar’, Parece ser que de esta epidemia foralista sólo se libra entre los republicanos vascos Joaquín Jamar, en un diagnóstico negativo del foralismo más acertado que el de la gran mayoría de sus apasionados compañeros de militancia revolucionaria.
Esta ausencia de discurso patriótico desde la izquierda, no ya nacionalista, es de unas consecuencias políticas graves en el futuro. La acrítica asunción por parte de ésta de todas las leyendas negras, y su incapacidad de construir un discurso republicano, no permite crear un marco ideológico suficiente para la convivencia política. Parecía que estas carencias se habían superado con la exaltación del encuentro que supuso la Transición democrática, pero hoy en día ni siquiera ella queda en pie. La izquierda vuelve por los derroteros de que la guerra del treinta y seis no se debió perder, que todavía está por ganarse, de ahí las comisiones de la memoria histórica. Su historia.
La discutible hipótesis sobre la incompleta revolución liberal española
En lo que posiblemente tuviera razón Marx es en considerar erróneo extrapolar la experiencia francesa o alemana a España. Es evidente una actitud idealista cuando se intenta proponer un modelo de cómo tendría que haber sido la revolución en España. En España la revolución fue como fue, salvando los inconvenientes y obstáculos diferentes a los que se dieron en esos dos países europeos, resultando poco académico considerar que dicha revolución en el caso español -como plantea mi admirado Antoni Jutglar, siguiendo la estela discursiva de Vicens Vives- resultara incompleta.
Es cierto que en gran medida la etapa final del liberalismo español con la Restauración Canovista tuviera mucho de fraude, y que su colofón final, la II República, acabara en tragedia. Pero las cosas cambiaron, y siguieron cambiando a pesar de iniciativas políticas e incluso revolucionarias que acabaron en desastres. La negación de cambio hoy incluye, en el colmo de la negación de la realidad, el profundo que supuso la Transición española. Es cierto que el liberalismo español perdió su impulso, y que políticamente pueda incluso achacársele fracaso, pero otras realidades sociales, muchas veces por condiciones exteriores (la presencia política y económica extranjera, Europa se iba configurando a pesar de sus enfrentamientos) promovieron los cambios necesarios. Precisamente cuando éstos se hicieron sin declaraciones de ruptura y enfrentamiento es cuando tuvieron más éxito, cosa que el carpetovetónico guerrillero hispánico (o vasco, o vasca, o catalán o catalana, o vallecano, o vallecana, o galapaguense), pletórico de adanismo, es incapaz de asumir, creyendo, como en el siglo XIX y parte del XX, que el cambio se hace con la guillotina, en el paredón o con el tiro en la nuca. (Perdonen la disquisición).
Refugiándonos de nuevo en el academicismo. Sólo un idealismo extremo puede arrastrarnos a considerar la perfección en los comportamientos humanos, no sólo una concepción liberal rotundamente lo rechazaría, sino, probablemente, la neutralidad académica también.
Vicens Vives no dudó en manifestar refiriéndose a la Restauración que ‘durante más de dos décadas, hasta 1998, el país vivió ficticiamente. Ignorada por el aparato gubernamental, la masa del pueblo se desinteresó de la cosa pública; sólo le preocuparon sus propósitos inmediatos, ya fuere la consolidación de una tarifa de arancel o la airada protesta contra una miseria excesivamente próxima. Casi todas las disidencias tuvieron un tono menor, cuando no siguieron los extravíos del atentado irresponsable’. En este sentido, refiriéndose al periodo anterior de la década de los años treinta, Antoni Jutglar incide en el mismo sentido: ‘…las burguesías hispánicas fueron incapaces de efectuar plenamente su revolución de clase. Es éste un hecho capital de la contemporánea historia española’, achacándoselo a su inmadurez en ‘la toma de conciencia y del movimiento social de clase’.
En cierto que hasta la Restauración el político es un político temperamental dado a la retórica más explosiva, y si a ello lo acompañamos de la radicalidad de algún general del que se hacía acompañar, la distancia entre la arenga y el comportamiento final adolecía de proporcionalidad. Pero ese comportamiento fue generalizado durante los largos periodos revolucionarios en toda Europa, difíciles de comparar con los comportamientos de los partidos y políticos más templados constituidos al socaire del sufragio universal al final del siglo.
Sin embargo, es cierta una serie de consecuencias perniciosas para el futuro. El liberalismo español no supo canalizar un devenir político no sólo en armonía, sino que procediera a ofrecer una continuidad en las ideologías y la política. Sin duda el enfrentamiento que surge desde la guerra de la Independencia, el cainismo español, el enfrentamiento civil, perdura a lo largo de los años. No existe una alternancia en el poder salvo por medio de la violencia, en general las opciones de izquierda se ven apartadas del acceso pacífico al Gobierno, y cuando eventualmente lo consiguen sus propias contradicciones le hunden en la más absoluta frustración. La debilidad del discurso liberal produce dos efectos, la distancia entre sus dos grandes partidos, y que sus ideas no fomentaran las siguiente en el mundo demócrata, republicano y socialista que iba paulatinamente surgiendo. Para colmo vino Franco -que era un antiliberal confeso- y apagó la luz de la política durante cuarenta años. Esa debilidad discursiva, también produce que el nacionalismo no sea nacional sino el periférico, un problema de importancia en la actualidad.
Este cúmulo de hechos que van a particularizar el devenir político español está expresado por el profesor Sánchez Montero: Hasta 1868 ‘…los obreros no habían hecho más que participar en movimientos políticos, apoyando a los distintos partidos. Pero su desengaño se había ido incrementando a medida que iban viendo frustradas sus esperanzas […], que los políticos les había defraudado una vez alcanzado el poder. De ahí que el trabajador español, a diferencia de lo que había ocurrido en otros países de Europa, adoptase una actitud incívica, opuesta a todo lo que significase política, porque la política corrompe…’. Pero ese trabajador español no fue ajeno, ni lo es, a la fuerte cultura de enfrentamiento, al espontáneismo y voluntarismo político, a su fácil seducción por concepciones acráticas a la vez, y, en el colmo de la contradicción, a ser atraído por el comunitarismo de cualquier nacionalismo periférico de profunda naturaleza reaccionaria. Esto sí, estas perversas consecuencias, pueden atribuirse a la forma propia que adoptó la revolución burguesa en España.
Ante tales contradicciones, la seducción por los núcleos sociales tradicionales por parte del krausismo, o el pactismo phroudoniano del federalismo de Pi i Margall -que más que desconfianza liberal ante el Estado muestra un rechazo de naturaleza anarquista-, no hay que extrañarse de la reacción legitimadora del Estado que planteara, como acertadamente trae Laporta, Azaña, y que tiene en Unamuno -un comportamiento republicano defensivo que diría Soroa-, ‘uno de los pocos liberales españoles que no apoyan ningún intento de descentralización, y, mucho menos, de federalismo español’. Este autor aporta los argumentos que Unamuno usara en la prensa frente a Araquistain en 1931. Una sana, y muy liberal reacción, ante el resultado fundamental, que no cívico, de la deriva hacia lo periférico del largo proceso liberal en España:
‘Y sé que ese individuo español, indígena de la región donde viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en lo que llamamos Estado español […]. Por individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando contra los poderes intermedios, comarcales, regionales, o lo que sean, que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad universal’.
NOTAS:
12.- Javier Pérez Núñez, ‘La Diputación Foral o la Síntesis al Contencioso Decimonónico entre Fueros y Constitución’, en la obra de varios autores ‘Los Liberales Vascos…’, Fundación Sancho El Sabio, Vitoria 2.002, Op. Cit., pps. 217 y 221.
13.- E.J. Hobsbawm, ‘Las revoluciones Burguesas’, Guadarrama, Madrid 1971, p.217.
14.- Juan María Sánchez Prieto, ‘Fuerismo e Historiografía. La Memoria Política Vasca anterior al Nacionalismo’, ‘Los Liberales Vascos…’, op., cit., p. 356.
15.- Artola, M., ‘La Burguesía Revolucionaria’, Op., cit., p. 214.
16.- ‘Sus promotores sostenían la creencia de que la libertad intelectual y el autoperfeccionamiento moral eran las condiciones necesarias para el progreso de una sociedad atrasada, como o era la sociedad española’. Rafael Sánchez Montero, ‘El Siglo de las Revoluciones en España’, Óp. Cit. p. 274.
17.- José María Ortiz Orruño, ‘El Fuerismo Republicano (1868-1874)’, ‘Los Liberales Vascos…’, op., cit., pps., 379, 382 y 386.