Hace más de un siglo, Le Bon describió a la masa humana con tal nitidez y precisión que ni siquiera Freud se atrevió a modificar una coma de aquella definición nosográfica. Así pues, seguiré a los clásicos, sin academicismo, por si nos ayudan a entender esos epifenómenos que nos da el fútbol como “espectáculo de masas”…
La masa es una agrupación informe, o casi informe, que se sitúa en la frontera del puro gregarismo, donde coincide con la turba y el tribalismo. Allí, el individuo desparece y emerge el conglomerado humano, con un grado de informalidad pasmoso, que sólo obedece a una razón de ser que, a su vez, puede ser casual y efímera. En el caso que nos ocupa, la masa, engreída de poder, se considera el jugador número doce, convocado para vociferar y amedrentar con sus alaridos a los once jugadores del equipo rival.
Toda masa es anónima. Las personas que la integran, aunque sean ingenieros o abogados, no cuentan como sujetos diferenciados, que tienen tras de sí una identidad y una trayectoria existencial propia; no operan por su ideología, ni por su criterio o sus procesos discursivos mentales. Su presencia sólo se justifica porque han venido a “jugar”; es decir, increpar al equipo contrario, amilanarlo con pitidos, bufidos e insultos a discreción. Crean un campo energético incandescente de emociones disfóricas para achicharrar la voluntad y creatividad de los jugadores auténticos. De hecho, esta artimaña tiene éxito, porque no es igual que un equipo juegue en su campo que en campo contrario. Las mafias dirigentes conocen el fenómeno y crean y alientan la proliferación de hinchas del equipo propio, financiándolos y facilitándoles emblemas y uniformes que contribuyan a la masificación.
Con tal de neutralizar al rival, vale cualquier elemento, sin límite moral alguno: rasgos étnicos (Vinicius), condiciones psíquicas (C. Ronaldo, L. Messi), bulos y avatares de su intimidad familiar: todos los jugadores tienen madre, mujer o novia, e hijos. Los jugadores visitantes no tienen derechos, se les puede humillar sin piedad y allanar su identidad con saña, con tal de neutralizarlos.
La situación es una hybris colectiva, una suerte de locura pública; las emociones desatadas son de carácter destructivo, absolutamente contrarias al espíritu deportivo y promotoras de la agresividad y la saña hasta la muerte. La masa descarga adrenalina sin miramientos, con el fin de obligar al contrario a que secrete tanto cortisol, que lo inhiba o, al menos, anule su destreza lúdica. Esto es una paradoja, porque de ese modo la masa, empecinada en ganar, se impide a sí misma disfrutar de un buen espectáculo.
Efectivamente, lo único que importa es ganar en casa a cualquier precio. No dudan en despreciar el valor agonal de la contienda, en la que dos equipos virtuosos del deporte se enfrentan para lucir sus habilidades y estado de forma, su capacidad de coordinación y las sinergias que son capaces de desarrollar. El arte, o la artesanía de jugar nada valen frente a los tres puntos que andan en juego y la posible oscilación en el palmarés.
Es decir, que el jugador número doce no va a disfrutar, sino a sufrir agónicamente: si pierde, porque se le escapan los tres puntos, y si no gana con holgura por si sobreviene el empate, o incluso la remontada del visitante. Un sin vivir, que dura 90 minutos de angustia.
Encima, hay que soportar las apreciaciones casuales de los árbitros, sus dudas y veleidades, así como la contundencia misteriosa y oculta del Var. ¡Con la de dinero que hay por medio! Porque no podemos obviar que el fútbol es el tercer negocio del mundo, tras el tráfico de armas y droga…Resultaría chocante que fuera un negocio limpio, detentando un rango tan alto y codeándose con el petróleo de los ayatolás, las armas y la droga.
Pep Guardiola, nacionalista catalán de altura, preguntado por el racismo español, se ha decantado por la fatalidad, conociendo un poco el país…Sin duda, es una proyección personal, porque todo nacionalista tiene un ingrediente racista y xenófobo, como bien demostró el ínclito Sabino Arana, también loco, aunque no iba al fútbol.
Por otra parte, de las mafias sólo puede esperarse procedimientos y tácticas mafiosas, no la regeneración. Por tanto, son los poderes públicos los que deben intervenir poniendo la camisa de fuerza e inyectando haloperidol en vena, allí donde sea preciso; especialmente, donde se cometen delitos, ahora con el beneplácito de los directivos.
Yo no creo en fatalidades, ni en la resignación de la impotencia. Seguramente, para meter mano en este tinglado se necesitarán personas con más cuajo que Miquel Iceta, a la sazón ministro del ramo, cuyas dotes de bailarín nadie discute. Pero, el racismo, los insultos al Rey, la agresión contra el rival, requieren, de momento, tarjeta roja y no paños calientes. Las sanciones, revisadas de inmediato, que se habían puesto al Valencia han de aplicarse contundentemente, siempre que se cometen delitos. Es un tratamiento de choque doloroso, para contener la vesania.
Mi confianza, a más largo plazo, está en la pedagogía, la educación con valores, la gestión del conflicto, la creación de espacio para la confrontación y el juego limpio. Prevenir es mejor que curar. Equipos de renombre tienen una extensa red de escuelas deportivas aquí, o distribuidas por el tercer mundo. Además de a dar patadas a un balón, ¿qué enseñan a sus pupilos?, o ¿es que sólo interesa crear canteras, fomentar la hinchada y desgravar impuestos? Es un área de intervención que, posiblemente, nadie está tocando, por tratarse de un negocio tan importante… Los resultados están a la vista.