Pararse, observar y contemplar lo vivo para comprender y respetar su naturaleza profunda no es algo sencillo para nosotros, acelerados humanos de la era digital.
No obstante, como seres humanos tenemos (o deberíamos tener) la capacidad de conocer las formaciones vivientes en cuanto tales, comprender las relaciones entre sus partes externas, tangibles y visibles como indicios de lo que se mueve en su interior y así dominar la totalidad mediante ese grandísimo poder que es la intuición. Esta aspiración científica de la que ya nos habló Goethe (entre otros) se relaciona íntimamente con el impulso artístico y creador del ser humano.
No hay, pues, forma en la naturaleza que no esté en movimiento, en perpetua transformación, en un continuo devenir, conectada con otras formas orgánicas de las que se nutre en una especie de danza de intercambiabilidad universal y correspondencias cósmicas.
Los seres vivos no somos objetos presentes en un momento dado y desconectados de lo demás. Somos, en realidad, un evento; un proceso que se desarrolla en el tiempo y en un contexto preciso: nuestro hábitat.
Nos decía Goethe que al estudiar, el científico, una mariposa que extrae por fuerza de su hábitat natural ocurre lo siguiente: » el pobre animal palpitará dentro de la red y perderá luchando sus más bellos colores y, aun consiguiendo capturarla intacta, la mariposa se verá igualmente acabando su vida en un alfiler, en una forma rígida y sin vida; el cadáver vive […]»( La metamorfosis de las plantas). El cadáver de la mariposa ha dejado de ser una mariposa, en la medida en que ha dejado de formar parte de su proceso vital. El científico podrá analizar la anatomía del cadáver, la composición orgánica del ser muerto (separado de la totalidad) pero su análisis será pobre, fragmentario e insuficiente.
¿Acaso no somos los seres vivos como fragmentos de una melodía musical? ¿Qué científico se atrevería a cercenar una melodía para analizar sus partes? Nos parece obvio que la música solo puede ser percibida al filo del tiempo. Una nota o un conjunto de notas escuchadas en un instante no nos aportan ninguna idea de la melodía.
De la misma manera, el ser humano que viene al mundo forma también parte de su propio proceso vital. El genoma humano funciona de la misma manera que una partitura musical. En un pentagrama encontramos una secuencia de notas, pero existen otros símbolos que nos indican cómo hemos de tocarlas. Podremos hacerlo más rápido o leerlas en clave de sol o de fa. Tampoco sonará igual si le damos vida a esa partitura con un piano, un violín o una guitarra eléctrica. Todas estas variantes se corresponderían con las marcas epigenéticas. La madre natural, a la que el bebé busca instintivamente, también interviene en su expresión genética.
Madre e hijo forman parte de un proceso simbiótico en el que ambos comparten una misma melodía sensorial de olores y sensaciones.
Valle Inclán definió la belleza como la intuición de unidad del universo. Esa inteligencia invisible que lleva a las raíces de un árbol a buscar el agua bajo tierra, a volverse ácidas a ciertas plantas para protegerse del animal que devora alguna del grupo o a buscar el calor de la madre el bebé que acaba de nacer. Todo ello en una danza universal que es el reflejo de la armonía del cosmos. Cuando un ser humano es capaz de sentir, a través de la intuición, esa unidad, florece inmediatamente en su corazón el vínculo con lo sagrado; y probablemente la razón es que unidad universal está íntimamente relacionada con ese gran sentimiento que es el amor.
Al científico que separa a la mariposa de su hábitat para encerrarla en una vasija, lo mueve su deseo, en este caso un deseo de conocimiento, de la misma manera que las personas que firman un contrato por el cual aceptan destruir el hábitat de su presunto «hijo», se mueven por un deseo de amor, que no es lo mismo que moverse por amor. El amor no separa a un bebé de la madre que lo ha traído al mundo. El amor no permite desechar un bebé porque no esté sano o dejarlo en un orfanato como ocurre en algunas ocasiones, pues los contratos de gestación subrogada prevén también cláusulas tan macabras como estas.
Para entender la diferencia entre un derecho y un deseo hay que partir de la separación entre ley natural y el positivismo jurídico, que está relacionado con el positivismo científico general del siglo XIX.
Los grandes positivistas jurídicos como Kelsen, defendían que la ley, y luego también el derecho de un individuo, es lo que formalmente se implementa a través de un acto legislativo por las autoridades competentes de un sistema reconocido. La “teoría del derecho natural” dice, por otra parte, que la ley, y por tanto también el derecho de una persona, es una derivación de una fuente de valor superior, cuya fundamentación pasó de ser teológica en un primer momento a fundamentarse en la razón, después, con Kant o en la naturaleza, como leyes que rigen naturalmente la vida de los animales, con Hobbes. La ética y la moral se conectan directamente con esa fuente de valor superior.
Bajo la óptica del «positivismo», todo es susceptible de legitimidad, si ha sido debidamente establecido por la autoridad competente en el marco de una sociedad organizada. La ética, en este caso, no radica en ninguna instancia superior, sino que deriva del pacto social y un derecho es lo que la sociedad se formula a sí misma a través de un acto legislativo. Esta formulación tiene como ventaja que evita cometer errores interpretativos basados en la existencia de una ley superior cuya fuente intuimos, pero no sabemos definir con precisión. Sin embargo, su mayor desventaja es que separa la ley de la probabilidad de justicia ya que, por ejemplo, una ley que otorgase a los nazis el derecho de llevar a cabo un genocidio puede, interpretada a la luz del positivismo, justificarse como legítima.
Entre los derechos fundamentales existen una serie de derechos ligados a la persona que nos parecen indiscutibles como es el derecho a la vida, a la igualdad de trato o a la libertad de expresión que tienen que ver con el principio de unicidad, en el sentido de inseparabilidad. Son derechos obvios porque son consustanciales a la persona, inseparables de la misma: forman una unidad.
Otros derechos como el derecho de propiedad son convencionales e inevitablemente de carácter positivista.
El derecho de propiedad podría decirse que nació del deseo de posesión de la tierra y tiene un sesgo de separabilidad (sujeto, individuo- objeto, tierra).
Los derechos que tienen ese sesgo de unicidad son derechos superiores. Si el derecho a la vida entrase en colisión con el derecho de propiedad, primaría obviamente el primero.
Si hipotéticamente, a través de un acto puramente positivista (pues no puede ser de otro modo) convirtiéramos un deseo en un derecho y legalizásemos la gestación subrogada, esta entraría en colisión con un derecho superior basado en la unicidad del principio de filiación natural que tiene que ver con el derecho de ese pequeño a empezar su vida formando parte de su propio hábitat. Por lo tanto, el presunto derecho de gestación subrogada siempre estaría por debajo del derecho de filiación y sobre todo del derecho a la dignidad de la persona, que impide que podamos ser vendidos o comprados como simples objetos.
De la misma manera que Goethe pensaba que la mariposa dejaba de ser mariposa una vez arrancada de su propio proceso vital, me pregunto si no les ocurrirá lo mismo a esos humanos nacidos de un contrato de compra-venta que no son fruto del amor (unicidad) sino del deseo de ser amados (separabilidad).