El siglo XXI parece haber traído consigo un profundo cambio de registros en la filosofía. La llamada filosofía posmoderna, que triunfaba a finales del siglo XX, parece que se va desvaneciendo desde el cambio de siglo. La influencia de los posmodernos sigue siendo, no obstante, muy amplia. Del subjetivismo y el voluntarismo posmodernos, se siguen alimentando movimientos como el animalismo, el LGTBI, el feminismo radical, la corrección política, etc. Pero ya no posee en la filosofía la influencia que llegó a desplegar en sus mejores momentos.
Tras la formulación de los grandes sistemas filosóficos del idealismo alemán y del positivismo, en la primera mitad el siglo XIX, la filosofía se sumió en una crisis que no ha sido aún restañada. Esta crisis de la filosofía ha alcanzado su máximo exponente con la filosofía posmoderna en particular. Pero también ha sido producto de las trayectorias seguidas en los últimos cien años por todos los anti-realismos que, en general, predominaron en el siglo XX, especialmente en su parte final. La deriva anti-realista del siglo XX llegaría al cuestionamiento y hasta a la negación de la misma realidad y de la verdad, por los posmodernos.
La filosofía del siglo XX, incluso el presunto materialismo marxista, fue predominantemente anti-realista, en casi todas sus versiones, pero la filosofía del siglo XXI se orienta de nuevo hacia el realismo. La “deconstrucción”, que fue una de las características identificativas de los posmodernos -aunque sea anterior a ellos-, ha dado paso a una línea de reconstrucción de los fundamentos de la filosofía, que se habían visto arruinados por el escepticismo radical subyacente a todos los anti-realismos que proliferaron en el pensamiento europeo, desde finales del siglo XIX.
La tarea que se planteó llevar a cabo la filosofía posmoderna, al proponerse negar la objetividad, la verdad y hasta la propia realidad, era una tarea difícil, realmente hercúlea, No causa extrañeza el creciente retorno a posiciones realistas en filosofía. El sentido común debía recuperarse en algún momento. Y es que la realidad es vieja, muy vieja. Por ahí, exactamente por la realidad, es por donde empezaron los presocráticos. Y es que acostumbramos a traducir la voz griega physis, por “la naturaleza”, cuando posiblemente deberíamos reparar en que también se puede traducir por “la realidad”, pues physis significa ambas cosas.
La originalidad de la filosofía, su peculiaridad como disciplina teórica, no se ha debido tanto a los grandes asuntos de los que tradicionalmente se ha ocupado, aunque también. No se lo debe a eso o, mejor dicho, no lo debe solo a eso. Lo debe más al cómo lo ha hecho y al como lo hace, mediante el establecimiento de las bases de todos los saberes, científicos y humanísticos. Unos saberes que no podían surgir de las “sabidurías” pre-helénicas, como las propias de los chamanes, brujos, druidas, sacerdotes, oráculos o profetas, anteriores a los griegos. Los saberes que crearon los griegos partían de la observación de la realidad (physis), con el propósito de avanzar con objetividad en su conocimiento verdadero.
La filosofía, si realmente lo es, no puede ignorar o negar la realidad. Lo que ha de hacer es afrontarla, tratar de aprehenderla y comprenderla. Pero el posmodernismo, al declarar que todas las realidades son de construcción social e infinitamente manipulables, negó la misma realidad, convirtiéndola en pura subjetividad. En lógica consecuencia, una vez negada la realidad, la verdad devino en la posmodernidad igualmente inútil e imposible, en sí misma. Además, la verdad se cuestionó también porque, ante “valores” más importantes y “elevados”, como son la justicia social o la solidaridad, no se consideró aceptable que pudiera prevalecer la objetividad.
En todo caso, y en lo que se refiere estrictamente a la cuestión de la verdad, la crítica posmoderna no ha podido superar el argumento de Platón (427-347 a. C.), expresado en su diálogo Gorgias, que no ha perdido vigencia y sigue siendo irrebatible: cuando alguien afirma que la verdad no existe, lo hace en la convicción de que eso es una verdad incuestionable, pese a la contradictio in terminis, o más aún, paradoja, en la que incurre al afirmarlo.
Los planteamientos posmodernos, como era previsible, se han estrellado en una escollera insuperable. Nunca pudieron pasar la prueba del contraste con la existencia de hechos absolutos y de realidades indudables. La vida y la muerte de todos y cada uno son hechos reales, que no pueden reducirse a ser considerados como meras interpretaciones. La muerte es una realidad. No se puede reducir a considerarla una mera construcción social, ni admite muchas manipulaciones: es rigurosamente objetiva y verdadera. Esta constatación irrebatible, y algunas otras, han servido de base para que la filosofía haya empezado a abandonar las fantasías posmodernas y a retomar la realidad. Se ha iniciado una vuelta a las cosas mismas, que no son meras “construcciones manipuladas”, sino que son hechos reales, verdaderos y objetivos.
La principal característica de la posmodernidad, más que ninguna otra, ha consistido en la negación de la posibilidad de los “hechos” objetivos. Los hechos, no existen y son sustituidos por las “interpretaciones”, consideradas como única “realidad” perceptible posible para los posmodernos. Mas, a diferencia de los hechos, las interpretaciones nunca se deciden por su mejor adecuación a la realidad y a la verdad, sino por su mayor o menor aceptación entre el público, al igual que sucede con las creencias. Y hechos como la muerte no son meras creencias, que puedan modularse o manipularse: son hechos objetivos, reales, imposibles de ignorar.
La filosofía posmoderna ha desplegado la fuerza de sus “razones” mediante el empleo de tres líneas básicas de argumentación, Las tres son muy sofísticas (en su peor sentido), pero han demostrado poseer una indudable eficacia: la descalificación de las posiciones contrarias, reducidas a simple “dogmatismo”, la minusvaloración de la razón y el intelecto, reducidos a rechazables “mecanismo de dominación”, y la des-objetivación, ya mencionada, que postula la inexistencia de los hechos, pues sólo existen las “interpretaciones”. Muchos movimientos que se pretenden de izquierdas, como el denominado “marxismo cultural” (sea eso lo que sea), asumen en sus discursos políticos esas mismas técnicas posmodernas. Revisémoslas.
La descalificación de la filosofía se realizó mediante la puesta bajo sospecha de las nociones filosóficas más importantes, como “realidad” y “objetividad”. El objetivismo es visto, por los posmodernos, como la causa del peor dogmatismo, por lo que dichas nociones deben ser rechazadas o, al menos, tomadas con suma precaución. De hecho, quien las emplea, si no ironiza sobre estas nociones, comete un acto de violencia o, peor, de ingenuidad. Partiendo de Kant (1724-1804), que estableció el predominio de los esquemas conceptuales sobre la realidad, y con apoyo en Nietzsche (1844-1900) y su “revuelta contra la filosofía sistemática”, el posmoderno no se ocupa de “las cosas en sí mismas”, sino que se centra, siempre y sobre todo, en la percepción de los fenómenos.
La minusvaloración de la razón y del intelecto se asocia a lo anterior en una especie de dialéctica, de acuerdo con la cual el deseo termina constituyendo, por sí mismo, un elemento emancipador. De nuevo, la referencia es el irracionalismo de nietzscheano. De acuerdo con él, el cuerpo tiene sus “grandes razones” y el deseo, encarnado ahí, ha de ser satisfecho. Es la “revolución dionisiaca” enfrentada contra el hombre racional, representado por Sócrates (470-399 a. C.). Una revuelta dionisíaca para la que la norma moral viene a ser una especie de impedimento para la revolución de los deseos del cuerpo. En 1972, en el Anti-Edipo, Deleuze (1925-1995) y Guattari (1930-1992) reafirmaron el nexo entre deseo y revolución, y Foucault (1926-1984) publicó La voluntad de saber, primer volumen de su incompleta Historia de la sexualidad, que consideraba al sexo como instrumento de control y de autoridad, del que había que liberarse.
Como instrumento de minusvaloración o de desvalorización, los posmodernos utilizaron la crítica nietzscheana a la moral, que propone que la diferencia entre bien y mal morales estriba en el ejercicio de la voluntad de poder. Pero lo que sintetiza a la posmodernidad, y que en cierto modo sería el núcleo de las dos ideas anteriores, es la des-objetivación, es decir, la proposición de que la objetividad, la realidad y la verdad son un mal, e incluso que la ignorancia es una buena cosa. El nietzscheanismo ha promovido esta idea, pues afirma que la verdad no es otra cosa que un mito, una metáfora, o bien la manifestación de la voluntad de poder, de suerte que el saber no sería valor en sí mismo, sino un instrumento o mecanismo de dominación.
Esas tesis, en la filosofía posmoderna, se han combinado con un kantismo radicalizado que, dejando inaccesible el conocimiento de la denominada “cosa en sí”, limitaba a realidad a solo la “realidad perceptible”. Los posmodernos han propugnado un irracionalismo que considera que sólo es posible acceder al conocimiento del mundo mediante esquemas conceptuales, mediante representaciones creadas ad hoc. La realidad se transforma así en pura “construcción subjetiva” de realidades desconectadas de la realidad objetiva. El lema “otro mundo es posible”, aunque no sepamos cuál, ni cómo, es buena muestra de la actitud posmoderna trasladada a la política.
Esa idea posmoderna de “construcción de la realidad” se fundamentó también en la teorización de la “sociedad del espectáculo” efectuada por Guy Debord (1931-1994) y los situacionistas, a finales de los años 60’ del siglo XX. En la sociedad del espectáculo prima la aceptación por el público, no la verdad o la objetividad. La sociedad del espectáculo consiste en la yuxtaposición de programas diversos: se dramatiza un evento real transformándolo en semificción, de sustantividad onírica, como en La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca (1600-1681). Así, resulta imposible distinguir entre ficción y realidad, o entre ciencia y superstición. La sociedad del espectáculo no es un producto posmoderno, aunque lo asuma, sino un instinto arraigado en las bases de la ilusión del ser humano, que busca mistificar a su conveniencia lo que le rodea.
La posmodernidad terminó por crear un auténtico anti-realismo mágico, una doctrina que atribuye al espíritu un dominio incontestado sobre el curso del mundo. La realidad se reduce a pura subjetividad para los posmodernos, y el sentimiento queda muy por encima de la razón y del conocimiento. Ha sido contra este espíritu de creadores de realidades fantasiosas, contra lo que se ha comenzado a rebelar la filosofía en el nuevo siglo XXI, retornando al realismo. El Nuevo Realismo, creado por el italiano Ferraris (1936) y popularizado por el alemán Markus Gabriel (1980). –ver artículo sobre Gabriel en Entreletras-, encabezan el nuevo movimiento.
Esta respuesta ante los desvaríos posmodernos ha tratado de restituir su legitimidad, en filosofía, en política y en la vida cotidiana, a la verdad, a la objetividad y a la realidad. Unas nociones éstas que, entre los posmodernos, se consideraron una mera ingenuidad filosófica e incluso, muchas veces, una manifestación de conservadurismo político, pues apelar a la realidad, en una época aún ligada al eslogan de “la imaginación al poder”, aparecía como un rechazo al cambio, una inaceptable aceptación del mundo como es. En los últimos treinta años se ha demostrado exactamente lo contrario, es decir, que el mundo sólo se puede transformar si se conoce de verdad, objetivamente.
Las extravagancias en que han incurrido los posmodernos han generado una reacción de alcance mayor que el inevitable movimiento pendular que hace que, cuanto más se estire hacia una dirección, más lejos se reaccionará después en la contraria. El fenómeno va mucho más allá de estos movimientos inerciales. La posmodernidad ha impulsado ideologías dominantes en la actualidad en los entornos de la izquierda política, de modo muy especial en sus versiones más radicales. Aunque no está nada claro que esos planteamientos se puedan considerar, seriamente, como progresistas, sino que son, más bien, todo lo contrario.
Son ideologías que declaran su propósito de acabar con las instituciones nucleares que sostienen la democracia constitucional. Destruir la libertad de enseñanza, la libertad de expresión, la presunción de inocencia, la libertad individual, y hasta la misma identidad sexual, en general, se han convertido en lemas “revolucionarios”. Este ataque se lanza desde la creencia de que la libertad es un constructo opresivo que deben ser aniquilado. Pulsiones puramente destructivas, de fuerte impronta autoritaria, que deberían considerarse inaceptables desde los presupuestos más básicos del progresismo, o de la izquierda clásica.
Pese a lo insatisfactorio de los efectos generales desplegados por la posmodernidad sobre el pensamiento, no sería justo dejar de mencionar que los posmodernos, aparte de su escepticismo nihilista, han realizado también algunas aportaciones destacables que deben ser mencionadas, al menos.
La “deconstrucción”, que deshace analíticamente algo para darle una nueva estructura reveladora de su verdadera naturaleza, se utilizó inicialmente para mejorar la comprensión de la relación entre texto y significado. No es exactamente posmoderna, pues procede del estructuralismo. Fue definida por Derrida (1930-2004), quien la teorizó de diversas formas. En su formulación más simple, se puede considerar como una crítica del platonismo y de la idea de “formas verdaderas”, o esencias, que tienen prioridad sobre las apariencias. Derrida fue estructuralista antes que posmoderno. La deconstrucción pone el énfasis en la apariencia o sugiere, al menos, que la esencia se agota en la propia apariencia. Como método de análisis, la deconstrucción ha posibilitado mejoras analíticas, si no se aplica dogmáticamente.
La deconstrucción permitió conocer que el lenguaje, especialmente en conceptos ideales como “verdad” y “justicia”, es irreductiblemente complejo, inestable y difícil o imposible de determinar. Muchos debates de la filosofía en torno a la ontología o la metafísica, la gnoseología o epistemología, la ética o moral, la estética, la hermenéutica y la filosofía del lenguaje recibieron y aplicaron la deconstrucción a sus análisis. Desde la década de 1980, el deconstructivismo ha inspirado una amplia renovación teórica en las humanidades, incluidos el derecho, la antropología, la historiografía, la lingüística, sociolingüística y el psicoanálisis. La deconstrucción también ha inspirado el llamado deconstructivismo arquitectónico, y sigue siendo una importante herramienta analítica en arte, música y crítica literaria.
Además, algunas obras de los autores posmodernos más importantes siguen constituyendo importantes hitos analíticos. Por ejemplo, la magnífica obra de Foucault Las Palabras y las Cosas (1964), aunque esta obra pertenezca al periodo estructuralista de este pensador francés. O como sucede con las no menos imprescindibles obras de Deleuze, Diferencia y Repetición (1968), o la Lógica del Sentido (1969), aunque sean obras que también pertenecen a momentos de este autor, previos a la conformación de la posmodernidad como corriente filosófica.