diciembre de 2024 - VIII Año

La fe ciega en las máquinas

Grandes periódicos lo vocean con toda seriedad. Las máquinas tendrán intuición, tendrán creatividad. Y yo no sé si reír o cabrearme. Porque cuando la idiotez adopta la cara de la seriedad nos puede aplastar a todos. La intuición es ver las cosas, llegar a ellas directamente, no deducirlas de unas reglas. Y la creatividad es precisamente superar todo programa y toda fórmula. Y las máquinas se basan en programas y fórmulas.

Pero lo dicen muy seriamente. En la vida real, fuera de las teorías grandilocuentes, vemos continuamente las limitaciones de las máquinas. No pueden salirse de sus programas, de sus fórmulas. Hacen aquello para lo que tú las programas. Y no pueden ir más allá, no tienen más tripas. Las máquinas solo son máquinas, por definición hacen cosas mecánicas. Y crear es todo lo contrario de ser mecánico, de funcionar mecánicamente. Crear es estar vivo, conectar con las fuentes de la vida y por ello estar inspirado. Crear se basa en el espíritu y ningún mecanismo fabrica el espíritu. Crear es imaginación y las fórmulas son lo contrario de la imaginación. Crear es estar vivo y las máquinas son la inercia. Ya lo veía Bergson, no funcionamos mecánicamente, y el tiempo no fluye mecánicamente. La vida es evolución creadora, hallar continuamente lo que no estaba en las premisas. La vida es lo dinámico, y la máquina es lo estático, porque le puedes poner mucha velocidad, pero fabrica siempre lo mismo (a no ser que le cambies la fórmula).

Pero nada, dicen grandilocuentes: las máquinas harán esto, harán lo otro, lo harán todo. Las máquinas crearán. Y el frío dará calor. Y la tontería será inteligente. Decimos cosas absurdas y nos quedamos tan contentos. Creo porque es absurdo, decía Quintiliano. Pero ahora los maquinólatras pueden decir: creo porque es más que absurdo.

Les muestras a cada momento la limitación de las máquinas, como solo son máquinas. Pero estos idólatras no quieren ver nada, no pueden ver nada. Da igual todo lo que les digas. Han decidido que las máquinas son divinas y todo es inútil. Se dejan llevar por la inercia del mecanicismo y nada les cambiará el programa.

Antes hablaban de la fe del carbonero. Ahora deberíamos hablar de la fe del fontanero. Del que cree que el universo entero es un problema de fontanería. De la mística idiota de la fontanería. O de la técnica en general. Creen que todo en el universo es un problema técnico y que todo los arreglarán los técnicos. Incluso la felicidad, la melancolía o el amor a tu abuela. Se parecen a aquella casera que tuve en Compostela, cuando le dije que un amigo mío trabajaba en la televisión me dijo: ah, entonces podría arreglarme a mí la televisión. También estos adoradores de las máquinas creen que la vida entera está en su aparato y si se avería se puede arreglar.

Ni siquiera se dan cuenta del absurdo lingüístico. Actúan como los místicos o los poetas pero para afirmar lo más vulgar y mezquino. El mundo entero no es nada, solo es mi aparato averiarlo. Que si lo arreglo lo puede conseguir todo. Toda la literatura, todo el arte, toda la infinitud de la vida, se la puedo encargar a un algoritmo, a un robot con sus fórmulas. Unos imbéciles dicen en la portada de una revista: El robot te puede pintar cualquier cuadro, del estilo que quieras, el arte ha dejado de ser humano. Creen que los estilos son fórmulas huecas, no saben que hay toda una vida en su interior. Pueden reproducir estilos mecánicamente de manera muerta, pero nunca captarán el espíritu que había dentro de ese estilo. La vibración íntima e interior y no la mueca y el remedo. Pero estamos en la era de lo exterior y la gente solo cree en lo exterior.

Y pueden reproducir mecánicamente estilos, pero nunca podrán reproducir el instante único de creación, eso que no cabe en ninguna fórmula. El estilo de una persona y no de un movimiento, que no se puede reducir a unas fórmulas. Ningún algoritmo ni robot idiota podrá hacer nuca lo que hizo Proust con nosotros. Solo tal vez copiarlo y darnos su cadáver exterior muerto. Pero nunca encontrarán la raíz inasible y misteriosa, libre y más allá de toda fórmula, de la que surgió Prosut y sus frases larguísimas y sus magdalenas y sus sensaciones matizadísimas.  Y nunca captarán el instante único, ese que nunca más se repetirá, que no entra en ninguna característica de estilo, en ninguna fórmula barata. También podrán remedar la sonrisa de tu prima. Pero nunca te darán esa verdadera sonrisa con sus infinitos matices incodificables. El mundo no es una colección de códigos, de fórmulas muertas.

Pero el simplismo pasmón cree, por lo demás, que cada vez que aparece algo nuevo acabará con todo. El cine acabaría con el teatro, la televisión acabaría con el cine, el libro digital acabaría con el libro en papel, el mundo digital abstracto acabaría con el mundo real infinitamente concreto. Pero nada acaba con nada, unas cosas se ponen encima de otras. Ni siquiera se acabó el escribir con lápiz. Ni lo artificial inflado acabará nunca con lo natural, por más que lo pretendan los pasmones. Y las ranas nunca serán bueyes por mucho que se inflen, y explotarán en el intento.  La gente tiende a la simplificación y el mínimo esfuerzo, que se lo reduzcan todo a una fórmula que lo haga todo. Pero la vida es obstinadamente compleja.

Hago una figurita con cajas de cerillas y me creo que es el mundo entero.  Hago una máquina que sigue fórmulas cada vez más sofisticadas (pero siempre fórmulas) y me creo que sustituirá al universo.  Y mientras tanto la alarma sigue sonando, aunque se comprobó que no hay ninguna amenaza. Y los semáforos se ponen rojos en todas direcciones al mismo tiempo. Y las máquinas de las bibliotecas públicas pitan sin ton ni son, solo estorban a los usuarios. Y el buscador de Google te pone Rosa Luxemburgo cuando tú buscas Luxemburgo. Y el traductor mecánico te traduce tonterías.

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Archivo Entreletras

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