noviembre de 2024 - VIII Año

La dignidad de elegir

Cada ser humano es un proceso, una tarea siempre inconclusa, nadie “es” de una manera definitiva porque fluctúa, va haciéndose día a día, en diálogo con su circunstancia presente, integrando los aprendizajes que deja el pasado reciente y atemperando las aspiraciones del futuro inmediato. Entre bromas y veras, el hombre va haciéndose a sí mismo como puede, consciente e inconscientemente, con proyecto o improvisando, sin alevosía o a sabiendas.

De ese quehacer constante surge la singularidad de cada quien cuyos logros enriquecen su autoestima y agrandan sus ambiciones y cuyos fracasos son hitos de maduración que señalan límites y determinan la humildad necesaria como constatación de realidad.

Desde el nacimiento a la sepultura, el hombre embrida su narcisismo y deja una construcción cada vez más realista y consistente, sea cual sea el estamento social donde se encuentre y los medios de desarrollo con que cuente: ricos y pobres, universitarios y analfabetos, líricos y procaces, quijotes y sanchos, todos y cada uno hacemos nuestro proceso en transacción con los otros y con lo otro. En efecto, la interacción es una ristra  de intercambios continua e incesante. De no estar el otro, no habría posibilidad de hacer interacción e incluso carecería de sentido la construcción del yo como realidad diferenciada.

El esfuerzo titánico que acompaña a la génesis del yo es fuente de la dignidad de la persona. La dignidad no es una gracia otorgada desde fuera, o desde arriba del trajín  autopoyético, ni una consecuencia del comportamiento ejemplar por secundar valores   éticos o morales. Cada hombre y cada mujer tiene su dignidad, acierte o yerre en sus determinaciones, por el ímprobo trabajo que desarrolla  para convertirse en persona.

De esa dignidad radical nacen todos los derechos que nos protegen y la libertad como utopía ambiciosa, credo compensatorio, o delirio que nos consuela. Nos consideramos y  creemos ser libres, aunque cada decisión es irremediable, porque es fruto de un cúmulo de vectores que la determinan, según quiso demostrar Kurt Lewin, con todo un aparato matemático. La teoría de Kurt Lewin fue soterrada, porque el hombre se aferra a sus propios engaños. Sin embargo, el quehacer de convertirse en persona reporta dignidad en cada acción concreta.

Ante unas elecciones, necesitamos creer que somos libres para elegir a un candidato y dar de lado a los demás. Pero, no es cierto en lo absoluto; tendremos que conformarnos con una parcelita de libertad. Elegir es un reto cognitivo: elegimos por conveniencia, tras haber razonado y llegado a la conclusión de atisbar los beneficios que garantiza la opción por la que nos inclinamos. No obstante, este discernimiento está demasiado contaminado por sentimientos de toda laya y condición.

Uno, muy primario, es el apego, el sentimiento de pertenencia-posesión; decimos: “yo voto a los míos”. En el subsuelo de esta actitud queda el supuesto: Son míos, como yo soy de ellos. Ahí no importa qué es presumible que vayan a hacer. Este es un sentimiento cerril y opaco. “Los míos” son aquellos con los que me identifico, por simplismo, o por afinidades oscuras, imprecisas e inconfesas. La ola de la posesión es propiciada por la ola de la pertenencia, en un confuso ir y venir a la orillita del mar. En consecuencia, este es un voto ciego, donde no cuenta la categoría de los candidatos, ni la calidad del programa, sólo la intuición del sentimiento de apego.

Otro sentimiento es el encantamiento producido por la seducción del candidato, que no deja pensar. La persona está abducida por la imagen, las apariencias externas, el tono de voz y cualidades  formales del discurso del elegible. “No sé lo que dice, pero habla muy bien”. Es como el analfabeto funcional, que lee, pero carece de comprensión lectora. Este elector puede asistir a los mítines de su candidato, o candidata, para afianzarse en el hechizo, pero a sabiendas que no se va a enterar de los contenidos, ni le importan, porque su voto ya está hechizado.

La revancha, a caballo entre el resentimiento, el odio y el afán de venganza es otro pujo de ciertos votantes. El voto lo emiten para vencer a los malos, que siempre son los otros. Los candidatos alientan esta rivalidad maniquea y cuidan que los conceptos de bonhomía, honestidad y limpieza queden de su lado. Podría parecer que este es un voto estético, encaminado a resaltar la belleza de la bondad; pero, qué va, es fruto de un cúmulo de trampas, restricciones mentales, sentimientos sórdidos y miseria moral.

El candidato seductor alaga el oído de sus electores, proponiéndoles un panorama de excelencia, en el que no cabrán las carencias que los acosan. Ofrece Jauja. Aquí el elector entra en materia: se entera de las promesas y hace un acto de fe en la capacidad resolutiva de sus candidatos. La maravilla del mundo que le pintan no admite dudas, ni sospechas de engaño. Cree a pies juntillas en lo que le prometen y vive anticipadamente la alacridad de no tener problemas. Es un voto maníaco. Los candidatos venden la abundancia pletórica y sus electores compran el país de las maravillas.

Sin embargo, la oportunidad de elegir está llamada a refrendar la dignidad de los seres humanos. Elegir es un acto de soberanía,  que convoca a la autonomía de la persona humana. Ésta no es de nadie, sólo pertenece a sí misma y debe votar consciente de lo que hace, sin dejarse engatusar por vendedores ocasionales, ni dejarse arrastrar por sentimientos atávicos y primarios. La dignidad de elegir se sustenta en la elección honesta, trabajada, consciente, coherente con lo que cada uno va siendo.

Desgraciadamente, nuestro sistema electoral es gregario, no permite elegir de persona a persona, a quien se haya acreditado por su comportamiento anterior; nos obliga a votar listas cerradas, de las cuales apenas conocemos a uno o dos de los elegibles, aunque en la lista vayan 25 nombres. Esta pluralidad sólo favorece el tribalismo rudimentario y desnaturaliza el acto mismo de elegir: no podemos elegir a quienes desconocemos;  elegimos a unas siglas que ¡vaya usted a saber!. Para mantener esta contradicción, hay consenso entre todos los partidos políticos, porque personalizar la elección, como ocurre en el sistema inglés, da mucho trabajo a los candidatos, su campaña dura toda la legislatura, el voto se gana por el desarrollo de su gestión. El candidato es también autopoyético, se va haciendo elegible según transcurre la legislatura, por el crédito que le otorga su gestión.

Incluso el sistema de doble vuelta francés nos ayudaría a superar el sentimiento de apego. En la segunda vuelta, muchos no pueden seguir votando a ª los míos”, viéndose obligados a votar tras algún tipo de discernimiento de mayor fuste.

Necesitamos un líder valiente que afronte la reforma de la Ley Electoral; pero, mientras nace y se desarrolla, nos conformaremos con votar con sensatez, estudiando los programas, calibrando su realismo pragmático y haciendo el seguimiento posterior de nuestro voto. La confianza otorgada no es un cheque en blanco, sino un experimento cuyo desarrollo hay que vigilar. Después de votar hay que verificar el acierto o el error cometido con la elección anterior.

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