Las palabras son imágenes del espíritu de cada uno Dionisio de Halicarnaso
Estamos viviendo el preludio de tiempos sombríos. En casi todas partes se experimentan retrocesos alarmantes. La denominada crisis de los refugiados dice mucho sobre la forma de no afrontar los problemas y sobre la pérdida de solidaridad y valores cívicos.
El triunfo de Donald Tramp, el auge de los populismos y de las soluciones y recetas fáciles a problemas complejos es un pésimo síntoma de lo que nos aguarda.
Vamos a hacer una incursión liviana a la Francia de Napoleón III. Podremos observar como determinados aspectos y coordenadas se repiten aunque con algunas variantes.
¿Qué ocurre cuando se pierden o se marginan los valores republicanos? Impera el miedo y están en retroceso las libertades. En esos momentos, que pueden durar décadas, son frecuentes las delaciones, se incrementa el control social y se crea un ambiente irrespirable y, en cierto modo, putrefacto.
¿Por qué molestan y a quiénes molestan los escritores, los creadores, los artistas, los periodistas? Aquellos que investigan sobre la realidad social y dan cuenta de lo que pasa, son con frecuencia sospechosos e incómodos al poder. Quienes analizan y se atreven a exponer lo que quieren mantener oculto los representantes de poderes tanto explícitos como no visibles pero que mueven muchos hilos y son la mano que mece la cuna. En cuanto a quienes molestan, la respuesta parece clara. A quienes aspiran a ejercer un férreo control social sin reparar en medios.
El delito de los que gritan su verdad, con frecuencia no es otro que exponer, y dar forma a los miedos y represiones colectivas.
La despreocupación culpable y la falta de información contrastada son un excelente caldo de cultivo para que surjan tentaciones totalitarias de quienes quieren, a toda costa, controlar la vida de los demás.
Cuando se discrimina, el siguiente paso es la persecución. Pensemos en el macartismo y en Arthur Miller que en sus «Brujas de Salem» desveló, en forma metafórica y simbólica, trasladando al pasado problemas del presente, cómo la ignorancia, el fanatismo y los intereses mezquinos envueltos en el manto hipócrita de la respetabilidad pueden convertir en irrespirable la convivencia y erigirse en dictadores, más o menos, encubiertos.
Michel Winock, en «Las voces de la libertad» acierta a hacer visibles alguno de esos momentos y como se llega a lo más nauseabundo e inhumano.
Centrémonos en una página de la historia de Francia. La dictadura de Napoleón III. Sus plebiscitos y sus múltiples atentados contra los valores republicanos y contra las libertades, tanto cívicas como las vinculadas a la moral y a las costumbres.
La censura es una buena mano ejecutora para tapar bocas y para imponer el dogmatismo disfrazado de buenas costumbres en un ejercicio de hipocresía.
Gustave Flaubert se atreve a meter el bisturí en lo que no es conveniente: en las pasiones, en los ambientes sórdidos, en las duras consecuencias de trasgredir la moralidad vigente y en la simpleza y la maldad de quienes convierten el pecado en delito. En este ambiente irrespirable publicó «Madame Bovary» y tuvo que pagar un alto precio por ello. Fue denunciado, acosado y juzgado por inmoralidad.
Flaubert, a lo largo de su vida, no hizo otra cosa que escribir y viajar. Escrutaba la realidad y la describía con objetividad. En 1856, publica «Madame Bovary», la historia de una mujer provinciana víctima de sus sueños románticos, que casada con un hombre mediocre, llega al adulterio. La mezquindad y la estupidez pequeño-burguesa confunden, una vez más, la causa con el mensajero y Flaubert sufre una campaña de descredito y un acoso que pasa por su procesamiento para que sirva de escarmiento a otros. Los supuestos moralistas se ceban en él. De ahí su conocida expresión «Madame Bovary, soy yo».
La historia que narra la novela está basada en hechos reales. Flaubert recrea un asunto del que la prensa se hizo eco, que no es otro, que el adulterio de Delphine Couturier, cuyas ensoñaciones y visión alienada de la realidad la llevan primero a las transgresiones a la moral vigente y más tarde al suicidio. Todo ello en un ambiente lleno de chismorreos y tedio. Finalmente Flaubert fue absuelto pero, el mal, ya estaba hecho y, los franceses de provincias, tomaron buena nota del precio que había que pagar por salirse del cauce establecido.
Baudelaire también fue enviado al banquillo de los acusados, al juzgarse peligroso para la moral el ataque a dogmas religiosos contenidos en el poemario «Las flores del mal».
Es uno de los más lúcidos e inspirados poetas europeos. Se le considera el máximo exponente del simbolismo e incluso el creador que sienta las bases de la poesía moderna.
¿Por qué Baudelaire resultaba sospechoso a los bien pensantes? En primer lugar por su vida bohemia, sus costumbres desordenadas… pero, sobre todo, por su pasado revolucionario. Escribió espléndidos ensayos sobre Delacroix y Manet cuando estos eran denostados por vanguardistas y por seguir derroteros que se apartaban de la pintura realista.
Sin embargo, sus problemas se incrementaron con la publicación, en 1857, de «Las flores del mal». Los periódicos más conservadores lo acusaban de propalar monstruosidades y de ofensas a la moral pública y a las buenas costumbres.
Tuvo menos suerte que Flaubert y, también, menos apoyos y fue condenado a una fuerte sanción económica.
El control de la policía, el ejército y la iglesia pretendía ser total y totalizador. Podemos hablar de lo que Karl Marx en el «18 Brumario» califica como la alianza del sable y el hisopo. He querido hablar de Flaubert y de Baudelaire pero lo podría haber hecho de Víctor Hugo, que fue considerado un proscrito y un indeseable; o de Tocqueville que llegó a ser detenido. También fueron acosados y perseguidos los hermanos Goncourt o Eugène Sue que recibieron las consabidas acusaciones de «corruptores de la verdad y las buenas costumbres» y de ser un peligro por sus incitaciones a las transgresiones más diversas.
Los encargados de velar por la moral pública no soportan que alguien se atreva a hablar de lo que ellos consideran que no debe hablarse. La libertad de expresión ha de pasar por lo que estiman tolerable y asimilable. De ahí, sus hirientes ataques perpetrados contra los libros que no coincidían con sus «devotos principios» y eran considerados licenciosos y nocivos para la moral.
La concienzuda mirada de Flaubert es, en cierto modo, la del sociólogo y la del historiador.
Baudelaire tuvo que soportar a su vez la prohibición de «las flores del mal» que por cierto estuvo vigente, nada menos que hasta 1946, tras la finalización de la II Guerra Civil Europea o Guerra Mundial.
El autor de la frase «hay que ser sublime sin interrupción» y traductor de Edgar Allan Poe fue estigmatizado por atentar contra la moral religiosa, insultar a la figura de San Pedro, tomar partido por Caín o incluir en su poemario las conocidas letanías de Satán.
Nuestra incursión, a vista de pájaro, toca a su fin. He querido compartir una honda preocupación. Cuando las libertades están amenazadas y en retroceso, cuando no hay ciudadanos exigentes, dispuestos a garantizar los principios democráticos y a denunciar su conculcación, cuando la posverdad y los hechos alternativos recuerdan insistentemente distopías, utopías negativas como las de Orwell o Huxley… si no sabemos reaccionar con presteza, podemos estar a las puertas de un periodo oscuro e inhumano.
Los voceros de turno nos meten en el cuerpo el miedo a los bárbaros… ¿Y si los barbaros fuesen ellos?