La posmodernidad se impuso en el pensamiento en los años finales del siglo XX, pero solo logró un predominio efímero, pues ya se había empezado a diluir en los primeros años del siglo XXI, a pesar de que su influjo sobreviva entre amplios sectores del gran público. Sin embargo, si alguien se pregunta por los protagonistas de la aventura de la filosofía posmoderna, verá que no es fácil citar a muchos autores que se hayan considerado así mismos como tales. Quizá el francés Lyotard, el norteamericano Rorty, o el italiano Vattimo y pocos más. Otros a los que todos consideran posmodernos nunca se sintieron integrantes de esa corriente.
Y ya que este texto se refiere principalmente a tres autores, Lyotard, Derrida y Foucault, los autores más conocidos cuando se piensa en los principales filósofos de la posmodernidad, debe precisarse que, de los tres, solo Lyotard aceptó para sí el calificativo de “posmoderno”, pues los otros dos nunca se declararon tales, aunque tampoco lo rechazaron.
En el desarrollo de la posmodernidad hay hechos poco divulgados, que se han tratado de difuminar, pero que tienen mucha más relevancia de lo que pudiera parecer. Porque esos tres filósofos, Foucault, Derrida y Lyotard, tan asociados a la posmodernidad, ante el inquietante cariz adoptado por la oleada posmoderna, expresaron su intención de retornar al mundo y a los valores de la Ilustración, tan temprano como a inicios de los años ochenta. El primero de ellos fue el propio Lyotard, que, en 1983, en abierta oposición a las tesis iniciales de la posmodernidad, propuso el retorno a Kant, al que usó como hilo conductor de sus últimos trabajos. En ellos, Lyotard se concentró en defender la idea kantiana de “lo sublime”, en oposición a la creciente mercantilización de la industria cultural.
Análoga línea siguió Derrida quien, en un congreso realizado en su honor, en Cerisy-la-Salle (1980), tituló su intervención Del tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía. En él, mostraba su desazón con las señales de “fin de época” que estaban acompañando al debate sobre la postmodernidad. Con el transcurso de los años, Derrida intensificó sus intervenciones a favor de una “nueva Ilustración por venir” y de las “Luces del siglo XXI”. Las corrientes que se llamaban posmodernas, escribió, actuaban como si los valores y bases de las Luces se hubiesen superado, idea que él rechazaba. Trató con ello de relanzar los ideales de la Ilustración, pero no como se manifestaron en el siglo XVIII, sino en términos más contemporáneos.
El caso más significativo fue el de Foucault. Ya enfermo terminal (murió ese mismo año), dictó su último curso en el Colegio de Francia en 1984, titulado El coraje de la verdad. Con él, quiso finalizar la tarea que había iniciado el año anterior: desarrollar una historia del parricidio, desde su nacimiento en Grecia, su desarrollo en el Medioevo y hasta los modernos, que lo transformaron en la figura del revolucionario. Para él, que había ligado su nombre a la doctrina del “saber=poder” y a la sospecha del saber porque es vehículo de poder, este proyecto, como su anterior rehabilitación del ascetismo y del cuidado de sí en la Historia de la sexualidad, la selección de esa temática significó un profundo vuelco en su trayectoria.
En su último curso, Foucault precisó que interpretar sus investigaciones como un intento de “reducir el saber al poder, no es más que una pura y simple caricatura”, lo que significaba un gran cambio en las posiciones mantenidas hasta entonces, pues el entrelazamiento entre poder y saber había sido el primer móvil del pensamiento foucaultiano. Lo sostuvo en El orden del discurso, la lección con la que había inaugurado sus clases en el Colegio de Francia, en 1970. Y también había desarrollado esa misma idea en su obra Microfísica del poder: “el ejercicio del poder crea perpetuamente saber y, viceversa, el saber lleva consigo efectos de poder”.
La tesis foucaultiana del “poder=saber” se inspiró en la Genealogía de la moral, de Nietzsche. En ella existe una paradoja que lastra el núcleo del pensamiento de Foucault, así como el de Nietzsche: se critica la verdad, pero no por una inclinación a la falsedad, sino por el motivo contrario, por amor a una verdad tan absoluta que quiere desenmascararlo todo, también la misma verdad, lo que les conduce a restablecer el valor del mito y de la fábula. Un juego peligroso, porque ver en la verdad un efecto del poder, significa deslegitimar la tradición que culmina con la Ilustración, donde el saber y la verdad son vehículos primordiales para la liberación humana, instrumentos de virtud, de contrapoder y de emancipación.
Para Nietzsche, el resultado había sido la consagración del mito, es decir, su idea de que la verdad debe ceder el puesto al ensueño, a la ilusión para el despliegue de la voluntad de poder. Para Foucault, al final, el resultado terminó siendo el contrario. En efecto, no es una casualidad que, junto a esta apología de la verdad como crítica y como rechazo del poder —de la verdad que cuesta la vida—, Foucault llegaría a plantearse una apología del Iluminismo, como le sucedió en la lección impartida en 1983 en el Colegio de Francia, bajo el título de ¿Qué es el Iluminismo?, ¿qué es la revolución?
Ese recorrido de retorno y de abandono de las tesis posmodernas se completaría con las lecciones del último invierno de la vida de Foucault, donde el héroe sería Sócrates, el enemigo arquetípico de Nietzsche, quien acusaba al ateniense de que, muriendo, había impuesto la falsa ecuación entre saber, virtud y felicidad. Para Foucault, en 1984, contrariamente a Nietzsche, Sócrates sería el modelo del revolucionario por excelencia, distinto del científico (que no habla en primera persona), del sofista (que quiere vencer y convencer), del profeta (que habla en nombre de dios), o del sabio (que dice la verdad en lugares apartados). Sócrates, el hombre que quiere y aspira a la verdad, en público y aun a costa de la vida.
El momento culminante del curso se produjo el 22 de febrero, con la lección dedicada a la muerte de Sócrates que Foucault concluyó con estas palabras: Como profesor de filosofía, es necesario haber tenido, por lo menos una vez en la vida, un curso sobre Sócrates y su muerte, y ya lo he hecho. Sócrates, para quien la vida que no buscase el bien, la verdad y la virtud carece de valor, pasaba a representar ahora, en su último curso en el Colegio de Francia, la quintaesencia del coraje para alcanzar una verdad que contribuye a hacer libre al hombre, pues lo libera de la esclavitud de la ignorancia.
De esa involución intelectual de los tres autores citados se puede extraer por lo menos una conclusión. Por distintas que sean, figuras como las de Lyotard, Derrida y Foucault, justamente, los nombres que se vienen siempre a la cabeza cuando se habla de los padres filosóficos de la postmodernidad, terminaron abandonando sus posicionamientos posmodernos iniciales, para proponer abiertamente un retorno al iluminismo ilustrado. Dicho de otro modo, su propia dialéctica terminó llevándoles a la paradoja de que, habiéndose propuesto deconstruir el discurso ilustrado, sólo lograron retornar a ese mismo discurso, al final.
Como indica Maurizio Ferraris, los grandes “rebeldes” de la filosofía posmoderna cambiaron mucho. Tanto que, cuando fueron conscientes de que realmente habían inspirado un movimiento que terminó por decantarse contra los valores y el pensamiento ilustrado, lo que conducía inevitablemente a posiciones conservadoras anti-iluministas, se replegaron de la crítica a la modernidad en sus últimas derivas intelectuales, para pasar a reivindicar la dimensión emancipadora del Iluminismo.
Algunos, ya pocos, podrán seguir repitiendo aún las palabras del Derrida más deconstruccionista que sostenía que nada existe fuera del texto, o insistir, todavía con el Foucault anterior al cambio de opinión de la Voluntad de saber, que el mundo es el simple resultado de constructos conceptuales. Pero todo ha cambiado. Por eso, y si se piensa que los posmodernos partieron de posiciones que querían ser liberadoras, tal vez sea mejor tratar de no cerrar los ojos ante los resultados involutivos de la posmodernidad, y evitar adentrarse en oscurantismos y mitos.
Mientras tanto, la revisión crítica de la modernidad y de sus dislates subjetivistas que, iniciados con el giro cartesiano y pasando por Kant, llegaron hasta la posmodernidad, sigue estando pendiente de llevarse a cabo.