Epicuro de Samos, (341-270 a. C.) fue un filósofo griego, fundador de la Escuela del Jardín, en Atenas, en el año 306 (a. C.). Una escuela habitualmente incluida dentro de las tres denominadas escuelas socráticas menores, junto a los estoicos y los escépticos. Aunque el epicureísmo, más que como una escuela de filosofía, se configuró como una ética vital, la ética hedonista, el Hedonismo, que fue ampliamente compartida por sus seguidores, sobre los que él ejerció un profundo ascendiente personal.
La denominación de “socráticas” de estas escuelas de filosofía, cuya influencia ha llegado hasta la actualidad, si ser incorrecta, si debe ser convenientemente matizada. No fueron escuelas nacidas de los discípulos directos de Sócrates (470- 399 a.C.), como sí lo fueron las escuelas de Megara (megáricos), de Cirene (los cirenaicos) y la de los cínicos. Y tampoco es muy adecuada la denominación de socráticas para las escuelas estoica, epicúrea o cínica. Sobre todo, en razón de su distancia temporal e intelectual con el Sócrates (Sócrates soldado) del siglo de Pericles (el siglo V a. C.). Estas escuelas surgieron a finales del siglo IV (a. C.). Fueron escuelas nacidas en un mundo política y mentalmente muy distinto al tiempo de Sócrates. En realidad, más bien fueron escuelas post-platónicas y post-aristotélicas, que escuelas socráticas propiamente dichas. Por eso, algunos tratadistas han preferido denominarlas Escuelas Helenísticas. Como mucho se podría denominar a epicúreos, estoicos y escépticos la segunda generación de las escuelas socráticas menores.
Y es que, sobre todo, durante el siglo IV (a.C.) habían cambiado los tiempos y de modo muy considerable.
El hecho fundamental de la Historia Griega, de Homero (siglo VIII a.C.) a Alejandro Magno (356-323 a.C.), había sido la Polis, considerada la forma definitiva de la vida del Estado y del espíritu. Una forma de organización política singular y admirable, sin duda. Fue en el seno de la Polis donde nació y se desarrolló la primera formulación de sociedades libres en la Historia. Pero también esa primera libertad antigua encontró su ocaso, precisamente, en el limitado entorno de las Polis griegas, en el que también pereció La estructura política de las Polis. Una limitada estructura política, muy pequeña, que impidió a atenienses y espartanos realizar el gran sueño panhelénico de la unificación del mundo griego, nacido de la rotunda victoria helénica sobre los persas en las Guerras Médicas, libradas entre finales del siglo VI y los comienzos del siglo V (ambos a. C.). El mundo de las Polis, una vez disipada la amenaza persa, no supo abordar su integración en formas políticas más amplias. Y en esa crisis de crecimiento de las Polis, estas no fueron capaces más que de desangrarse en la Guerra del Peloponeso y las que le siguieron, hasta la sumisión total de la Hélade a Macedonia.
Durante la segunda mitad del siglo IV (a. C.), los reyes de Macedonia Filipo II (356-333 a. C.) y su hijo Alejandro III, (Alejandro Magno), mediante la subordinación o la conquista directa, consiguieron incorporar a la mayor parte de las Polis al imperio macedonio. Y así, tras someter a la Grecia continental, los macedonios conquistarían sucesivamente la antigua Jonia, Cirenaica y Egipto. Y también destruyeron y sometieron el Imperio Persa y llegaron hasta la India. Sólo la temprana muerte de Alejandro Magno, en el año 323 (a. C.) impidió que Macedonia se expandiese también hacia el Oeste, hacia la Magna Grecia (Italia) y sus colonias en Galia (Massilia) e Hispania (Ampurias, Rosas, etc.). Sabemos que Alejandro Magno tenía establecidos esos designios, aunque su temprana muerte impidió que pudiese ponerlos en práctica. Epicuro de Samos nació el año 341 (a.C.), en el mismo año en que el ateniense Demóstenes (Demóstenes y el fin de la libertad griega) pronunció su primera Filípica, para combatir los proyectos expansionistas de Macedonia.
Con las conquistas de Alejandro Magno, que irrumpió en todo el Próximo Oriente, hasta a la India, los griegos desbordaron el marco político y nacional de las Polis helenas y del mundo helénico tradicional, en general. Las mismas Polis se vieron reducidas a poco más que venerables municipalidades. Atenas y Tebas, y mucho más Esparta, declinaron ante las nuevas ciudades alejandrinas, como la misma Alejandría (Egipto) o como Pérgamo (Asia). El éxito material de la conquista, y sobre todo el triunfo espiritual que alcanzó el Helenismo, eclipsó todas las viejas glorias históricas de la Grecia más antigua, la de las guerras con los persas. El espíritu helénico se proyectó por todo el mundo conocido, al este y al oeste. Y aunque el Imperio de Alejandro Magno fue efímero, le sucedieron grandes monarquías que finalizarían al ser incorporadas al Imperio Romano, que también estuvo intensamente helenizado.
En el siglo IV (a.C.) la filosofía tomó distintos derroteros que la diferencian de la época precedente, la época de Sócrates, Platón (427-347 a. C.) y Aristóteles (384-322 a. C.). En primer lugar, porque la especulación metafísica perdió impulso tras la formulación de los grandes sistemas filosóficos de Platón y de Aristóteles, que parecían haber resuelto todos los grandes problemas. Tras ellos, la filosofía se orientó al estudio especializado de las ciencias particulares y adquirió un sentido eminentemente práctico. La quiebra de la comunidad político-religiosa que fue la Polis eliminó la base espiritual tradicional de la vida de los griegos, que se encontraron finalmente como individuos solos ante poderes colosales y lejanos sobre cuyo gobierno y designios apenas podían influir. De ahí la importancia existencial que alcanzaron los fines de la vida humana y de la felicidad personal en la nuevo mudo helenístico. En esa situación, la primera generación de las escuelas socráticas, los ya citados Megáricos, Cirenaicos y Cínicos, representaron la transición espiritual de las agonizantes Polis, a las grandes monarquías del periodo helenístico. De ese nuevo orden fueron expresión espiritual las escuelas de la segunda generación, los estoicos, los escépticos y los epicúreos.
Los estoicos han sido seguramente los más renombrados en la filosofía posterior, tanto por sus aportaciones a la lógica, como por su exigente y hasta rigorista ética, que más tarde fue adoptada como propia por el cristianismo, en sus líneas generales. El estoicismo rechazó que la ética pudiera partir de la idea del placer. La primera formulación contraria al rigor estoico fue el hedonismo epicúreo. Epicuro corrigió la falta de hondura del escepticismo de los Cirenaicos y elevó sus principios a sistema filosófico, para lo que adoptó el atomismo de Leucipo y Demócrito, así como el aristotelismo.
En Epicuro, la explicación de la realidad natural (la Physis) es de orden sensualista y mecanicista, constituyendo una prolongación de las enseñanzas atomísticas de Leucipo (siglo V a.C.) y de Demócrito (460-370 a.C.) sobre la conformación de la Physis, en las que se educó en su juventud. Nótese que Physis es la realidad natural, no la meramente material, pues el espíritu, aunque sea inmaterial, no es por ello menos real. Aunque también tuvo el epicureísmo una fuerte influencia de Aristóteles. Es un serio error calificar a Epicuro de “materialista”, como erróneamente lo hizo Marx (1818-1883), así como a Demócrito, en su tesis doctoral. Las calificaciones de “idealismo” y “materialismo” son de creación demasiado posterior al mundo helénico como para poder ser significativas en el contexto griego y resultan realmente complicadas de aplicar a la filosofía clásica. En puridad, y si hubiese que situar al pensamiento de Epicuro en la línea de alguna corriente filosófica moderna, probablemente la más acertada fuese el “empirismo”. Para Epicuro, son las sensaciones percibidas por los sentidos externos el primer modo de contacto con la Physis, de modo que aportan al hombre su primer conocimiento del mundo.
Son también sensaciones, pero las procedentes de la denominada sensibilidad interna (placer y dolor), las que permiten ordenar las sensaciones percibidas por los sentidos externos en el proceso de formación del conocimiento. El conocimiento debe armonizar el peso de las sensaciones con el peso de lo objetivo, pues, aunque procede de las sensaciones externas ordenadas por las sensaciones internas (placer y dolor), el hombre dispone también del uso de su imaginación, lo que permite subordinar todas las sensaciones, internas y externas, al orden lógico, lo que hace posible llegar a establecer lo verdadero. El proceso del conocimiento culmina en la configuración de los conceptos que se expresan mediante palabras.
También, para Epicuro, las bases del obrar moral se fundamentan, en primer lugar, en las sensaciones, pero en las mencionadas sensaciones internas, el placer y el dolor, no en los sentidos corporales. El epicureísmo plantea exactamente el mismo ideal de los Cirenaicos, pero depurado de sus inconsistencias y elevado a concepciones más precisas. Sin duda que Epicuro recomendaba buscar el placer y el goce en la vida. Pero hay también una jerarquía entre los placeres que el sabio ha de determinar, anteponiendo el placer espiritual al meramente sensual y los placeres serenos a los placeres violentos. Por eso Epicuro distinguió ámbitos de la felicidad, uno relativo a los placeres sensuales, la aponia (ausencia de malestar corporal), y otro para la satisfacción del espíritu, la ataraxia o imperturbabilidad (tranquilidad y libertad del miedo).
El ideal ético de Epicuro se resume en una célebre fórmula harto conocida y citada: “la felicidad es la ausencia del dolor”. Pero ésta formulación debe matizarse adecuadamente. Porque Epicuro, sin rechazar los placeres meramente sensuales, no limita su ética a estos. También apela a la prudencia (phrónesis), una peculiar virtud cuya función es la de reguladora de los afectos, de las sensaciones y de las emociones. La prudencia es una virtud que aconseja la moderación. Para Epicuro el camino de la felicidad exige que, antes de atender la máxima de la felicidad como ausencia del dolor, se haya de rechazar el exceso (hybris). Así la expresión de “nada en demasía” es, más que una apelación a la prudencia, que también, un prius que antecede más que complementa a la búsqueda de la felicidad como ausencia del dolor.
A diferencia de lo que sucede con los placeres sensibles, en los que evitar el dolor es garantía de disfrute moderado y sin excesos para el alma material (anima) del hombre, en el orden espiritual el planteamiento es otro. En el orden del espíritu la ausencia del dolor se transforma en la ausencia de perturbaciones e inquietudes en el alma racional (animus). El secreto de esa paz interior concebida como imperturbabilidad (ataraxia, ausencia de turbación), contiene una apelación al conocimiento y a la sabiduría para aprehender el sentido de la vida y afrontar con serenidad los avatares de la existencia. La virtud, para él, consiste en el dominio del entendimiento sobre los sentidos. Una idea de virtud de proyección esencialmente privada.
Frente a la ingenua superficialidad de los Cirenaicos, que consideraban uno de los grandes goces de la vida el consumo de viandas sabrosas, Epicuro contrapone la idea de “saciedad” como la más cercana a la felicidad. La felicidad plena no consiste en la sucesión ininterrumpida de momentos gratos. La felicidad plena consiste en adoptar la conducta adecuada para poder realizar la propia existencia como una existencia plenamente satisfactoria. Esta idea de plenitud en la satisfacción es la que Epicuro denominó la satisfacción óptima (hedoné). Casi se puede pensar que la idea de hedoné óptima es la respuesta de Epicuro al reto socrático del “conócete a ti mismo”, entendido como la verdadera ciencia de la vida. El hedonismo, con Epicuro, trascendió la filosofía del mero placer de los Cirenaicos para convertirla en una filosofía de la felicidad. Una filosofía que antepone el goce espiritual al goce meramente sensual, pero sin despreciarlo, como si lo harían los estoicos, que consideraron rechazables los placeres sensibles.
El epicureísmo renuncia, en la medida de lo posible, a la vida pública en favor de la vida privada. La ética de Epicuro está fundada sobre una concepción individualista radical, que sólo se atenúa ante la amistad y que mira con desconfianza a la política. De la política y del derecho, el epicúreo espera sólo un marco de seguridad, imposible de lograrlo sin gobierno. Pero nada más. El epicúreo lo que pretende es protegerse del poder de los gobernantes de los grandes Estados de su época, primero las Monarquías Helenísticas y luego el Imperio Romano. El epicúreo no aspira a cambiar gobiernos, sino a encontrar los modos de protegerse de los abusos de cualquier gobierno, sea el que sea. Vive en este mundo y para este mundo y aspira a poco más que a sobrevivir.
La aportación más trascendental de la ética de Epicuro fue la idea de lo que él denominó tetraphármakos espiritual. El tetrafármaco (tetraphármakos) era un remedio tradicional de la medicina griega. Consistía en un ungüento de cera amarilla, resina de pino, colofonia y sebo de carnero mezcladas, que se ponía en las heridas para supurar las sustancias malignas que podían infectarlas. Epicuro usó este mismo concepto para proponer una “medicina para el alma”, con el fin de eludir los cuatro grandes miedos del espíritu que dificultan o impiden acceder a la felicidad. Los cuatro miedos del espíritu son el temor a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso. El dominio y manejo del tetrafármaco es la piedra angular de la ética y hasta de la filosofía, que se transforma así en la medicina para el alma. El hombre puede vencer esos cuatro miedos y acercar su espíritu a la “imperturbabilidad” (ataraxia) que es el estado de la más elevada felicidad posible en este mundo.
El gran miedo del hombre, el miedo a la muerte, es analizado con fría lógica por Epicuro al sentenciar que, si hay existencia no hay muerte y si hay muerte no hay existencia, en lo que es el ciclo de la vida. De ahí que la muerte no tenga nada de temible. En lo relativo a los dioses, la presunta impiedad de Epicuro, es decir, su ausencia de fe en los dioses del Olimpo, no debe confundirse con clase alguna de ateísmo o de pre-ateísmo. Desde luego que él no se consideró ateo. Pero Epicuro, al igual que Sócrates, consideraba que los dioses olímpicos presentaban, digamos, un perfil muy bajo como dioses. Tampoco niega la moralidad subyacente a la mitología griega, con dioses que representan los arquetipos de rasgos y caracteres humanos. Sócrates ya se había referido a un Demiurgo que, por encima y al margen de los dioses del Olimpo, aseguraba la estabilidad y el funcionamiento del universo. Por esa razón se lo acusó de impiedad en Atenas. Epicuro tampoco negó la existencia de un ser supremo ordenador y rector del mundo, pues es difícil concebir este mundo sin la divinidad. Lo que niega Epicuro es la posibilidad de que los dioses olímpicos puedan ejercer influencia alguna en la vida de los hombres.
La filosofía de la felicidad de Epicuro alcanzó una gran difusión e influencia en el mundo helenístico y en el romano. El epicureísmo encontró discípulos y continuadores de mucha importancia en la historia de la filosofía, como es el caso del romano Lucrecio (99-55 a. C.), del que se ha conservado su poema filosófico De Rerum Natura, a diferencia de las obras de Epicuro, perdidas casi en su integridad. Pero lo que caracterizó al epicureísmo en la antigüedad, hasta la caída del Imperio Romano, fue su elevada influencia en el conjunto de la sociedad. Desde sus inicios, la Escuela del Jardín y las escuelas epicúreas estuvieron abiertas a las mujeres y hasta a los esclavos, a diferencia de la Academia de Platón o del Liceo de Aristóteles. El pensamiento de Epicuro, sobre todo la ética, se difundió entre amplios públicos y se proyectó en numerosos literatos y hasta políticos. El gran poeta Horacio (65-8 a.C.) el autor de la célebre máxima carpe diem (“aprovecha el día”, o el poeta Juvenal (60-128), autor de la no menos conocida cita mens sana in corpore sano (“mente sana en cuerpo sano”), fueron epicúreos. Como también recibiría la influencia del epicureísmo, a través de Lucrecio, el mismo Cicerón (106-43 a.C.).
Pero no encontró el epicureísmo sólo seguidores: también tuvo detractores, adversarios y hasta enemigos. La escuela estoica fue su gran rival. El estoicismo rechazo la filosofía del placer por considerar que los impulsos primarios para la conducta del hombre no pueden ser los mismos que en animal, porque el hombre posee razón. Por tanto, el criterio sobre el que debe basarse la conducta no puede ser la consecución del placer, sino la capacidad para obrar racionalmente, evitando las pasiones y los impulsos afectivos, que comportan inevitablemente dolor y riesgos para la serenidad del alma. Para los estoicos, el camino de la sabiduría es el que conduce al hombre a actuar de acuerdo con su naturaleza, para que su conducta no sea gobernada por la pasión, sino por la razón. La felicidad no depende del placer, sino de la vida virtuosa. El cristianismo, que asumió en su mayor parte la filosofía estoica de la virtud, tampoco simpatizó con las doctrinas de Epicuro. El cristianismo triunfante en el siglo IV, ya en el Bajo Imperio, era profundamente incompatible con el epicureísmo y Epicuro y su obra se difuminarían, hasta la desaparición de la mayor parte de sus textos, durante los siglos de expansión y apogeo del cristianismo, es decir, durante la Edad Media.
El epicureísmo, como toda la herencia cultural greco-latina, rebroto con fuerza en el Renacimiento, siendo rastreable su influencia en autores como Juan Luis Vives (1492-1540), Michel de Montaigne (1533-1592) y hasta en Baltasar Gracián (1601-1658) o Quevedo (1580-1645). Un resurgimiento que se prolongaría en la Ilustración, muy especialmente a través de la obra de J. Bentham (Jeremy Bentham recosiderado, 1748-1832). Aunque el pensamiento de Bentham sea profundamente ambiguo y hasta equívoco, pues en él se combinan guiños al viejo hedonismo e invocaciones a la felicidad de los más, junto con inquietantes anticipaciones de ingeniería social, de perfiles intensamente autoritarios, lindantes con el totalitarismo.
El epicureísmo, la filosofía del placer y de la felicidad, ha conseguido proyectarse hasta la actualidad, en la que el hedonismo ha conseguido constituirse en una de las grandes corrientes del pensamiento y de la moral de nuestro tiempo. Al menos aparentemente, pues el hedonismo actual es un hedonismo bastante degradado. El viejo Epicuro enseñaba el difícil camino de la sabiduría y la prudencia que permitía alcanzar la ataraxia (imperturbabilidad). Pero en los perturbados tiempos presentes, bajo el imperio de la proactividad del “pensamiento positivo”, se considera que el hombre es dueño y señor de una realidad creada y definida por su pura voluntad, pues la mera idea de verdad se ha proscrito. Hoy la felicidad se considera un derecho individual y se impone por decreto. Todo el mundo ha de disfrutar con frenesí y sin moderación de todo, y ha de vivir en estado de felicidad permanente. Quien no se declara “feliz”, ha dejado de ser un simple “desdichado” para pasar a ser un sospechoso, porque, al que no es “feliz”, además, se le culpabiliza y proscribe. Un extraño hedonismo, sin duda, el frenético hedonismo actual.