Pedro Sánchez y el Partido Socialista han recibido del Congreso de los Diputados y de la sociedad española un encargo nítido y claro: poner fin a la connivencia con la corrupción y sentar las bases para recuperar como ejes de la Política (escrita con una mayúscula inicial lo mayor posible) los principios de unidad, autonomía y laicidad y los valores de libertad, igualdad, justicia y pluralismo. Parece muy sencillo, porque al fin y a la postre todo ello se contiene en los dos primeros artículos de la Constitución, pero no lo es por dos motivos: la cantidad de errores y de malos entendidos que aquellos mandatos han sufrido en su desarrollo y el olvido de que el contenido material de la actuación de nuestras Administraciones públicas debería partir, si éstas actuaran con inteligencia, del preámbulo de la Carta Magna escrito por el profesor Tierno Galván. En mi opinión, el Preámbulo no es una Exposición de Motivos, sino parte integrante de la Constitución y resulta no sólo contrario a Derecho, sino un tremendo error, olvidarlo o marginarlo. Del preámbulo nacen mandatos tan importantes como garantizar la convivencia democrática, establecer la justicia, la libertad y la seguridad, promover el bien de cuantos integran la Nación, impulsar el progreso de la cultura y de la economía para asegurar, a todos, una digna calidad de vida y, entre otros temas igualmente importantes, proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.
84 diputados sobre 350 no pueden leerse ni como una victoria (salvo en el sentido de haber reconducido con éxito una crisis) ni como el inicio de una nueva era (excepción hecha de la adopción de la honestidad como una virtud pública irrenunciable). Lo que sí tiene una lectura muy clara es que el Congreso ha cogido el toro por los cuernos y se ha decidido a actuar con firmeza para poner fin a una situación intolerable de corrupción, de conllevancia con ella de gente honesta, pero miedosa, y de desprestigio gubernamental, que nos producía un daño irreparable a todos los niveles. Tengo para mí que todos los grupos que han apoyado la moción de censura a Mariano Rajoy, incluso si alguno hubiera deseado mirar hacia otro lado, se han visto obligados a substituir al primer partido de la Cámara por el segundo. Más allá de las polémicas, de cara a la galería, de si se votaba que sí al candidato o que no al cesado, el Congreso ha adoptado una firme resolución substitutoria. Bien harían los dos protagonistas en entender este mensaje: Mariano Rajoy está condenado a volver a Santa Pola, que no será su Colombey-les-Deux-Églises, e ingresar en algo tan terrible como el olvido. Pedro Sánchez, por el contrario, puede ahora convertir en realidad la vocación política de liderazgo que se halla reservada a muy pocos.
Algunos se quejan sin razón de que Pedro Sánchez no ha presentado un programa. No es cierto, de entrada, porque durante la sesión de censura se han tratado muchas de las cuestiones cercanas a las preocupaciones ciudadanas que la apatía del Partido Popular había arrinconado. Pero no es cierto, sobre todo, porque el programa del nuevo presidente del Gobierno deriva de la propia circunstancia excepcional que le ha llevado a la Moncloa, que no es otra que el encargo, como decía al principio, de recuperar la normalidad y el dinamismo de nuestra vida política. Para llevar a cabo este cometido tiene el término final inexorable de la legislatura, el inicio del verano de 2020, cuando se cumplirán cuarenta y tres años de las elecciones del 15 de junio de 1977, de las que emanó la primera encomienda de moderación en el tránsito del Régimen de Franco a la democracia. Las Cortes cumplieron fielmente el encargo y aprobaron un texto que nos ha permitido transformar las costumbres, las leyes, las actitudes, la economía y la salud de los ciudadanos españoles hasta un extremo que entonces, en aquella ‘primavera’ de 1975-77, preñada de ilusión, pero teñida de sangre, no podíamos ni soñar. A este cambio hemos contribuido todos, en mayor o menor medida, sin que resulte posible olvidar el período socialdemócrata que de 1982 a 1996 nos llevó de la pobreza al bienestar (y el ejemplo más notorio, fue la universalización de la atención sanitaria).
Aunque algunas voces ya han empezado a reclamar la convocatoria de elecciones, ahora no es el momento, porque antes Pedro Sánchez ha de cumplir la que sugiero llamar segunda encomienda de moderación. No tendría sentido reducir la aprobación de la moción de censura a un mero expediente para llamar a las urnas. No es este el espíritu de los artículos 113 y 114 de la Constitución, que no pretenden poner fin a una legislatura, sino todo lo contrario, permitir su continuidad. Esta continuidad, con cambio de responsables, no es un acto vacío, sino una vía de remedio a los problemas que concurran en cada momento. En mi opinión, esa vía de remedio transita por el compromiso del nuevo gobierno con la Constitución, con su entendimiento y aplicación inteligentes y creativos, con la estabilidad, la seguridad, la certeza y el diálogo.
La encomienda de moderación en la que creo empieza por tener un presidente que sea capaz de dialogar (con los otros gobiernos, con las fuerzas sociales, con las comunidades autónomas y con las grandes ciudades, con la gente) y capaz de transmitir mensajes claros a la ciudadanía (en lugar de esconderse como su predecesor). Un presidente que pueda revertir, en lo posible, algunas de las medidas del Gobierno Rajoy restrictivas de los derechos civiles y sociales, incluso mediante el recurso excepcional al Decreto-Ley. Un presidente que diga la verdad. Un presidente que ocupe un lugar activo en el Consejo de la Unión Europea y pueda hablar con sus pares sin intérprete. Un presidente, en fin, que visite Barcelona y lo haga paseando, sin el refugio de un coche blindado, como lo hizo el verano pasado varias veces.
Una encomienda de moderación, en fin, que supere todos los riesgos de fractura social entre los unos y los otros, entre quienes han apoyado a Sánchez y quienes no lo han hecho; entre independentistas y constitucionalistas, en Catalunya; entre los defensores de una sola ciudadanía y quienes la escinden según el grado de adhesión al credo patrio o al porcentaje de sangre ancestral en sus venas; y entre conservadores y progresistas. La moderación es la búsqueda de un espacio central de unidad en la diversidad y la recuperación de cuantos hombres y mujeres libres y de buena voluntad quieran sumarse al lado de la solución y deseen no mantenerse en el lado del problema. La moderación es no excluir a nadie (lo que incluye no excluir a quienes apoyan o han apoyado al PP o a C’s), sino tener la fuerza moral suficiente para que los extremistas se excluyan a sí mismos.