diciembre de 2024 - VIII Año

El lecho de Procusto

Procusto fue un personaje legendario de la antigua Ática que trabajaba de bandido y posadero. En su caso, no había paradoja; nunca se planteó ser una cosa o la otra, ya que su conciencia era relacional, esto es, sólo se relacionaba consigo misma y le permitía desarrollar ambas funciones, sin reparo alguno.

Él ofrecía hospedaje a los viajeros que, exhaustos, acudían a su albergue y les ofrecía una magnífica cama de hierro, cómoda y bien equipada donde Morfeo, el dios del sueño, les iba a regalar magníficas experiencias oníricas.

El otro, el viajero, cansado y sin fuerzas, o confiado y seducido por la promesa de felicidad celestial, se dormía plácidamente sin temblor, ni temor alguno. Cuando el huésped estaba dormido, Procusto se metamorfoseaba en bandido; ataba al viajero a los barrotes de la cama y serraba aquellos miembros de su cuerpo que sobresalieran del lecho, si el viajero era mayor que éste; o bien, descoyuntaba las extremidades hasta conseguir que toda la plataforma del lecho quedase ocupada. Luego, les robaba el equipaje.

Para comprender la subjetividad de este personaje, hay que saber que toda su existencia era relacional, incluida su conciencia, como he dicho. Él tenía que vivir; por tanto, ofrecía un servicio, una prestación confortable y generosa en medio del páramo, con asistencia incluida de la divinidad. Hasta aquí, no hay objeción alguna, a menos que nos resulte excesivo garantizar la intervención celeste entre los servicios hoteleros, en cuyo caso, entraríamos en sospecha y podríamos temer un engaño.  Pero, el cansancio y la falta de opciones alternativas no dejan resquicio a la sospecha. Nos prometen la luna y allá vamos tan campantes.

Procusto tiene superado cualquier  conflicto interior: en su conciencia, un valor supremo es la uniformidad, todo el mundo ha de ser igual, porque el otro ha de ser igual al otro y conformarse con su igualdad. Esto nos alivia de tener que elegir entro el uno y el otro; todos los otros son iguales al uno, obedeciendo la norma. Esta, evidentemente, es el tamaño de la cama. Así pues, o cortamos lo que sobra, o estiramos lo que falta. De hecho, el apodo de Procusto era “El Estirador”. En su conciencia relacional, tampoco esto es una opción; la norma es la norma y Procusto había convenido consigo mismo que la norma era el tamaño de la cama. El problema era del otro por su diferencia, bien que fuera demasiado largo, bien un poco corto. Pero, en ningún caso, problema del posadero, fervoroso defensor de la igualdad.

Resuelta con la uniformidad la congruencia interna de la conciencia de hostelero, quedaba por resolver el alcance de su justicia: de qué vivir hasta que llegue otro viajero extraviado. Si sólo cobraba la pernocta de una noche, cómo afrontaría las carencias de las demás noches. Si mañana, el viajero que ha llegado hoy vuelve a irse con su equipaje y dinero, no hay justicia distributiva; él se va rico y deja pobre a Procusto. La igualdad es la igualdad y, por tanto, el viajero tendrá que hacer mayor esfuerzo fiscal a favor de los pobres, por las malas, ya que, por las buenas, no es una opción a la vista, y Procusto se había instalado en la paradoja de vivo sin vivir en mí-y tanto de la historia espero -que de vanagloria muero.

Hoy Procusto es el Legislador, un poder altivo, principio de todos los principios, de los derechos que originan y de las normas que los desarrollan. Normas, derechos y principios éticos casan con la mentalidad previa de Procusto, su ideología, suplantadora de la conciencia, que es magnífica de pretensiones y excluyente del otro, de cualquier otra opción o presupuesto conceptual, ya que hasta la realidad tiene que ajustarse a las conceptualizaciones previas del legislador. El concepto ideológico no varía, porque es exacto, antes y después de crear la norma. Si la realidad no cabe en el concepto, el problema es de la realidad, habrá que estirarla o cortarla para que encaje con la exactitud conceptual.

Recientemente, Procusto, el Legislador, ha creado dos normas, casadas en relación a su conciencia y bien ajustadas a la relación ocasional con usuarios que pueda surgir eventualmente. Todo es relacional, si no amenaza con salirse del concepto previo ideológico.

La nueva ley de “sólo sí es sí”, que sustituye al viejo concepto del consentimiento, que ya constaba en el Código Penal, se ha manifestado como incuestionable, no admite reparos, ni siquiera ortográficos. Es un dogma. En el inverso, se encuentra doña Belén Landáburu, aquella procuradora y gran filóloga, que hacía parlamentos de media hora para justificar la importancia de retirar una coma o poner una tilde. Eran las Cortes de la etapa de Franco y en algo habían de entretenerse. Aquella era una tozudez compensatoria, hoy la tozudez es analfabeta y paranoica. Pero radical como Procusto.

La otra ley de Procusto se la denomina “ley trans”, como si habláramos por “watsapps”, es la ley de la transexualidad, de la transvaloración de la sexualidad y de la transgresión de la Naturaleza. Cuando yo estudiaba, el par 23 definía el carácter sexual de la persona. Éramos concebidos como hombres (XY), o como mujeres (XX),  el hermafroditismo y los síndromes de Turner y Klinefelter se consideraban anomalías, un capricho de la madre Naturaleza y ni siquiera se tocaban, porque lo anómalo era también sagrado.

Hoy, Procusto no repara en límites y dada la progresía de su conciencia relacional, las ocurrencias del par 23 no son óbice para alterar apariencias. La morfología de los caracteres sexuales primarios se puede estirar, o capar, a voluntad, según la relación convenida entre legislador y usuarios;  y los caracteres secundarios dependen de la química de las hormonas que se suministren artificialmente, dejando al par 23 en una reliquia, por no decir en ridículo, aunque condicione el metabolismo y la estructura corporal. Ya no sabemos qué somos: Unidas voluntad y apariencia, Podemos ser cualquier cosa, en el ara de la igualdad Socialista. ¡Qué gazpacho!

En este sentido, Procusto se sitúa fuera de la realidad, en un vivir ciego, donde   la voluntad es absoluta. Ya no hay cosa en sí, con su correspondiente apariencia (Kant), sino voluntad absoluta y representación circunstancial (Schopenhauer); pero, como la voluntad es también absolutamente voluble, sus representaciones han de oscilar por semestres, arrastrando la identidad por el rastrojo: hoy hombre, dentro de seis meses mujer, para volver a ser hombre seis meses más tarde, a conveniencia y capricho. Esto es una ley de un país tan progresista que se sale; se sale de la lógica, se sale del conocimiento y se sale de la realidad antropológica. Destruida la entidad física, tampoco nos queda entidad metafísica. Somos, al albur de Procusto en relación con nuestra propia veleidad, cualquier ocurrencia temporal.

Tal desnaturalización no es debida a un afán incontinente de protagonismo de Unidas-Podemos-Socialismo; detrás, hay toda una estrategia de ingeniería humana. Se allana la entidad física para no dejar resquicio a ninguna otra entidad. De paso, se aniquila cualquier poder exógeno  al Estado, en concreto el de la familia, uno de los cuatro viejos que Mao consideraba que había que destruir y cuyo certificado de defunción extendió la Excma. Sra. Celaá, educada ella por Teresianas, cuando promulgó que tus hijos no son tus hijos, sino del Estado.

Por eso, si el Estado, digo, Procusto ha llegado a un acuerdo con  relación a la identidad sexual de alguien, aunque sea un adolescente en plena crisis de ambigüedad, su padre y su madre no tienen nada que decir, ni pintan papel alguno en tal drama. No digamos que haya de escucharse lo que dicen antropólogos, médicos o psicólogos, por mucho que hayan estudiado el asunto y crean que saben algo. Prevalece omnímodamente la conciencia relacional de Procusto, con su sentido de la igualdad, y la de su huésped con las añagazas de su voluntad capciosa.

Con tanto progreso, la humanidad va a terminar en el nihilismo: soy Nadie, diría Ulises, y como nadie no sé quién, ni qué soy, pero tengo derechos.

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