diciembre de 2024 - VIII Año

EL ECO Y SU SOMBRA / Balada del limbo imperfecto  

Fotografía de Marina Sogo

La realidad consiste en pequeñas partículas en aparente caos que, al mancomunarse, conforman manzanas, destornilladores, dientes de hiena, párrocos de pueblo o albúmina de trigo, pero debajo de la realidad, justo donde las partículas se pierden en su vértigo, hay un inframundo en el que pasan cosas indescriptibles, indescriptibles, de escaso afecto a la bondad de las palabras, que no les dan la sustancia precisa, como un niño cuando se le habla de metafísica. Son estas escaramuzas verdaderas aventuras épicas que hacen risible la epopeya de Gilgamesh o las sagas nórdicas. Esa comparecencia de universos infinitesimales abastece de emociones puras a la imaginación de los escritores de ciencia-ficción y a la de los físicos cuánticos, que vienen a ser la misma asombrosa cosa a los ojos pedestres de quien carece de instrucción científica, pero está comprobado que el ciudadano normal, el que hace cola en la charcutería y se enoja cuando a su equipo le meten cuatro el domingo, termina por entusiasmarse por esta vida surreal que engolosina su prosaica actividad sensible y la hace vibrar y sentir puro gozo.

A pesar de todo, la realidad es un objeto de estudio inescrutable: siempre hubo ese afán por navegar las estrellas, empresa tan fascinante y, al tiempo, tan absurda, pero nada es susceptible de ser conocido enteramente. Las mismas palabras que usamos para transcribir lo que la intendencia de la ciencia nos provee malean la sustancia del hallazgo. Siempre me viene a la cabeza Heisenberg y su principio de incertidumbre, y me preocupa que no pueda conocerse simultáneamente y con precisión posición y momento temporal de un objeto. Que lo afectado por la indagación humana, por la mera circunstancia de que se manipule, termine por corromperse y no satisfaga el propósito de quien ufanamente se obstina en descifrarlo. Más que una disciplina física, la mecánica cuántica es un juguete intimidante, una religión para los llamados a comprenderla.

Ni siquiera el más sencillo de los objetos que nuestros sentidos nos ofrece se libra de la sospecha de que en sus adentros ocurra el milagro de los átomos, que danzan como planetas en el absoluto prodigio del espacio. Ir a ese espacio (convencerse de que algo de una sutilidad inefable nos reclama desde su negritud ancestral) y buscar conexiones cósmicas y túneles de luz no garantiza que en casa seamos más felices. Pero no estamos hablando de felicidad sino de viajes o de fantasía. Los chinos ya se han dado su garbeo cósmico. Lo que pasa es que fatigan las galaxias y hurgan en su oscura materia secretísima y desatienden asuntos más domésticos como la democratización de su aparato legislativo o la censura informativa. Quien haya leído China ha leído bien, pero puede el amable lector reemplazarla por el país que se le antoje. No entra en cabeza a la que llegue bien la sangre que andemos visitando el éter del insondable cosmos y no podamos tener la fiesta en paz en nuestra vieja casa, la que se ve azul desde la bóveda celeste. No conocemos el fondo de los mares y queremos conocer la altura de los cielos. En esa paradoja está la explicación a algunos de los males que nos malogran como proyecto de una civilización. No sé yo si los ciudadanos finlandeses se maravillarían si su gobierno se tirara al espacio y gastara en cohetes y en Cabos Cañaverales bálticos, pero me da que están más preocupados por otros asuntos y no permitirían que sus políticos perdieran la cordura de una manera tan absurda, y eso admitiendo que la renta per cápita de ese rincón nórdico no es escasa y da para esas y otras excentricidades.

Al ciudadano chino encantado con las proezas astronáuticas de sus compatriotas, abrumado por la dimensión histórica del asunto, ni se le pasa por la cabeza pensar en la precariedad que padecen en otros órdenes de la vida. Hay distracciones que amenizan la ocupación de las horas. Podemos considerar la carrera espacial como una especie de distracción de masas. No tenemos una liga de fútbol a la altura de las grandes y festejadas, podrían decir, pero he aquí nuestro orgullo, estos son nuestros héroes. La ficción rivaliza con lo real para que vivir no sea una carga demasiada pesada sobre nuestros hombros. La realidad micro o macroscópica niega la realidad tangible, la descifrada por los sentidos, la mesurable sin fatiga de la razón, la ningunea, la incapacita para ser referente de ningún estudio sociológico. En lo infinitamente pequeño está lo infinitamente grande. También puede decirse a la inversa.

Por fortuna, en España estamos lejos de crear un Ministerio Galáctico, aunque hagamos nuestros pinitos y seamos una pieza de un puzle ajeno. Nos preocupan asuntos más terrenos (y ni estoy seguro de eso) y el espacio exterior importa escasamente cuando el interior todavía no está reglado como debe. A poco que se le observe se aprecia que está cuarteado, encolerizado, entristecido, abrumado, desencantado. No cabe en cabeza que el gobierno (este, otro, el que venga, el que regrese) invierta en lo que, por tradición histórica, por idiosincrasia, no nos incumbe en demasía. Pero igual estoy equivocado y el poderío de un país se mide en estos términos. Mis conocimientos no pasan de la lectura rápida por los titulares de la prensa y la escucha (más o menos pausada) de algunas tertulias radiofónicas. Y ahí todavía no he percibido yo signos de que la realidad española baje o suba, se obceque en buscar el universo más alto o se empecine en escudriñar el universo más bajo. Soy un ignorante. Ojalá quienes gobiernan mi ignorancia no lo sean.

Cibertríptico emboscado. Ilustración de Eugenio Rivera. Primera mitad del s. XXI

Yo soy de un pensar más regionalista. Mi provincialismo es palpable. Nada más abrir la boca se me nota la ingenuidad de mis palabras. Me suelo fijar más en los asuntos del corazón y advierto que al músculo lo estamos atrofiando con el gris paisaje de amores vacuos con el que lo entretenemos. Le damos pasiones digitales, le ofrecemos pastelitos cibernéticos y le contentamos con mínimos hallazgos emocionales que, en muchas ocasiones, provienen de un nuevo amigo en el Facebook o de una búsqueda satisfactoria en el espacio binario del Google. Si al corazón del siglo XXI le ponemos enfrente un tocho de Balzac se viene abajo, se atora, infarta. No entenderá, por falta de motivación, por pereza pura, por tener en desuso el mecanismo del asombro o por una instrucción mediocre o nula, la empatía con el dolor ajeno, con las pasiones de los otros, todo eso que la literatura se ha encargado de transmitir durante siglos. Vamos a hacer justamente eso: hacer que Balzac sea vigorizado y puesto al día (repensado, dicen ahora) y lo vendan a tutiplén en las grandes superficies y en los negocios menos salvajes, los de barrio de toda la vida. Que sea portada de los suplementos de cultura. Que el gobierno insista en el hecho de que la literatura (la de Balzac en concreto, pero podría ser la de Proust o la de Mann o la de Pérez Galdós) puede crear ciudadanos más sensibles. Una vez que la sensibilidad se ha instalado por ahí adentro, el que la posee difícilmente podrá dejar de valorar el tesoro que ha recibido y no se verá tentado de engolfarse con mediocridades, con toda esa chapucería cultural que con obstinada frecuencia nos arrojan. No verá culebrones turcos y se legislará que el reguetón pueda ser escuchado cuando el oyente obtenga mayoría de edad, y eso con cierta prudencia también, tal vez tutorizado por alguna autoridad que influencie o incluso sancione si la ingesta de morralla es considerable. No verá cine ínfimo y tendrá un criterio poético a la hora de comprar una corbata o un kilo de manzanas.

Una vez letraheridos (me encanta la imagen de que las palabras hieren y sanan y vuelven a herir otra vez), no hay vuelta atrás. Nos da igual conocer el espacio exterior porque el interior es abismal, no es navegable en cien vidas y cambia a diario, abriendo galaxias de asombro y de apasionamiento nuevas. Vamos a leer a Nabokov esta noche. A Proust. A Verlaine. Vamos a dormirnos con Poeta en Nueva York abierto por ese poema en el que la niñez era fábula de fuentes y un Cristito de barro se ha partido los dedos / en los tilos eternos de la madera rota. Qué hondura. Qué felicidad más inextinguible. Y da lo mismo que tiemble el Facebook y tengas once solicitudes de amistad en espera y tu muro arda por tener 23 notificaciones nuevas. Que lo único que arda sea el amor y esté letraherido. A la red, ese limbo entre lo metafísico y lo cochambroso, le está pasando como al planeta Tierra: que se está quedando pequeña. Internet es una república de lobos y los republicanos crecen una barbaridad. El ciberespacio está enfermo: le ha dado un ataque demográfico. Dicen los expertos que la red se colapsará en poco menos de un año si no hacemos algo. Eso de no hacer algo es una forma de hablar porque los que tienen que ponerse manos a la obra son ellos: el público está hechizado con el YouTube, el Facebook y las descargas masivas para no abonar una cuota o comprar películas, discos o libros. Si a la red le da una embolia, apañados estamos. Y mientras reviven al fallecido, qué hacemos. En dónde escribo, para empezar. Porque el mundo está colgado de servidores, a expensas de que el hilo de cobre no se queme, rezando (si es que hay dioses por ahí adentro) para que todo vuelva a su sitio o vuelva, ya puestos, mejor.

Al final resulta que el paraíso de la tecnología es también un paraíso mortal hecho a imagen y semejanza de quien lo creó, que es una máquina sublime a la que, agotado el plazo de estancia en este mundo, le sobreviene también una sobredosis de experiencias, una metástasis de dolores varios, un guirigay de tormentos que lo devastan y lo reducen, como decía el poeta, a polvo. Y si, por obra de la inverosímil velocidad de los inventos, a la Red se le amplía el feudo y se pueden soltar más bestias a pastar la glauca extensión de la existencia (todos entramos con el cuchillo en los dientes, nadie mira a nadie, es la guerra), no pasará mucho tiempo hasta que ese espacio extra quede también chico y haga falta (ay) otro puñado de genios que se estrujen la mollera y den con la piedra filosofal y nos permitan navegar las estrellas o bucear dentro de un átomo. Las nuevas guerras no serán las del agua ni las de la religión, tan antiguas y vistas ya, sino las de la tecnología. Igual en el futuro seremos inmortales o seremos hologramas vertidos por un complejo programa que emulará a la anticuada alma y la Red será una reliquia del pasado, un souvenir, una pieza vintage que las generaciones del futuro enseñarán en las escuelas en las clases de Historia. ¿Habrá escuelas? ¿Quiénes leerán la Historia?

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