Desde muy joven he defendido que si todo está inmerso en un cosmos, todo necesariamente está relacionado; y ya más adulto en cierta ocasión leyendo a Jorge Wagensberg descubrí la siguiente maravilla de frase: “La matemática me hace pensar en la física, la física en biología, la biología en filosofía y la filosofía en arte.”
Para los griegos el uno no era un número, era el origen de todos los números; y no lo consideraban como tal porque según ellos la génesis de algo no podía ser idéntica al resultado final que se obtiene tras la culminación de todo un proceso basado en la germinación de ese algo.
Y de esa forma para los helenos el primer número era el que se obtenía por la vía de doblar lo que se puede llamar la cifra de arranque [el uno], lo que hacía que el primero de todos fuera el dos [el doble de uno]; que te permite despiezarlo en partes enteras representadas por el guarismo germen de todos los demás. Y por otro lado no se debe olvidar que, entre otras, tal es la causa de que el dos sea el primer número que reúne los requisitos para obtener la máxima condecoración numeral, la de ser denominado “primo”, a la que solo se puede aspirar cuando únicamente se es divisible, por partida doble, por uno y por sí mismo.
Y curiosamente también son dos, el tiempo y el espacio los que configuran un continuo de cuatro dimensiones (tres de ellas de naturaleza físico espacial y una cuarta de naturaleza temporal) y en tanto en cuanto ambos se mantengan de alguna manera unidos habrá una realidad soberana donde, bajo las universales leyes de la física, se alternan o simultáneamente se muestran los
objetos y los fenómenos. Los dos corpúsculos cósmicos que integran cualquier sistema dinámico vital. Como dijo Hermann Minkowski, profesor de matemáticas de Einstein, tiempo y espacio por sí mismo [separados] están condenados a desvanecerse en meras sombras.
Y es importante distinguir que los objetos se expanden en el espacio y en virtud de esa característica tienen la propiedad de existir; y que los fenómenos se expanden en el tiempo y por esa razón acumulan la propiedad de ocurrir. Y mayormente y no casualmente dos son los objetos, hembra y macho, los que precisan de un momento o de un tiempo, según la especie, para que tras acontecer en cualquiera de sus variantes el fenómeno de yacer juntos se garantice la continuidad de la vida.
Y sea a los griegos, sea a los romanos, o a cualquier otro grupo con elementos comunes identitarios, al fin y al cabo todos por igual seres humanos, todo lo antedicho le es útil pero no les basta para prosperar; y la mayoría de ellos se dan cuenta que para garantizarse una mínima satisfacción se precisa de la comunicación, que a su vez curiosamente muestra tres dimensiones propias: la
personal (emisor y receptor), la instrumental (mensaje, canal y código) y la psicológica (la intencionalidad y el carácter deliberado).
Y así muy inteligentemente para hacer y hacernos preguntas y obtener respuestas, no siempre fáciles por su esencia metafísica o filosófica, se inventa el lenguaje; pero no nos vale uno cualquiera, hacer economías siempre es muestra de eficiencia.
Y de esta manera se crea uno que dispone, por ser su característica propia, de lo que se conoce como la doble articulación del lenguaje, lo que significa que se construye con base en dos niveles, de forma y manera que el primero necesita de la existencia del segundo.
El primero de los dos está conformado por las unidades mínimas con significado, a las que se llaman morfemas; y el segundo nivel es al que pertenecen los fonemas que son sonidos individuales que carecen de significado pero que permiten distinguir significados, y que unidos por y mediante secuencia crean infinitos morfemas que por su combinatoria posibilitan la emisión de infinitos mensajes; incluso, como dijo alguien, también aquellos jamás emitidos ni oídos antes.
Y el arte de la literatura, sumergido “entre letras”, cuando se está ausente o cuando embarga la ausencia, es una buena medicina; fácil tarea es buscar un texto para con su disfrute y deleite conseguir y articular simultáneamente por partida doble colmar y calmar la incertidumbre instalada en el estado de ánimo.