El ser humano es, en esencia, un ser comunitario
cuya dimensión es transcultural
Si hablamos de cultura e identidad, bien sabemos que el nombre propio cumple con ese objetivo, aunque para muchos sea analizar por sus formas, pero bien se puede recurrir a la historia para compartir que nuestro continente ha tenido distintas denominaciones, diversos nombres, que han respondido más a las aspiraciones de las potencias o países conquistadores que siempre codiciaron más estas tierras y riquezas que las suyas propias. Se sabe que el término América no llegó a ser establecido sino hasta el siglo XVII. La acuñación de este nombre, por gentes no hispánicas de Europa, fue un desafío al monopolio y al poder español de las tierras y las riquezas del Nuevo Mundo.
En cuanto a la expresión L’Amérique Latine, ésta fue creada por particulares intereses. La denominación Latinoamérica fue concebida en Francia durante la década de 1860, como un programa de acción para incorporar el papel de país/nación y las aspiraciones de Francia hacia la población hispánica del Nuevo Mundo.
El término América Latina merece consideración especial, desde luego que es hoy día el más utilizado. Vimos antes que su origen se halla ligado a la expansión capitalista de Francia: fue acuñado por los teóricos del Segundo Imperio de Napoleón III para justificar las intenciones de Francia de servirse de las materias primas y mercados de una región cuya “latinidad” se consideraba suficiente título para reservar a Francia, y no a las potencias anglosajonas y españolas, sus posibilidades, así denominadas, neocoloniales.
Aunque el término haya sido instituido por otros, a los latinoamericanos nos corresponde crear y aportar un contenido y darle nuestra significación basada en nuestra propia idiosincrasia latina. Si la intención de quienes lo crearon fue subrayar nuestra dependencia y definirla como zona colonial y posteriormente neocolonial del continente, nuestro desafío consiste en destrabarnos y dejar de utilizar el concepto dominante, para dar expresión a un nuevo nacionalismo/regionalismo que venga a fortalecer la unidad de nuestros pueblos.
Somos por excelencia un continente mestizo. Y es que, sin negar los distintos componentes étnicos, el hecho es que, como dice Jacques Lambert, la América Latina se ha convertido en la tierra del mestizaje. Ese es el rasgo más característico de su composición étnica. La definición de mestizaje es mezclada de sangre. Por tanto, no es menester que Pérez, Fernández o Soto tengan sangre india para que sea mestizo; basta que viva en el ambiente hispanoamericano o indio hispano que condiciona su ser físico y moral. La mesticidad de Hispanoamérica es, en último término, fruto de un injerto del tronco-ramaje español en el tronco-raigambre indio; de modo que el español no arraiga en la tierra americana más que a través del indio.
No somos europeos… no somos indios… Somos un pequeño género humano, decía Simón Bolívar. Poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque, en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil. Ese pequeño género humano de que hablaba Bolívar es ni más ni menos la raza mestiza, aunque mucho tiempo ha pasado antes de que los latinoamericanos nos reconociéramos como tales y más aún para que comprendiéramos las potencialidades creadoras del proceso de mestizaje y lo transformáramos en motivo de legítimo orgullo.
De ahí que el tema de la unidad y diversidad cultural adquiera singular relevancia en la agenda internacional. Alguien ha dicho que “la diversidad cultural es a la historia y a la política, lo que la biodiversidad es a la naturaleza”.
Mantengo que la cultura latinoamericana se debe escribir sin prefacio Sí, es requisito sine qua non definir conceptualmente que cultura no es más ni menos que la manera de relacionarnos.
Algunas de las tantas definiciones de “Cultura”, que se acerca a lo manifestado en el párrafo anterior, nos dice que es el conjunto de modos de vida y costumbres, los conocimientos y el desarrollo artístico, industrial (la manera de producir es, muchas veces, también cultural), político, científico en un período determinado; es el conjunto de manifestaciones que expresan las tradiciones de un pueblo que pueden ser mitos y leyendas incluidos.
Si nos adentramos en el tema cultura, estamos hablando de cómo se expresa un pueblo en determinada época. Su estilo de vida, sus usos y costumbres, sus creencias, sus expresiones artísticas, su evolución, y todo aquello que lo identifique de alguna manera en el resto del mundo que, como alguien dijo, es el carné de identidad de un pueblo, y yo agrego que es el patrimonio de cada nación que, aunque guarda celosamente, se expande, se comparte, difunde, se incrusta en el fondo del Globo hasta que las raíces sujeten el árbol de ramas universales.
Concuerdo con aquellos pensadores e historiadores que manifiestan que las influencias de los países que le dieron forma a Latinoamérica también dejaron una marca, una profunda huella en la cultura de cada país. Pero se tiende a confundir la opinión pública y al lector asegurando, con una sola versión, que la colonización europea y la inmigración dieron lugar a la diversidad de culturas que conocemos en la actualidad, donde podemos encontrar afrodescendientes, como en Cuba, Uruguay, Brasil, República Dominicana; descendientes de Asia, como en Nicaragua, Perú y El Salvador; descendencia española, la cual se puede encontrar en la mayoría de los países de Latinoamérica, y en gran medida descendencia italiana, como en gran parte de Argentina, sin mencionar la integración cultural que hace muchos años está en curso sobre bases sólidas e información veraz otorgadas por la historia.
De todas maneras, hay quienes se preguntan si América Latina culturalmente integrada es un mito o una realidad. ¿Tienen validez los análisis y las afirmaciones de carácter global, referidas a una región donde abundan las diversidades y contrastes?
La expresión América Latina importa una realidad sumamente compleja, en cuya extensión geográfica se dan casi por igual las diversidades y similitudes. De ahí que, si se presta atención en las diferencias y regionalismos, sólo nos quedaría negar la existencia de América Latina y de la unidad esencial que brota de su misma diversidad. Si hacemos caso a esa postura, podríamos afirmar que no existe una América Latina, sino tantas como países o subregiones que la componen, por lo que cualquier pretensión de reducirla a una sola entidad no es más que aceptar, a sabiendas, un mito o una ficción.
Pero nuestro continente ha sido permeado por influencias de los cuatro puntos cardinales, tal es el caso del folclore andino para el cono sur de nuestra América o la historia de los negros argentinos y uruguayos que habían sido vendidos como esclavos por tratantes de esclavos, principalmente portugueses, durante los siglos XVII y XVIII, que se vincularon en lo que hoy es la cultura global de esos dos países en el Río de la Plata y zonas aledañas. Sus ritmos africanos –tango, milonga, malambo– y sus rasgos culturales –añoranzas, gesticulación, permanente vivir en el presente, “pensar que todo va a cambiar mañana”, desencuentros, desilusiones, amarguras, sueños, esperanzas, engaños, desengaños– se mezclaron con el fondo cultural común de ambos países.
Para no hablar de la filosofía tropical de todos los países de Centro América, el Caribe y Brasil. La predilección en música del pueblo chileno, tanto en las zonas urbanas como rurales, son las Rancheras mexicanas y el baile más popular es la cumbia colombiana, con expresión de muchos grupos musicales en Argentina, también.
Muchos de los prejuicios derivados o impuestos de la propia cultura impiden, muchas veces, aceptar las partes integrantes que la conforman, como la religión y la política en la cultura latinoamericana y del mundo. Nos conquistaron con la espada y la cruz, la religión católica quedó. Y bien sirve el ejemplo de política-cultura en Argentina: muchas de las melodías que se cantan en los estadios son cantadas con textos políticos en las marchas y demostraciones en las calles.
Las exclusividades que dicen algunos países tener que le son propias, como la cueca, es reconocida como baile y parte de la tradición chilena, boliviana y argentina. La empanada, traída por los españoles es parte de la gastronomía de: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú. Hasta en Finlandia se hacen empanadas conocidas como “Piroger”. El pisco y el pisco sour, tanto Chile como Perú se lo atribuyen como bebida nacional.
Todo lo anterior indica que en muchos países de Latinoamérica ha habido una transfronterización, transculturización, mejor dicho, que ha sentado las bases y hace propicia la integración cultural.
Tampoco se contempla ni se hace referencia a los tres componentes de la civilización que se impuso en nuestro continente, que son: la esclavitud, el colonialismo y la pobreza, que deben ser considerados, en todo análisis histórico, columnas de sustentación de nuestra identificación.
Y para forjarnos una idea precisa del camino recorrido de lo que postulo como integración cultural en la situación actual, me remitiré a la génesis. El surgimiento del “Estado-Nación” fue, en Europa, un largo, ordenado, meticuloso y lento proceso político-histórico, en el cual el Estado -entidad jurídica- se ajustó a la Nación -algo que podríamos denominar fenómeno de carácter sociocultural-.
En nuestro continente, no fue un proceso que se dio paulatinamente, pues las Naciones surgieron como consecuencia de la acción libertaria, emancipadora de los próceres y caudillos de la Independencia. Algunos “estados-naciones”, como Bolivia, por ejemplo, fueron el producto de la voluntad de un líder -en este caso, del propio Libertador Simón Bolívar-, y en Uruguay el prócer José Gervasio Artigas, reconocido como tal también en Argentina, o del fraccionamiento provocado por los localismos -Sarmiento decía que en Centroamérica hicimos una República de cada aldea-.
Pero mientras en Europa el Estado se acopló a la Nación, en América Latina el Estado se creó antes que la Nación estuviera plenamente forjada. Y esto no sólo es válido en relación con nuestros “estados-naciones”, sino también en relación con la llamada “nacionalidad latinoamericana”, concepto en proceso de formación, que sirve como base y aporte a la consecución de la cultura integrada e integral latinoamericana.
Si bien es cierto que este ensayo es sobre cultura latinoamericana, he querido hacer un parangón con Europa para afirmar “que están dadas todas las condiciones para una única cultura integral e inclusiva de nuestro continente”. Es así, a modo de comparación, que me permitiré expresar que la organización que se convertiría en la Unión Europea se creó en el período de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Sus primeros pasos consistieron en impulsar la cooperación económica ya que —según la versión oficial— “el comercio produce una interdependencia entre los países que reduce las posibilidades de conflicto”. El resultado fue la Comunidad Económica Europea (CEE/CE) que se creó en 1958 con el objetivo manifiesto de aumentar la cooperación económica entre sus seis países fundadores: Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos. Desde entonces, se han adherido veintidós países más (aunque en 2020 el Reino Unido salió de la UE) y se ha creado un mercado interior.
Para alcanzar sus objetivos comunes, los Estados de la Unión le atribuyen a esta organización estructural determinadas competencias, ejerciendo una soberanía en común o compartida que se despliega a través de los cauces comunitarios.
El lema de la Unión Europea –Unida en la diversidad – muestra y demuestra la imagen que los europeos tienen de sí mismos y aunque esa sea una instancia aglutinadora, carece de factores de convergencia cultural, que ya ha sido expresada y como se da en nuestra América Latina.
Se hacen grandes esfuerzos creando sucesivos Tratados, para que la cultura se convierta en protagonista activa de la construcción de la Unión Europea, tratando de encontrar el nexo necesario para establecer una verdadera ciudadanía europea en una geografía común, pero con infinidad de idiomas y lenguas, distintas costumbres, arraigos, lo que, a mi entender, y no obstante el énfasis unitario, hace imposible una conexión entendible entre todos los intervinientes y una nomenclatura cultural común.
En ese contexto bien vale exponer algo sobre el multiculturalismo, que ha sido considerado por algunos estudiosos como “la ideología político-social de la globalización y de la masificación de la migración internacional”. Se trata de un término multivocal, que se puede entender como un modo de tratar la diversidad cultural, un tipo de política pública o cierta especie de característica del posmodernismo; aunque todos ellos coinciden en que es un desafío moral que se fundamenta en el reconocimiento público de derechos culturales dentro de un estado-nación.
Para muchos, el multiculturalismo ha sido asociado indisolublemente con el fenómeno migratorio transnacional de grupos etnoculturales o nacionales, que pasan a ser minorías étnicas en los ámbitos de migración. El término incluye nociones como reconocer los derechos a la diversidad cultural y la formación de nuevas comunidades, abandonar el supuesto de los estados-nación homogéneos y monoculturales, y vincular esos derechos con la igualdad social y la no discriminación. No obstante, dadas las experiencias concretas del multiculturalismo ligado con la globalización, que se funda en la idea de sumatoria de diversidades o mosaico cultural, para muchos autores lo que esta filosofía y práctica política han producido es segregación entre culturas, marginación y constitución de guetos.
Con la aparición del nuevo y bien estudiado concepto denominado Globalización, que más arriba nombro, Estados Unidos la utilizó para la hegemonía estadounidense, consiguiendo establecer un orden mundial según sus valores y cultura con el requisito de ser su garante. Que el estilo de vida, su cultura, y el sueño americano de que todo el mundo puede volverse rico, pasaron a ser los principales productos de exportación estadounidense; la música, la comida, el cine y la vestimenta se propagaron por el mundo.
En lo que respecta al tema migración que también menciono, tenemos la historia del tango que, en esencia, nace y es una expresión artística de fusión, de naturaleza netamente urbana y raíz suburbana “arrabalera”, que responde al proceso histórico concreto de la inmigración masiva, mayoritariamente europea, que reconstituyó completamente las sociedades rioplatenses, especialmente las de Buenos Aires y Montevideo –a partir de las últimas décadas del 30, siglo XIX, Argentina, que en 1850 tenía 1,1 millón de habitantes, y recibió 6,6 millones de inmigrantes entre 1857 y 1940, mientras que Uruguay tuvo un proceso parecido–. Se trató de una experiencia humana aluvial, masiva, sin parangón en la historia contemporánea, que nos indica de qué manera la inmigración es un aporte a la cultura de cualquier país.
Cabe señalar que jamás hubo en nosotros una conciencia y por ende voluntad más profunda de unidad que en la época de la Independencia. Bolívar nunca pensó que su misión era liberar únicamente a Venezuela o a la antigua Nueva Granada. Para nosotros, dijo, la Patria es América. Y es Bolívar quien mejor encarna esa conciencia a través de su incomparable gesta libertadora y de su malogrado sueño de la Liga o Confederación Americana. Desafortunadamente prevalecieron los separatismos ejercidos por las clases dominantes, que jamás vieron con simpatía el grandioso proyecto de Bolívar. La ideología democrática y liberal que lo inspiraba era contraria a los intereses de las oligarquías criollas, más preocupadas en conservar sus privilegios locales.
La tarea primordial para un futuro concordante es afirmar la identidad y unidad, en lo que éste tiene de promisorio para un continente en busca de un destino común. El criterio que se debe tener para una América Latina integrada o integrable, más que una entidad sociocultural diferenciada y congruente, es un afán de unidad persistente. Lo que actualmente se define como identidad es fundamentalmente un proceso de viabilidad en curso, el que indefectiblemente conducirá a un congraciamiento futuro de las naciones latinoamericanas en una entidad sociopolítica cultural integrada.
Esa, nuestra unidad, se hará realidad, sólo apoyándonos en nuestro pasado, sin negarlo sea cual fuere; así es que podremos construir nuestro futuro con el nutriente y la savia del presente. Construirlo día a día, no simplemente esperarlo. Negar el pasado es como negarnos a nosotros mismos. Sin él dejamos de ser lo que realmente somos, sin llegar a ser tampoco algo distinto.
La integración de América Latina es vista como un reto que nuestros países deben asumir desde una concepción que se aleje de la visión economicista y se afiance en la perspectiva humana, solidaria, carente de individualismo. Tarea que los pueblos-naciones o la Patria de Naciones, como la denominaba el libertador, deberían asumir para contribuir a hacer realidad sobre posibilidades ciertas, diseñar un proyecto y cimentar un piso latinoamericano de desarrollo humano, endógeno y sostenible que, además de contribuir a crear una conciencia integracionista, nuestras sociedades multiétnicas tienen que institucionalizar con diálogo pluricultural, franco e igualitario, que incluya a los pueblos indígenas, afroamericanos y de origen europeo y asiático.
Un doble reto se presenta ante nosotros: robustecer nuestra identidad, de raíz profundamente mestiza, y a la vez, incorporarnos en un contexto internacional donde la globalización y las economías abiertas están a la orden del día, con su tendencia hacia la homogeneización del individualismo.
Nos corresponde reivindicar entonces la riqueza del mestizaje étnico y cultural. Somos los precursores de lo que un día será la humanidad: una humanidad mestiza y, por lo mismo, verdaderamente universal.
Por eso nuestro pensamiento será: menos acumulación de capital, más acumulación cultural.