Por Rosa Amor del Olmo*.- / Diciembre-2019
La vida nunca se presenta como la hemos pensado o mejor, nunca se presenta como nos la han hecho pensar y soñar…La infancia para muchas personas ha significado la peor etapa de su vida, si bien, no solemos reconocerlo por el sufrimiento que con frecuencia nos proporciona. Hoy, en los países en los que no sufrimos guerra frivolizamos continuamente con preocupaciones que en realidad no tienen mayor interés. No estamos suficientemente agradecidos por las buenas cosas que tenemos cada día, no pensamos en que tenemos salud, bienestar, naturaleza que contemplar. Vida, vida, en definitiva, aunque yo creo que no tenemos libertad por mucho que nos creamos que sí, yo digo no, no la tenemos, vivimos esclavizados, atados a un mundo material que se desvanece como el humo cuando te diagnostican un cáncer o cuando tienes un accidente, por poner un ejemplo, una imagen. Vivimos esclavos de las decisiones de los políticos que cambian las vidas de las personas, de las sociedades de forma terrible.
Las personas que han sufrido de pobreza, que han tenido pocos medios en su etapa infantil, en su etapa madura se atan enormemente a los bienes materiales y no digo que no sea normal, lo que digo es que sería inteligente no pillarse los dedos y conservar un término medio en el que no nos dejemos llevar demasiado por el capitalismo. No olvidar los sentimientos también es algo noble. No cambiar nuestros principios, también es noble. Muchas cosas lo son, pero dejan de ser nobles cuando preferimos el dinero.
Lo cierto es que a medida que pasa el tiempo y embaucados en esta sociedad de consumo sentimos una inquietud enorme al ver que las cosas no son, no existen, que hay elementos del mundo sensorial o emocional que comienzan a pertenecer a nuestra personal manera de ser y de sentir las cosas. Vemos que estamos la mayoría de las veces fuera del circuito social, que somos raros, que no entramos en las convenciones que sí entran los demás, que no nos interesa. La adolescencia, por ejemplo, es la etapa por excelencia idónea para comenzar a ver que el mundo no es lo que pensamos, a menudo, el ser humano no se acepta como es. Con suerte algunos lo empiezan a descubrir mucho antes, desde temprana edad, esto siempre sucede así aunque haya quien no lo quiera ver, es decir, desde niños percibimos que el mundo no es nada para con nosotros, no tenemos relación con él, pertenecemos en definitiva a otra época, pero no sabemos explicar lo que nos sucede. Tal vez los especialistas haciéndonos dibujar o forzándonos a realizar absurdos test, dan con la tecla de aquello que no asimilamos y que nos causa inquietud e incluso trauma, de aquello que nos hace en definitiva sentirnos mal. Este papel lo hacen psicólogos y psiquiatras cuyo objeto de trabajo por obligación consiste en encontrar una explicación intelectualizada a todo lo que sucede en la mente y sobre todo en el comportamiento del ser humano. Mala cosa.
El alma no se puede formalizar: es como la persona quiere que sea aunque pueda sufrir influencias. Las dificultades en realidad existen desde que nacemos, solo que nos habituamos a ellas sin querer o sin tener que necesariamente explicarlo todo. ¡Esa dichosa manía! La tendencia a construir o a criar seres perfectos se une a esa manía médica de la explicación y por consiguiente de una terapia o curación, sin darse cuenta o sin querer darse cuenta porque sus honorarios se ven maltrechos, que en realidad cada persona lleva en si misma uno o muchos conflictos, configurando de esa manera su particular forma de ser, configurando su personalidad, sin más. Esto no hay que convertirlo en enfermedad, debe convertirse en aceptación. No somos enfermos, somos personas con dificultades, con personalidades, caracteres y nada más. He citado la adolescencia que es el primer atisbo de conciencia de malestar y de odio por lo que nos rodea, de querer seguramente explicar o de tomar conciencia de lo que no nos gusta o de lo que nos hace sentir mal, justamente aquello que de pequeños no sabíamos hacer, porque no lo sabíamos explicar. Ahora tomamos conciencia de nuestra realidad y de nuestro entorno, la mayoría de las veces hostil como el solo. Si de pequeños como digo vivimos conflictos que no podemos, ni sabemos resolver, se presentará de adultos aquella frase de “el conflicto infantil no resuelto” que a mi siempre me suena a que por lo visto nadie tiene que tener vida infantil, ni niñez o que ésta debe ser un horror porque sin duda hay miles de cosas, que ningún ser humano sabe ni debe explicar con respecto a lo que fue su niñez. Un hashtag como otro cualquiera. Es lógico. En la edad infantil hay cosas que no entendemos pero que comprenderemos con el tiempo, pero de ahí a que sean conflictos sin resolver…va un trecho. El mismo problema lo encontramos no solo en la adolescencia, en otras edades será mucho peor, cuando vemos que nuestro entorno no nos gusta y tampoco lo llegamos a comprender, menos explicar, simplemente vivimos la estrechez de cosas que nos desagradan, continuamos con ese gran fastidio que nos hunde la moral y a algunos les convierte en rebeldes para toda la vida.
Esta es también una etapa sin resolver que se descifra con el tiempo, que ya he dicho que es el único en quien podemos confiar, porque es el único que nos ayudará a comprender nuestros problemas, nuestras pruebas, nuestros “conflictos no resueltos”. Resulta que a medida que pasan las etapas, seguimos teniendo amarguras que pasar, de una o de otra manera, sufrimos más injusticias e incomprensión con todo lo que sucede a nuestro alrededor, pero hemos cambiado la perspectiva. A partir de ahí, pensamos de manera más adulta, quizás con más calma y paciencia pero seguimos sufriendo sin comprender los sucesos que se nos presentan, aunque resolviendo otros de la niñez, es un gran paso. Es decir, que crecemos vertiginosamente al saber que cada etapa de probación, será comprendida e incluso asimilada cuando el tiempo imponga su voluntad de acero. Dicho esto, me detengo en la cuestión de la vida cotidiana, del día a día, que nos lleva generalmente al oscurantismo de la persona, ante la no aceptación de nuestra realidad a menudo alejada por completo de lo que un día habíamos ideado o soñado que es peor. Descubrimos que el trabajo no nos gusta, menos los compañeros, no nos gusta lo que hemos descubierto de nuestra pareja, no nos gusta la rutina de tener que comer todos los días, sentimos cansancio, no queremos en absoluto depender de las cosas materiales como hipotecas, bancos…nos parece un asco, la limpieza cotidiana y el quéhacer doméstico comienza a minarnos la moral por completo, haciéndonos apáticos, la crianza de los hijos se come absolutamente todas nuestras libertades, nuestro espacio vital, nuestra persona, sentimos que nos amarga la vida y que puede con nosotros.
La consecuencia en general –sea en época de crisis o no- es un malestar tan profundo que nos puede, que no podemos por nada del mundo soportarlo, vienen la apatía, después la depresión. Esta última se puede presentar de muchas maneras no solo con la apariencia de estar hundidos, la depresión se manifiesta con otras muchas condiciones como por ejemplo, en un carácter angustioso que los demás no pueden soportar o en enfermedades, a veces no lo soporta ni uno mismo, la persona, no se s
oporta a ella misma, nadie soporta a nadie. A esto se añaden –hablo del patrón general- las relaciones sociales y familiares que a menudo de sencillas que son, en realidad, se convierten en lo más enrevesado y complicado de la historia, y por consiguiente la atalaya de nuestra desazón más absoluta. En esta disconformidad con todo lo que nos rodea ¿qué podemos hacer? Aquí vendrá el pensamiento vitalista del que hablaré en otro texto. No, no soy tan pesimista como parece. Hasta la próxima.
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* Rosa Amor del Olmo es especialista en la obra y la figura de Benito Pérez Galdós, asi mismo es profesora Doctora en Lengua, Literatura y Filosofía en la Universidad Antonio de Nebrija, UFV y UNIR y Directora de Isidora Ediciones