diciembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / ‘El pájaro pintado’ 

Construcción de la Torre de Babel

Corría el año 1982 y podría decirse que Jerzy Kosiński había llegado a la cúspide. Estaba a punto de publicar su octava novela. Era el favorito de la crítica y, sobre todo, del público. Uno de sus libros había sido llevado al cine por Hal Ashby, con Peter Sellers como protagonista, el pintoresco Mr. Chance (en Bienvenido, Mr. Chance, cuyo título original es el de la novela, Being There). El mismo Kosiński había hecho sus pinitos como actor: se le puede ver en Rojos (Reds), la superproducción hollywoodense sobre la Revolución rusa, dirigida, producida (y protagonizada) por uno de los más cercanos amigos del escritor, Warren Beatty. Interpreta ―él, furibundo anticomunista― al líder bolchevique Grigori Zinóviev, con el cual, por otra parte, guardaba un sorprendente parecido.

Son de ese mismo año de 1982 ―a Kosiński, nacido en 1933, le faltaba poco para cumplir los cincuenta― las fotografías que Annie Leibowitz le hizo en unas caballerizas y que aparecieron en New York Times Magazine. Un hombre de mediana edad, moreno, de cabello rizado, muy bronceado, con el torso desnudo y vistiendo pantalones y botas de polo, aristocrático deporte al que era, parece ser, bastante aficionado (y que remite, al mismo tiempo, a su elevada situación social y económica: no está el polo precisamente al alcance de todos los bolsillos). Sugiere su imagen a la vez vigor y refinamiento: un atractivo y misterioso playboy como los que se veían en los telefilmes de aquella época. Podría decirse, en efecto, que Kosiński se encontraba entonces en la cima. Más difícil hubiera resultado predecir que de un momento a otro iba a producirse su caída.

La opinión pública tenía pocas certezas sobre la biografía de su ídolo. Se sabía de él, eso sí, que era de origen judío, que había llegado a Estados Unidos desde Polonia en 1957, con veinticuatro años, y que, ya en América, había enseñado en prestigiosas universidades. También se sabía que su suerte había dado un giro espectacular al contraer matrimonio con la viuda de un magnate del acero. Desde ese momento pudo dedicarse en exclusiva a la literatura. Y publicar su primera novela, escrita directamente en inglés y ambientada en el Este de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. En un principio, declararía, su objetivo era abrir los ojos sobre el Holocausto a las gentes ricas y despreocupadas que lo rodeaban por entonces.

Fotografía de Annie Leibowitz

El pájaro pintado, aparecida en 1965 y convertida de inmediato en un best seller, es una novela que produce al tiempo horror y fascinación, que no puede dejar de leerse aunque su lectura nos provoque, en ciertos momentos, y literalmente, náuseas. Recientemente (en 2019) ha sido adaptada al cine; numerosos espectadores tuvieron que abandonar las salas por no poder soportar la sucesión in crescendo de atrocidades que relata la película.

Ya entiende uno que ningún libro sobre el Holocausto puede, ni debe, dejarnos indiferentes, pero es que en la novela de Kosiński, las salvajadas, descritas, además, con todo género de detalles, impresionan con tal fuerza al lector que le dejan una impronta indeleble. No es extraño que El pájaro pintado causara tan honda conmoción en el momento en que se publicó. Su lenguaje explícito y brutal fue muy elogiado, entre otros, por Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, y autor de la tremenda «Trilogía de la noche».

La historia nos la cuenta un niño cuyo nombre nunca se cita y que tiene, al comenzar la novela, seis o siete años. Vive en un país del Este de Europa ―tampoco se cita por su nombre a Polonia, pese a lo cual parece claro que se trata de este país― que acaba de ser invadido por los nazis. El niño pertenece a una acomodada familia judía. Poco después de la invasión, los padres del protagonista, y con el objeto de mantenerlo a salvo ante la persecución que se avecina, toman la decisión (poco verosímil, me parece) de confiarlo al cuidado de una mujer de campo, cristiana, que lo trata sin ningún afecto y con extrema rudeza. El niño, que viene de un hogar burgués, se siente totalmente desplazado en su nuevo ambiente. Su aspecto físico ―tez morena, cabello y ojos negros― suscita en la aldea desconfianza y recelo. El desvalimiento del protagonista se agrava cuando la mujer que lo cuida muere repentinamente y, para colmo, se incendia la casa en la que viven. Queda desoladoramente solo, a tan corta edad, en un absoluto desamparo, y es forzado por las circunstancias a valerse por sí mismo en un entorno ferozmente hostil. Deambula de aldea en aldea, sufriendo siempre el más cruel de los rechazos.

Lo peor no son los verdugos alemanes, que solo aparecen secundariamente en el relato, sino los campesinos de la zona: supersticiosos, ignorantes, mezquinos y brutales. Apenas hay uno de ellos que reconozca en aquel niño inerme y aterrorizado a un ser humano: en general lo desprecian e incluso lo temen, pues lo consideran un demonio o un espíritu maligno, capaz de atraer sobre ellos la desgracia. Estremece también la absoluta indiferencia que sienten los campesinos sobre el destino de los judíos que están siendo deportados en trenes a los campos, la naturalidad con la que asumen que, por ser diferentes, les corresponde el exterminio. Esto jamás se cuestiona. Peor aún: los campesinos acechan los trenes que pasan por las cercanías con la esperanza de hacerse con algún botín, y si algún desgraciado logra evadirse y busca su ayuda encuentra un destino tan atroz como el que le espera en los campos.

Sobrecoge tal deshumanización, que intuimos nos dice una verdad esencial acerca del ser humano, más allá de la veracidad estricta de los hechos descritos: en tiempos convulsos e inseguros sentimos la irresistible tentación de volcar todo nuestro odio en aquellos a quienes consideramos diferentes. El título del libro, El pájaro pintado, hace referencia a esta crueldad implacable hacia quien es diferente. Si se pinta a un pájaro de colores vivos y se le suelta luego frente al resto de las aves de su especie, estas, sintiéndose amenazadas por el intruso, se vuelven contra él y lo picotean hasta convertirlo en una pulpa sangrienta. El innominado niño protagonista es ese pájaro pintado, marcado por el color de su piel, de su pelo y de sus ojos, como extranjero, como subhumano. Y sometido a los picotazos crueles e incesantes de quienes lo desprecian y al mismo tiempo lo temen.

Lo cierto es que El pájaro pintado no fue leído solo como una parábola sobre el miedo a quienes son diferentes, sino como el relato fidedigno de la vida del autor durante aquellos años terribles. Por eso, cuando, en 1982, algunos periodistas investigaron el asunto y concluyeron que el autor había vivido esos años en el medio rural, sí, pero oculto y en compañía de sus padres, protegido, y no maltratado, por los campesinos de la zona, el mito comenzó a venirse abajo. Se sacaron a la luz historias confusas sobre la relación de Kosiński con los servicios secretos comunistas, primero, y con la CIA, después; aparecieron testigos que declararon haber trabajado para él como negros literarios, con lo cual se puso en cuestión, incluso, que él fuera el verdadero autor de la novela.

Casi todas esas acusaciones parecen ser ciertas. En particular la relativa a su infancia, que fue la que más daño hizo a la imagen pública del autor: parece demostrado que no vivió en primera persona las atrocidades que relata en su novela. No es Kosiński el niño desvalido y sin nombre cuyas desventuras nos partieron el corazón. Sus lectores se sintieron engañados. Desde que todo esto saliera a la luz, el autor cayó en desgracia. Cuenta la historia de su calvario, utilizando una máscara, en El ermitaño de la calle 69, su última novela. Terminaría suicidándose en 1991. Quién sabe hasta qué punto fue el escrutinio y el cuestionamiento de que su vida y su obra fueron objeto la causa última de que se quitase la vida.

Uno diría que importa poco si lo que Kosiński relata en su novela son experiencias autobiográficas o no. El recurso a la ficción es perfectamente legítimo, desde luego, y que el autor no viviera estos hechos personalmente nada añade ni quita a la calidad literaria del libro. Ni siquiera a su valor como documento de una época. ¿Nos importa acaso si existió o no Lázaro de Tormes? ¿No nos dice, de cualquier forma, verdades como puños sobre la miseria en España en los tiempos del emperador Carlos V?

Posiblemente, el gran error de Kosiński fue ceder a las presiones de sus editores, haciendo pasar por experiencias reales lo que fue concebido como un relato de ficción. Más que afirmarlo explícitamente, dejó que la prensa lo diera por supuesto. ¿Lo convierte esto en un impostor? ¿Anula el interés de El pájaro pintado? ¿Exige que sea excluido de la literatura sobre el Holocausto? ¿Deja acaso el libro de contener reflexiones valiosas sobre el tenebroso corazón humano? ¿No continúa siendo una novela digna de aprecio?

Cuánto mejor no hubiera sido que el libro se hubiera presentado desde el principio como una obra de ficción, que el autor hubiera negado ser el niño que nos cuenta la historia. Pero, claro, no habría atraído del mismo modo la atención del público: no se habría vendido un número tan elevado de ejemplares, Kosiński no habría desarrollado una carrera literaria tan exitosa, no nos habría mirado, como continúa mirándonos, con orgullosa y aristocrática despreocupación, desde las fotografías que le hizo, en 1982, antes del principio del fin, Annie Leibowitz.

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