Se acerca la noche de Halloween, donde la penumbra parece un pacto entre el misterio y el olvido, algunas historias emergen como los susurros de algo que jamás se atrevería a aparecer bajo la luz del día. Es una noche de historias, de cuentos, de fantasía frente a la tristeza del otoño. Cada cuento es un hechizo: las tramas nos invitan a adentrarnos en territorios desconocidos, donde lo temido y lo incomprensible nos acechan desde la otra orilla de lo cotidiano. Sea un miedo directo, sea una inquietud persistente que se filtra lentamente y reposa en el borde de nuestros pensamientos, tan incierta como la naturaleza de la oscuridad misma. Necesitamos contarlas y el cine se convierte en una suerte de ritual antiguo, en una sesión espiritista donde cada fotograma es un eco de algo que yace más allá de la superficie. Las imágenes, parpadeantes y cargadas de sombras, proyectan espectros que parecen cobrar vida, personajes que nos observan desde la niebla de sus propios destinos malditos. Como un espejo velado, la pantalla invoca a esos fantasmas de lo que tememos y de lo que nunca confesamos, atrapándonos en una danza de ilusiones y silencios que se siente más real bajo la oscuridad de una sala cerrada. Así, estos filmes se alzan como umbrales a un mundo inasible, donde el terror no solo se contempla, sino que se respira, envolviéndonos en un escalofrío que, en el fondo, deseamos llevarnos de regreso a casa.
Las tres películas que os propongo, de cine reciente, suponen reflejos y distorsiones, espejos y máscaras que ocultan aquello que todos llevamos en silencio. Este es el terreno del espanto en su versión más exquisita: el que nos observa desde la negrura de la pantalla y espera pacientemente nuestro primer paso en falso. ¿Qué mejor noche que esta para mirar con esos ojos?
Late night with the Devil
Dirección y guion: Cameron Cairnes, Colin Cairnes
2023
Hay ocasiones en que una película no solo desafía nuestras expectativas, sino que logra darle una nueva vida a un género agotado. Eso es lo que consigue «Late Night with the Devil», una propuesta que, desde Australia, reimagina con destreza el tan manoseado «found footage». Esta vez no somos meros testigos de una grabación encontrada; nos encontramos frente a un late night televisivo, ese rincón de la madrugada donde las luces brillan mientras las sombras se agrandan. Es la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, la noche de Halloween de 1977 (la noche en que yo nací), y el presentador del show, desesperado por recuperar lo que alguna vez consideró suyo, orquesta una velada que pronto se tornará en un descenso a lo sobrenatural.
La película destaca por su capacidad de balancear un realismo pausado con lo paranormal, un hilo que se va tensando lentamente, casi imperceptible, hasta que es imposible escapar de su influencia. «Late Night with the Devil» no se apoya en los trucos típicos del género, sino que construye una atmósfera de crítica sutil, enraizada en la fiebre de los años 70 por los fenómenos psíquicos y paranormales. Un tiempo en que la televisión, ese espejo oscuro, reflejaba tanto los miedos como las obsesiones de una sociedad que empezaba a desmoronarse.
El protagonista, un presentador roto por un dolor personal que lo consume, lucha por sostener un espectáculo en el que la audiencia y el prestigio aumentan mientras que la razón y la realidad misma se desvanecen poco a poco. Es imposible no ver un eco de las creaciones de Lynch en este retrato de decadencia emocional, donde lo paranormal no es el único monstruo acechando entre las sombras del plató. Lo más escalofriante no es el fenómeno que va tomando el control del programa, sino la creciente impotencia del conductor, quien, al intentar domar lo desconocido, termina siendo arrastrado hacia el abismo. Un abismo en el que ya estaba sumergido por su ambición. Una semilla del mal que ya tenía plantada.
«Late Night with the Devil» captura esa extraña mezcla de fascinación y temor por lo paranormal que definió los 70, pero lo hace sin estridencias, con una serenidad que solo aumenta la sensación de amenaza. En sus momentos más tensos, la película nos envuelve, convirtiéndonos en cómplices involuntarios de ese espectáculo que, desde el principio, parece condenado al desastre. Es esta construcción paciente, esta evolución gradual de los acontecimientos, lo que más me atrae: nada es inmediato, nada es forzado, todo se va desplegando con la lógica oscura de un sueño febril.
El gore, cuando aparece, es certero y perturbador, pero nunca gratuito. Es más bien una consecuencia natural de una narrativa que se ha ido envenenando lentamente. Y luego está ese desenlace, un final lisérgico que nos arrastra a un clímax visual y emocional donde las barreras entre la realidad y lo sobrenatural se desintegran por completo. La película juega con nuestras percepciones, nos empuja a cuestionar todo lo que hemos visto, y cuando llega el momento de cruzar la última frontera, no hay vuelta atrás.
Uno de los grandes aciertos de esta obra es su capacidad para reinventar el género sin recurrir a clichés. Al ambientarlo en un programa de televisión, consigue darle una frescura inusual, ofreciendo al espectador una estructura familiar pero cargada de un peso inquietante. Como si, de alguna manera, ese viejo late night fuera no solo una reliquia de su tiempo, sino también un conducto hacia algo mucho más profundo y oscuro. Porque en el fondo la película tiene un protagonista: el espectador actual, nosotros, que vemos desde el presente ese programa maldito.
Los late shows tuvieron un impacto cultural profundo en Estados Unidos, funcionando como plataformas que exploraban lo inesperado y lo bizarro, llevando la televisión más allá de lo convencional. Esta influencia se extendió más tarde a España, modelando un nuevo formato de entretenimiento nocturno que mantenía cautivos a sus espectadores en ese espacio de frontera entre el día y la noche, entre la realidad y la ficción.
Finalmente, «Late Night with the Devil» se erige como mi película favorita del año (a pesar de que es de 2023, se ha popularizado en 2024) porque en ella conviven gran cantidad de elementos de mi propio imaginario personal. Y lo hace además con una ironía aterradora: esa capacidad única de hacerte olvidar tus propios problemas… precisamente al hablar de ellos.
Longlegs
Dirección y guion: Osgood Perkins
2024
«Longlegs» no es una película perfecta, ni lo pretende. Sin embargo, me ha dado algo que pocas logran: me ha atrapado de alguna forma que no consigo explicarme bien y eso ya es mucho para lo que va de año y lo que va de cine. Lo curioso es que muchos de los que podrían considerarse sus puntos débiles se convierten en parte de su encanto, como ocurre con otras enormes cutreces del séptimo arte como «Phantasma», tan mala que termina dando la vuelta al guante porque todas sus torpezas contribuyen a generar un halo malrollero que encumbra a la película.
La protagonista, por ejemplo, es casi una sombra. Su falta de personalidad en otras películas sería un problema, pero aquí es parte del tejido de la historia. Esa sensación de vacío la hace vulnerable, desorientada, como si estuviera atrapada en una pesadilla donde no puede tomar el control… Una pesadilla que se va volviendo más real a medida que la historia coge carrerilla y se torna, paradójicamente, más sobrenatural. Y quizá por eso funciona tan bien: no necesitamos conocerla en profundidad desde el principio porque no tiene ninguna hondura, solo necesitamos sentir su miedo porque es el mimbre, es la ausencia la que dibuja el perfil.
El uso de las sombras y los espacios vacíos es otro aspecto clave junto aquello que no se ve y queda fuera de la cámara. Los momentos más perturbadores no se muestran directamente, ocurren al margen, fuera de foco, casi (digo casi) subliminales, hay que fijarse en ellos: ventanas, sombras, pasillos, espacios vacíos, colores, contrastes… Esto no es casual, sino una elección narrativa que añade tensión, dejando con la tarea de completar en nuestra mente. Es una película que se construye tanto por lo que muestra como por lo que deja en el aire: se define por sus sombras.
Y luego está Nicolas Cage. Su interpretación de Longlegs se antoja salvaje, excesiva, absurda, ridícula, incomprensible, paródica, desagradable… pero funciona. De algún modo, su presencia se siente como el centro de gravedad que invoca el caos calculado que sucede a su alrededor, el agujero negro del tópico que, por exceso, deja de serlo. Es puro desbordamiento: lejos de chocar con la atmósfera contenida (hasta llegado un momento) de los primeros «actos» de la película, la complementa. Cage es esa chispa de locura desatada, de maldad sin razón, de juego y juguetero, que transforma el filme, lo lleva a otro nivel y, sinceramente, con otro actor la experiencia sería completamente distinta: ofrece el impacto genuino de la maldad pequeña, la victoria de ese mal que no quiere grandes orquestas, sino ir atrapando las almas sencillas y falibles de todos, la esencia humana, su guerrilla en torno a devorar aquello que debería siempre permanecer puro y al amor que, precisamente, es el «leit motiv» de toda perversión.
«Longlegs» no revoluciona el género, pero sí tiene algo especial, se queda dando vueltas dentro de tu cabeza como una bola metálica mucho después de que haya terminado. Con todos sus fallos —o tal vez gracias a ellos—, va a seguir resonando en mi interior.
Hellboy: The Crooked Man
Dirección: Brian Taylor. Guion: Mike Mignola, Brian Taylor
2024
Hablar de Hellboy siempre conlleva un extraño y delicioso viaje por el mundo de lo imposible, donde lo sobrenatural, lo monstruoso y lo tragicómico conviven en una misma escena, una escena que suele arrastrarnos a lugares donde las reglas, si existen, están ahí solo para romperse. Y, aunque no ha sido recibida con el entusiasmo que, tal vez, merecía, hay algo en ella que me ha devuelto al espíritu original de Mike Mignola, ese tono agridulce y sombrío que transforma cada página de cómic en una suerte de encrucijada mística.
Adaptar «The Crooked Man», una de esas aventuras aisladas más queridas por el público comiquero, no es tarea sencilla. No hablamos aquí de una saga épica, ni siquiera de un blockbuster que exija efectos especiales grandilocuentes o momentos de acción explosiva. Esta es una historia que bebe directamente del folk horror, de la brujería primitiva y, por supuesto, de ese terror cósmico que resuena en cada rincón de la obra de Mignola. De hecho, hay un guiño a Lovecraft que casi roza la ruptura de la cuarta pared, una conversación que parece saber muy bien que, al final, todo el terror viene del abismo que nos mira desde las sombras.
Lo que «The Crooked Man» hace bien es captar esa atmósfera enrarecida, esa sensación de estar atrapado en un bosque de pesadillas donde el folklore y lo oculto se entrelazan con lo inevitable. La película, aunque limitada por un presupuesto que se hace notar en sus efectos especiales (algunos de ellos no me parecen tan caros: ay, esas lentillas amarillas hubieran aportado mucho), logra mantener una cierta tensión ambiental, creando un mundo opresivo donde Hellboy camina como un intruso más pese a ser el gran Anung Un Rama (“y sobre su frente hay una corona de llamas”). Pero claro, cuando la cámara opta por lo que yo llamo «pelea de voltereta en el suelo” para abaratar los combates, la repetición se convierte en un enemigo, mostrando solo fragmentos de la acción, sin la fuerza visual que uno desearía. Es evidente que estamos ante una producción de bajo perfil, y en algunos momentos la falta de recursos pesa más de lo que debería.
Sin embargo, a pesar de estos problemas técnicos, lo cierto es que la adaptación del cómic en sí está bastante bien conseguida. Este nuevo Hellboy nos sumerge en esa trama rural y oscura que nunca ha necesitado de grandilocuencias para funcionar. La película juega con la sutileza y la atmósfera, y en eso se mueve con soltura. Eso sí, hay momentos en los que se alarga innecesariamente el desarrollo de ciertos personajes secundarios, relegando al villano a un segundo plano cuando, en el cómic, su presencia es la que marca el ritmo y el tono de la historia. Y aunque se nota la intención de enriquecer la trama con añadidos que ahonden en el trasfondo de Hellboy, a veces, esas decisiones enturbian un poco lo que hacía tan especial el relato original.
La coprotagonista, por ejemplo, recuerda a una versión temprana de las historias de «Hellboy enamorado», lo que introduce una dinámica interesante, aunque puede llegar a distraer del eje central del conflicto. Pero donde la película realmente encuentra su punto flaco es en la elección del actor principal. No es que el nuevo Hellboy no lo intente; lo hace, y con ganas. Pero uno no puede evitar pensar en la sombra colosal de Ron Perlman, quien capturó esa esencia tan característica del personaje, con su mezcla de irreverencia y tragedia. Aquí, la comparación es inevitable, y la falta de ese carisma inigualable se siente en cada escena.
Lo que sí queda claro es que, aunque el público y la crítica no han sido particularmente amables con esta película, «Hellboy: The Crooked Man» podría encontrar su sitio con el tiempo. Tiene algo, ese «algo» difícil de definir pero fácil de sentir, que hace que, a pesar de sus defectos, sea una película que merece un visionado atento. Quizá es la fidelidad a la atmósfera del cómic, o quizá simplemente porque, en su aparente sencillez, encierra más de lo que aparenta.
No se trata de una obra maestra, ni mucho menos. Pero sí es una película que ha sabido recoger el espíritu de Mignola, aunque las circunstancias la hayan dejado con menos herramientas de las que merece. En cualquier caso, es una aventura entretenida, bien ambientada, y con momentos que, aunque modestos, logran hacernos volver a ese rincón del cómic donde Hellboy nunca es el centro de todo… pero donde su presencia siempre es innegable.