noviembre de 2024 - VIII Año

Leonora Carrington y los renglones torcidos de Dios (I)

El pasado otoño se estrenaba la película ‘Los renglones torcidos de Dios’ de Oriol Paulo —basada en la novela homónima de Torcuato Luca de Tena— (que ahora se puede ver en Netflix) y, desde febrero, está abierta al público —en la Fundación Mapfre de Madrid— la exposición antológica ‘Revelación’, sobre la obra de la artista Leonora Carrington.

Si como decía Lessing “la palabra casualidad es una blasfemia” habremos de convenir, pues, que el hecho de que estos dos eventos hayan coincidido en el tiempo les confiere una sorprendente complicidad: singular accidente cósmico que nos lleva a hacer algunas consideraciones sobre nuestra historia reciente.

Como sabemos, tanto la pintora Leonora Carrington como la Alice Gould de Luca de Tena son sendos chivos expiatorios (o, ¿es el mismo?) de la mortífera maquinaria de un sistema carcelario que entra en funcionamiento con sus respectivos ingresos involuntarios en una truculenta institución mental española.

La pregunta no se hace esperar: ¿Por qué razón el novelista se empeña en adoptar un nombre inglés para bautizar a su malhadada protagonista?  ¿No sabía entonces el sabihondo autor de los ‘Renglones’ que si había una figura psiquiatrizada de origen británico que se precie en la sórdida España franquista esa no era otra que la Carrington? Por si fuera poco, la pintora en su peregrinaje había acabado por reunirse con la colonia de artistas de México, bastión de los exiliados republicanos españoles y que por ello se había convertido en la alegoría de un juego de espejos que replicaba invertida la imagen de nuestro país en la Nueva España (el subrayado es nuestro). ¿Cómo podía pasarle desapercibido todo esto al bueno de don Torcuato, él tan leído y escribido?

Para más inri, el libro (y sus adaptaciones al cine) —a diferencia de otros libros y películas célebres (‘Alguien voló sobre el nido del cuco’ o ‘Shutter Island’) — tiene a una mujer joven como actante principal, a una mujer enérgica, guapa e inteligente: una de aquellas llamadas “locas de Franco”. Incluso, en el film de Oriol Paulo el peinado de la actriz Bárbara Lennie — magnífica en su interpretación— sugiere el que usaba Leonora en aquella época de su llegada a aquella España de la paz de las cárceles y los cementerios.

El trabajo nada inocente de Paulo es un astuto remake de la adaptación que en 1983 rodara en los Estudios Churubusco de México Tulio Demicheli, sobre el argumento del propio Luca de Tena, y que tuvo una tibia acogida. No dejaba de ser curioso que la película se filmara y fuera ambientada en el país donde a la postre se afincara Leonora tras su odisea. ¿Es posible que el realizador argentino y el autor no fueran conscientes de ello? Muy bien podría haber leído la artista el libro y haber asistido asimismo a una proyección del largometraje… De ser así, ¿qué habría pensado sobre esta tendenciosa “fantasía” piranesiana del español que tanto le recordaría su juventud? Sorprende su silencio al respecto.

Dicho sea de paso, también sorprende que la trama de Dennis Lehane para su novela, llevada al cine por Scorsese, sea tan parecida a la de ‘Los renglones torcidos’, pero esa ya es otra historia.

Imagen Exposición Leonora Carrington (Sala Mapfre Madrid)

Cierto es que en el nombre propio de Alice Gould hay una expresa remembranza del de la heroína de Lewis Carroll que se internaba en Wonderland para encontrarse con el Sombrerero Loco y otros lunáticos, pero si seguimos el olfato del sabueso Lessing empezaremos inmediatamente a echar sapos por la boca. Porque si bien las circunstancias que rodean las vidas de Carrington y Gould son bien distintas, hay otras tantas que se nos antojan más que sorprendentes por paralelas. No olvidemos además la devoción que la artista profesaba por la imaginería de los fairy tales —de la que también es deudora la Alice del diácono anglicano—, cerrando así el círculo de referencias. De tal modo, que la supuesta detective privada “de los renglones” y la declarada pintora pública “torcida” no están tan alejadas a fin de cuentas… como veremos.

Con el propósito de documentar su novela, Luca de Tena —siguiendo los dictados del “nuevo periodismo” para estar à la page— se hace pasar por demente e ingresa a finales de los años 70 en el Sanatorio de Conxo, en Santiago de Compostela, en el que permanecerá 18 días, contraviniendo la proscripción de su amigo y asesor el psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nágera, luego prologuista de su libro, al que no le podía sorprender en absoluto lo que aquel se iba a encontrar allí. El temerario escritor confesará después que “convivió, como un loco más, entre los locos” y por fuerza tuvo que recordar (¿o no?) la terrible pesadilla que Leonora había soportado treinta y tantos años antes en un manicomio similar. Quizá con ese objetivo ingresó a Alice en un “sanatorio de Castilla” al que le sirvió de inspiración el gallego: cuando escribe la novela, la provincia de Santander —donde estaba el sanatorio donde ingresó Leonora— todavía formaba parte de Castilla la Vieja, hasta que en 1982 se establezca ya como comunidad autónoma de Cantabria.

Sobre este amargo episodio la artista había escrito un dietario en francés en 1943 que llamó ‘En Bas’ (‘Memorias de abajo’), en el que resuenan los lúgubres ecos de ‘Las Memorias del subsuelo’ de Dostoievski. Por consiguiente, a don Torcuato no le habría costado mucho estar al tanto de todos los avatares de aquella. En el prólogo, Elena Poniatowska ya anticipaba al lector, poniéndole los pelos de punta: “Una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración llevó a Leonora a escribir ‘Memorias de abajo’, la memoria del encierro y el odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor”. Aunque la primera traducción del libro —de Torres Oliver— a nuestro idioma llegue tarde como siempre y haya que esperar hasta 1992 (Siglo XXI de España Editores, S.A.), sin duda nuestro arrojado Luca de Tena había tenido que leerlo antes, máxime alguien que se toma la molestia de simular una locura para sufrir en sus propias carnes los rigores de la dura cotidianidad de un manicomio. ¡Freud —al que Alice, no obstante, ridiculiza— aprendió castellano sólo para leer ‘El Quijote’! Es imposible, por tanto, que no lo conociera cuando se siente a redactar su novela, puesto que Leonora ya era toda una leyenda en México donde moriría en el 2011. Otra cosa es que el autor, nieto del monárquico fundador de ABC, acendrado monárquico de pro también él, no viera con buenos ojos las veleidades librepensadoras de la surrealista y “decidiera” ignorarlas en un raro ejercicio de amnesia selectiva. Pero —¡ay! —, como sabemos, la curiosidad siempre acaba por matar al gato.

Y es que para entender a Carrington —léase, su rico universo creativo— tenemos que remitirnos inexcusablemente a sus andanzas por nuestro país.  La pintora llegó desde Francia en 1940, huyendo del nazismo, tras su forzada separación de Max Ernst, con el que mantenía entonces una relación sentimental. Se habían conocido en 1937 —cuando ella apenas contaba veinte años y estudiaba en Londres— y se fugaron a Francia, país en el que la artista entra en contacto por primera vez, a través de él, con los círculos surrealistas de París. Compraron en 1938 una vieja casa de campo en Saint-Martin-d’Ardèche, que restauraron y en la que vivieron hasta que el régimen de Vichy les empezó a buscar las cosquillas.  La fachada de la vivienda aún conserva hoy un relieve —alegórico tableaux vivant con vocación de cadáver exquisito— que representa dos figuras, una de ellas un animal alado fabuloso —entre pájaro y estrella de mar (el Loplop, emblemático alter ego del artista suizo-alemán) — y el otro, el de su “Desposada del Viento”, que personifica a Leonora, en el lúdico reparto de roles que se habían asignado.

Ernst, dada su condición de súbdito alemán procedente, pues, de un país hostil fue detenido unos días antes por los gendarmes franceses para ser enviado en 1939 al campo de internamiento de Les Milles, donde permanecerá hasta 1940 con otros ilustres compatriotas como Lion Feuchtwanger y Hans Bellmer. Cuando por segunda vez sea apresado será encarcelado ya en un campo de concentración, en mayo de ese mismo año. A partir de ese instante, Leonora se ve abocada a la soledad y entra en un estado de enajenación mental que la conducirá primero hasta Madrid y, más tarde —dada por loca— la arrastra a ser trasladada a La Montaña.

Leonora Carrington y el doctor Morales en el Sanatorio de Santander

La pintora, con tan solo veintitrés años, en su huida llega a una ciudad depauperada pero aún no es consciente de que lo que le espera. Nuestra guerra civil ha terminado y la situación que se vive es irrespirable:  las ejecuciones, la represión, el hambre, las delaciones, la ignominia y el oprobio, las depuraciones y el estraperlo son las caras más amables de un régimen como el franquista, que no se para en mientes a la hora de imponer su férreo imperio a los sufridos vecinos de la capital. Conocida es la aversión que Franco sentía por esta, al extremo de instalarse fuera de ella, en la cercana localidad de El Pardo, cuartel desde donde la vigila alerta con suma desconfianza.

En ese lamentable estado de cosas no es extraño que una mujer joven como Leonora se vea un día envuelta en un suceso penoso: acosada en un café de la ciudad por una manada de cuatro oficiales requetés que la secuestran metiéndola en un coche por la fuerza, para conducirla a continuación a una casa a las afueras del casco urbano: “Me arrojaron sobre una cama, y después de arrancarme las ropas me violaron el uno después del otro”. Después de tan vandálico acto, la robaron las pocas pertenencias que llevaba en el bolso y la soltaron de vuelta —atolondrada— en medio del parque de El Retiro, abandonándola a su suerte.

Sin duda, este repugnante incidente, unido al dolor por la pérdida de Ernst y la incertidumbre que la angustiaba, la sume en un desequilibrio emocional que desencadenará una profunda crisis nerviosa. A causa de ello, daddy Harold Carrington —que disfruta de una posición acomodada como propietario de Imperial Chemicals, una próspera industria textil— consigue, a través de terceras personas —pertrechadas convenientemente con un botiquín de Lumival (anestésico que inyectado en la columna vertebral produce una especie de rigor mortis)— recluirla en una clínica psiquiátrica de Santander el 23 de agosto de 1940.

En el sombrío establecimiento del doctor Luis Morales Noriega —ferviente admirador del nazismo, según varias fuentes— a la pintora le es diagnosticado un brote psicótico y se la mantiene aislada en una habitación, atada con correas a la cama, donde le aplican una severa terapia de choque. En palabras del aprendiz de brujo, Leonora sanó “con solo tres sesiones de meduna (convulsivo químico con Cardiazol)”, lo que le permitió que “recuperase un buen y bien vivir”. Este medicamento se administra por vía intravenosa y es un potente analéptico y estimulante cardíaco, muy cuestionado por amplios sectores de la psiquiatría centroeuropea de la época porque —para aplacar el cuadro esquizofrénico— induce al paciente en un letargo vegetativo y una sola dosis es capaz de provocar violentos ataques epilépticos que pueden llegar a producirle fracturas óseas.

Volvamos ahora a ‘Los renglones torcidos de Dios’ de Luca de Tena —y a la adaptación de Oriol Paulo—, para encontrarnos con el gélido doctor Samuel Alvar, director médico del centro —muy bien interpretado por Eduard Fernández— que, a pesar de haber introducido cambios polémicos en el régimen hospitalario (permisos para salir o supresión de rejas en las celdas), realmente son meros “apaños cosméticos” que no impiden que lo podamos poner en pie de igualdad con el citado doctor Morales. Recordemos, en este sentido, la escalofriante secuencia en la que Alice Gould es sometida a una sesión de electroshock en ‘La Jaula’, auténtica “cámara de los horrores”, o la imposición de una camisa de fuerza a cargo de Alvar por la sencilla razón de que ella le abofetea por creerlo mentiroso. Desde luego, en la novela es mayor el ensañamiento terapéutico del “progresista” Alvar con Gould al recluirla con pacientes con patologías más graves, en lo que viene a llamarse en la jerga del ramo ‘medicina fútil’. En el film no se ha llegado tan lejos en este sentido, quizá para no estigmatizar mucho más a los enfermos mentales.

¿Cómo no imaginar entonces los aterradores tormentos de Leonora?

Por otra parte, a Luca de Tena tampoco le podía pasar por alto el hecho de que su colaborador —el aludido autor de ‘Locos egregios’— era hijo del “Mengele español”, creador en 1938 del tétrico ‘Gabinete de Investigaciones Psicológicas’, organismo franquista que estaba bajo la misma dirección de los campos de prisioneros. ¿Quiere lavar su conciencia el novelista cuando toma prestada una cita de Heinrich Heine para abrir su libro, que parece evocar la lúcida sensibilidad de Leonora?: “La verdadera locura probablemente no sea sino la sabiduría misma que cansada de las vergüenzas del mundo tomó la inteligente resolución de volverse loca.» Frase que replican a su manera las palabras del interno Ignacio Urquieta (encarnado en la película por un espléndido Pablo Derqui), compañero y confidente de Alice dentro del sanatorio: “Eras la única línea recta entre tantos renglones torcidos de Dios”.

Alguien podrá objetar que tanto el escritor (como el cineasta Oriol Paulo) sitúan la acción en 1979, cuando ya el dictador ha fallecido, y nuestro país ya vive en plena libertad. Pero puntualicemos que los psiquiátricos todavía estaban pendientes de una reforma democrática que no llegaría hasta que los socialistas lleguen al gobierno.  El 25 de abril de 1986 se aprobará la Ley General de Sanidad, que formaliza el proceso de renovación psiquiátrica emprendido unos pocos años antes. A partir de ese momento, hombres y mujeres encerrados en ‘manicomios’ pasan a ser ciudadanos con derecho a recibir una atención adecuada. Hasta entonces, en el interior de aquellos recintos se seguían aplicando las mismas tácticas “regeneradoras” del franquismo, basadas en el oscurantismo decimonónico más coercitivo y anacrónico que refleja el óleo ‘La casa de los locos’ de Goya. Inyecciones de aguarrás, bombeos espinales, cadenas y grilletes, duchas frías, palizas, leucotomías (las lobotomías llegaron algo después) y, cómo no, el temido y omnipresente electroshock: todo un inicuo arsenal terapéutico que, unido al desamparo legal que condenaba al enfermo al ostracismo y le ponía a merced de la crueldad de los celadores y sanitarios —rijosos en ocasiones— de aquellos deshumanizados asilos.

El primer hospital de día psiquiátrico en nuestro país lo había abierto el doctor Enrique González Duro, médico que tenía ciertas afinidades con la corriente de la antipsiquiatría, unos pocos años antes, pero era un aperturismo muy tímido aún. Luego escribiría el ensayo ‘Los psiquiatras de Franco, los rojos no estaban locos’. Dudo mucho que Samuel Alvar venga, con su buenismo reformista de las rutinas higiénicas hospitalarias, a ser una traslación del enfant terrible del tardofranquismo González Duro: Alvar mantiene las “celdas de castigo” (sic) en su centro. Mucho me temo que los rasgos que le atribuye el avispado Luca de Tena a su escurridiza creación literaria sean una calculada concesión a la galería para suavizar su discurso conservador en aquella España de incipiente democracia. Apenas dos años después asistiremos al grotesco intento de golpe militar con la entrada de Tejero en el Congreso.

¡Están locos estos romanos!

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