septiembre de 2024 - VIII Año

Hace 30 años era estrenada ‘Wolf’, con Jack Nicholson y Michelle Pfeiffer

Fotomontaje del autor

1994 fue un año de grandísimas películas. Estuvieron Pulp Fiction, Cadena perpetua, Leyendas de pasión, la adaptación al cine de Entrevista con el vampiro, Farinelli, El cuervo y Stargate, entre otras. Naturalmente, la lista incursionó en ese tipo de terror que, al verlo con retrospectiva (algo que agrada mucho a los amantes del cine), nos vuelve a encontrar con el mito que reverbera en el fondo del inconsciente colectivo, pudiendo regresar en las noches de marea alta para generar el reproche mortal y sonrojante a nuestra cultura y manera de hacer las cosas, incluso sin contar con especial favor por parte de la crítica. Hablamos del licántropo como respuesta filosófica a la salvajada capitalista, un romance tórrido entre el ideario revolucionario afrancesado y la reacción romántica. Hace 30 años fue estrenada Wolf, dirigida por Mike Nichols.

Jack Nicholson, con su legendaria maestría interpretativa, en el papel de Will Randall, es el respetado jefe de una compañía dedicada al negocio editorial; éste asiste a una grave bifurcación del camino cuando los cimientos de su vida se desmoronan en una edad donde no caen muy bien las sorpresas. A pesar del duro revés, afronta la situación con altura y delicadas maneras.

La editorial acaba de ser devorada por un multimillonario, Raymond Alden, interpretado por Christopher Plummer. Alden como el despiadado y cínico agente al frente de intereses corporativos sin respeto por las antiguas formas y la experiencia acumulada, sin la mística que los viejos del sector editorial imprimieron en el antiguo arte, la industria en su definición original, de llevar un buen manuscrito hasta la imprenta y las manos de sedientos lectores.

—No la veo como un conglomerado multinacional, sino como un puñado de gente decente y humana —argumenta una empleada—. Porque no creo que el dinero implique siempre una cruel ambición. ¿Estoy loca?
—Yo diría que sí —responde el nuevo dueño de la empresa.

A poca distancia de la conversación estaba Will Randall, el desamparado hombre de principios y ética de trabajo, el cuadro experimentado a quien el capital decide negar y desechar hasta los límites de la humillación, traicionado por su protegido y engañado por su esposa. En él se centrará esta trágica reacción contra el sistema (además, utilizando sus mismas tácticas de contraataque), poblando las noches de criaturas terribles que no entienden de leyes, de contratos, sindicatos, planes de jubilación ni elecciones.

Estamos ante el escarmiento anidado en aquella elegante dialéctica tan propia de la tradición crítica, incomprensible en toda su apabullante potencia sin Hegel y Marx. El veterano editor jefe sin más riqueza que su reputación profesional es mordido por un lobo en mitad de una solitaria carretera, para luego presentarse en la trama como fenómeno emergente y desconocido, una suerte de válvula conectada al inconsciente y convertida en crónica sobre lo que es decente e indecente, donde una fuerza nueva, fuerte y semisalvaje protagoniza la nueva negación de la negación, revelando al capital como lo que sabemos es: una bestia demasiado vieja y caduca que se niega a morir.

—Debido a que la selva tropical se está destruyendo tan deprisa, esos nuevos virus acabarán colonizando a todo el mundo y destruyendo amplios segmentos de la población. Solo estoy citando al New Yorker, Clarice —explica una de las invitadas a la cena en la mansión del multimillonario.
También se podría argumentar que el mundo, en realidad, ya se ha acabado. Que el arte está muerto… que estamos agotados. Que, en lugar del arte, tenemos cultura pop, televisión todo el día… investigaciones sobre en realidad porqué las mujeres cortan el pene a sus maridos —interviene Will Randall, harto de la elegante y vacía conversación de los invitados al cóctel donde el trabajo de toda su vida será lanzado a la basura, mientras el grupo lo miraba atónito.

HOMO HOMINI LUPUS

¿El licántropo como un retorno a lo prepolítico? 

Fotomontaje del autor

¿Hasta qué punto, en este mundo enloquecido, podemos considerar que hemos dejado atrás el instante prepolítico donde la muerte violenta, la servidumbre y la pérdida de la propiedad no existen o, al menos, están mal vistas? Esta insistencia del cine y la literatura por retornarnos cada cierto tiempo a los mitos sobre vampiros, licántropos y otras criaturas fantásticas, ¿no está relacionada con el quiebre (puede que, en cierta proporción, inconsciente) de los principios de soberanía, obediencia y protección que ayudan a vertebrar al Estado moderno desde los tiempos de Hobbes?

El hombre lobo como una de las grandes metáforas sobre nuestra inclinación sociocultural a la anarquía y la brutalidad, incluso inmersos en una normativa “civilizada” universalmente aceptada, logra calar en la narrativa moderna, precisamente, por los quiebres y agujeros que pueblan la construcción subjetiva, la objetivación del trabajo humano capitalista y esta rara tendencia a desechar lo que no cuadra con el modelo.

Fue así en el caso de Will Randall, cuando la cultura le apuñala por la espalda viene la naturaleza más bruta y se pone de su parte. Y lo mejor es que las cosas ocurren de forma que el director y los guionistas (Jim Harrison y Wesley Strick) se aseguran de que el espectador hace el viaje con el hombre devenido en bestia.

Lo anterior inevitablemente nos pone en contacto con un rasgo central de la reacción romántica… la nostalgia (de hecho, esta palabra aparece en los manuales diagnósticos junto a los síndromes donde el paciente tiene la impresión de convertirse en un animal).

La película de Mike Nichols está llena de ese tipo de escenas con trazos de melancolía y nostalgia… “poder sin culpabilidad, amor sin reparos. Está bien ser… lobo”, como en una llamada a la animalidad perdida, la única capaz de comprender este dolor posindustrial, tan puesto de manifiesto por la banda sonora del italiano Ennio Morricone.

Para el profesor Diego Rossello, en Hobbes and Wolf-Man: Melancholy and Animality in Modern Sovereignty (2010), ya desde los tiempos de Hobbes la licantropía se utilizaba metafóricamente para expresar el malestar religioso y político que estaría relacionado con la guerra civil en Inglaterra, la nostálgica pérdida de la razón a nivel estatal y que llevaba a la violencia sádica de unos contra otros. “Se equivocan quienes afirman que ya no hay lobos en Inglaterra”, habría pronunciado James Howell en 1644 (posteriormente sería historiador de Carlos II).

Lo interesante de esto es que existen disertaciones en el terreno de lo psicopolítico que interpretan a Hobbes como “intervención terapéutica”, buscando revertir la “licantropía política” de su tiempo, por supuesto, influido por el peso de la religión y las crónicas sobre demonios y posesiones.

Al parecer, el género Homo representa sus melancolías político-ideológicas (que jamás excluyen la violencia física y simbólica) cuando se pierde el vínculo emocional con la autoridad (trascendente o inmanente), es entonces cuando vuelve nuevamente a la animalidad neo-asalvajada. Que a Jack Nicholson lo mordiera un lobo al principio del filme, luego de captar olfativamente la mezcla química de su posible bestialidad, no es más que necesidad del guion. Pudo pasarle a cualquiera.

Ahora bien, el contacto con la animalidad no despoja de politicidad a los hombres y mujeres lobo, tampoco en la película a la que nos referimos, donde la agudización de los sentidos y el despertar de los instintos antes reprimidos no dejan de cuestionar el orden social y las costumbres existentes. En Hobbes, tal animalidad necesita del contexto sangriento de la guerra civil, para el desafortunado caso del editor jefe Will Randall fue la traición de sus seres queridos y el exquisito desprecio del poder, más el encuentro apasionado con una mujer mucho más joven que él y deseosa de experiencias genuinas.

Claro, no olvidemos que Laura, interpretada por una maravillosa Michelle Pfeiffer, llega para ejemplificar un tercer estado de las cosas sociales y culturales. El juego de la seducción, además, con la propia hija del capitalista, no busca otra cosa que contener la destrucción, tal vez dosificarla, para que el canicular romance en medio de la nieve entre el ideario revolucionario afrancesado (que, aunque emancipador, nunca dejó de amar la sangre) y la reacción romántica de ascendencia alemana e inglesa no terminara por matarnos a todos. Para la mujer cuyo problema y mayor ironía era ser ella misma, Will era una lluvia de sinceridad tan brutal que, incluso, resultaba refrescante.

Recordemos que el testimonio principal del romance, antes nombrado, entre reacción y vanguardia, cruzado en el corazón de todo Occidente, es la voracidad bestial; no podemos sublimarla por completo a la vez que resulta “domesticada” por la política, cualquier política. Los inevitables vacíos e incongruencias de la subjetividad resultante atraen a las jaurías de lobos en el imaginario popular, que nunca dejaron de correr en las fronteras entre humanidad y animalidad. Y es también esto lo que la bellísima Laura ayuda a poner en evidencia con su conversación áspera y existencial, es quien hace sentir cómodo al depredador humano con su “melancolía licántropa”, quien utiliza la palabra “regalo” para referirse a lo desprendido de la mordida de un lobo que vagaba solo por Nueva Inglaterra.

—Quiero que sepas una cosa… nunca he querido a nadie de este modo. Nunca había mirado a una mujer y pensado: si la civilización fracasa, si el mundo se acaba, pero estoy contigo, seguiré comprendiendo qué pretendía Dios…  —le dijo Will, los ojos de Laura no podían contener más dulzura, temor e incertidumbre.

No tengan ustedes ninguna duda: si el cine y la literatura no se buscaran las formas para representar esta histórica melancolía, tachonada de aburridísima ansiedad y depresión contemporáneas, alguno de nosotros terminaría aullando al filo de la medianoche, desublimando deseos, a la manera advertida por Marcuse, y saliendo de cacería bajo la luna llena. ¿Quiénes serían las presas? Me parece que los individuos como aquel que trató como a un trapo demasiado usado a Will Randall, y encima esperando que éste le diera las gracias con sumisión por reemplazarlo con la más pura y baja ambición.

Permítanme citar de nuevo al profesor Rossello (2014): “Este desafío persiste en, y gracias a, la figura del hombre-lobo cuya liminalidad interrumpe proyectos de desanimalización del ser humano y nos recuerda su irrenunciable carácter animal. Tal vez homo homini lupus significa lo contrario de lo que años de recepción de Hobbes nos han hecho creer: tal vez significa que el licántropo deviene animal para inaugurar una forma política que deja de ser humana, demasiado humana” (p.33).

“LA TORTILLA HA DADO LA VUELTA Y LLEVA MÁS HUEVOS QUE NUNCA”

(Jack Nicholson en el papel de Will Randall)

Es conocido que la película Wolf de 1994 no está entre las mejor valoradas por los amantes de historias sobre la melancolía licántropa. La crítica especializada difícilmente la pondría junto a la legendaria The Wolf Man, de George Waggner (1941) o al lado de las admiradas An American Werewolf in London, de John Landis (1981), y The Howling, de Joe Dante (1981). Sin olvidar The Wolfman, de Joe Johnston (2010), con los extraordinarios Benicio del Toro y Anthony Hopkins.

En efecto, la cinta de 1994 fue señalada por pretenciosa y no aportar nada a la tradición narrativa sobre hombres y mujeres lobo. Sin embargo, la malla argumental tiene el mérito de explicar claramente las razones de índole sociocultural y psicológicas por las que el protagonista se deja llevar por el animal que alberga en el centro de su corazón: la traición de su mismísimo estilo de vida, representada en el engaño de su protegido, la amada esposa y el trabajo de tantos años. Es lo anterior y ninguna otra cosa lo que convierte a Will en un depredador, incluso en sus resistencias a serlo.

—No todos los que son mordidos cambian, tiene que haber algo salvaje dentro. Mientras que el lobo lucha por salir, este amuleto lo mantiene a raya, a veces incluso lo expulsa —explica el misterioso experto consultado por el protagonista.

El yo tiene puesto ese amuleto cada día, un artefacto del orden simbólico que impide la llegada de la pesadilla temida por Hobbes. ¿Es que no pensamos con frecuencia en despojarnos de ese objeto X que no debe separarse del cuerpo extenuado por el trabajo? Piénselo bien, ¿acaso no deseamos en secreto aullar en plena noche a la luna desde la cumbre de la montaña más alta o en el centro de alguna playa salvaje, para luego ir en busca de los causantes de tanto dolor?

Bibliografía
Torres N, Felipe. (2014). Poder y ciudadanía. Estudios sobre Hobbes, Foucault, Habermas y Arendt. Maximiliano Figueroa (ed). Polis (Santiago), 13(39), 507-512. https://dx.doi.org/10.4067/S0718-65682014000300025

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