noviembre de 2024 - VIII Año

‘Girasoles silvestres’ de Jaime Rosales. Estreno el 14 de octubre

Girasoles silvestres, el séptimo largometraje del barcelonés Jaime Rosales, llega al fin a nuestras pantallas. Rodado el año pasado, ha sufrido varias demoras en su estreno, pero tras su paso por la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, A Contracorriente Films lo estrena en salas el viernes 14 de octubre.

Al aficionado, tanto el nombre del director como el título del film, ya le deberían dar algunas pistas sobre lo que se va a encontrar.

Con Rosales, sinónimo de cine de qualité, el envite apostará por un universo creativo que en sus constantes formales, temáticas y narrativas destila austeridad y elegancia a la par, con estilizadas puestas en escena fílmicas, siempre prístinas, que tensan los cánones representativos del naturalismo escénico hegemónico del cine actual. Vamos, “cine de autor” para entendernos, si no fuera porque el término se ha devaluado a fuerza de tanto sobarlo…

No en vano, la trayectoria del catalán es envidiable: Con Las horas de día, ganó el Premio de la Crítica del Festival de Cannes en el 2003; con La soledad consiguió el Goya a la Mejor Película y al Mejor Director en el 2008; con Tiro en la cabeza se alzaría, ese mismo año,  con el  Premio de la Crítica del Festival de San Sebastián y, con Sueño y silencio, Hermosa juventud, y Petra, se presentó al Festival de Cannes.

Si hemos de buscar en el panorama español del momento un cineasta tan inclasificable como Rosales debemos acudir a su paisano Albert Serra, al que le aproxima una mirada inquieta alejada de la tan fastidiosa autocomplacencia que nos rodea. Ambos nos ofrecen experiencias renovadoras, desde concepciones bien diferentes, en una praxis fílmica disidente que se resiste a su domesticación por el canon estético-narrativo impuesto, en general,  por la pacata industria cinematográfica. Por ejemplo, los dos han hecho uso de la técnica de la polivisión, con la que ofrecen al espectador la posibilidad de seguir la acción simultáneamente a través de puntos de vista distintos, según el personaje que en cada momento los adopte.

Sabido es que la técnica visual de Rosales tiene estilemas propios basados en los planos fijos y en la elección de la distancia neutra y desapasionada de la cámara sobre los actores, que evita hacer apresurados juicios de valor sobre la conducta de los personajes para no caer en el maniqueísmo gratuito tan frecuente en otras producciones. Los morosos planos secuencias en las escenas paisajísticas, son importantes en las localizaciones urbanas de Melilla, donde está, como militar, destinado Marcos, y le dan al film esa profundidad poética que con frecuencia ha quedado relegada al ámbito del videoarte: ¡Ay , Rohmer vs. Pasolini!

Si algo caracteriza el cine del director catalán es el hecho de que siempre introduce algún artificio en primer plano que crea un hiato entre lo que cuenta y el espectador. Este extrañamiento es lo que dota a su poética de una fría mirada “objetiva”, y por tanto, crítica y psicológica. De este modo, subvertiría los códigos del “serial killer” con Las horas del día; fragmentaría la pantalla con su observación poliédrica en La soledad; o más explícitamente, en términos de distancia física, recurriría a un teleobjetivo para filmar su Tiro en la nuca.

Conviene también reivindicar la capacidad del autor para crear un mundo propio más allá de las influencias que siempre se le achacan de Bresson y Ozu. Si bien es cierto que el catalán comparte elementos artísticos y conceptuales del ascetismo fílmico que definiera  Paul Schrader en su ya clásico ‘El estilo trascendental en el cine‘(Ed. JC Clementine, 2019)  –que hacen que lo cotidiano alcance por momentos cotas metafísicas–  la estética/ética de Rosales se emparenta también con las artes plásticas, desde la pintura de género del barroco holandés a los cuadros del artista de Pop Art Alex Katz, en esos planos donde las imágenes están truncadas a través del uso de las puertas en los interiores. Esas escenas que nos escamotean parte del plano (lo descriptivo), donde se desvía conscientemente el eje de la mirada, –haciendo uso del recurso técnico del ojo de la cerradura para que se cuele la imaginación “poética” o el más abierto voyeurismo (como en los tondos renacentistas) –,  replican y amplifican las inteligentes elipsis narrativas del guion. De este modo, se concita la contemplación desde la placidez de las imágenes que buscan la ataraxia, como haría Pessoa con su heterónimo el epicúreo Ricardo Reis, espectador del mundo, o  como quería nuestro filósofo Julián Marías cuando hablaba del alcionismo.

Con el título de la película, el metafórico Girasoles silvestres, el aficionado se trasladará, ineludiblemente, a parajes del imaginario colectivo que van desde la serie de ‘Los Girasoles’ que pintara, en Arlès y París, el holandés van Gogh hasta –si apela al ámbito del séptimo arte– el célebre melodrama homónimo de Vittorio De Sica o la premiada película dramática de José Luis Cuerda, Los Girasoles ciegos.

El espectador, como Pulgarcito, hará bien en seguir el rastro de tan venerables miguitas de pan para recoger el simbolismo solar del girasol que encandilara al neerlandés, el humanismo de la perseverante Sofía Loren en su particular cruzada sentimental, y la terrible soledad que sufría una paciente Maribel Verdú con el absurdo encierro de su marido.

Y todos esos antecedentes se encuentran, de un modo u otro, en el film de Rosales. Si la mirada japonesa de Vincent se transmuta para la ocasión en la de su admirado Ozu, la del italiano le contagiará su exquisito tono emotivo sin excusar el registro social del que siempre hiciera gala el realizador de La lengua de las mariposas.    

Sin embargo, Rosales ha declarado, que a diferencia de otras películas suyas, Girasoles silvestres, quiere ser “una película luminosa a pesar de los momentos dramáticos. Quiero dejar un sentimiento de esperanza y de felicidad a través de la historia de una mujer fuerte que sobrevive en un entorno muy difícil”.

Esa mujer fuerte es  Julia, magistralmente interpretada por Anna Castillo, joven en paro que vive sola con sus dos hijos pequeños y que en la búsqueda del amor se verá obligada a defender su independencia y a proteger la felicidad de los niños frente a las sucesivas relaciones tóxicas que establece con tres hombres diferentes, en un periplo que tiene algo de viaje iniciático en ese anhelo constante de Julia por la redención del dolor.

El guion se acerca a lo que entendemos por trama, si bien la cámara sigue a los personajes sin un aparente objetivo preconcebido. Es lo que llama el crítico Luis Martínez el “plan hanekeano”, para referirse al estilo del catalán. El hecho que acaba por romper la rutina será el desencadenante de la tragedia de Julia: la paliza que Óscar, ex presidiario y macho alfa, le propina quebrando su plácida vida en común. La violencia de género será el punto de inflexión, en este caso, para provocar la catarsis personal de la protagonista. Desde ese momento ya nada será igual: Julia emprenderá un viaje sin retorno. Ese peregrinaje vital la llevará de Barcelona a Melilla, para enfrentarse de nuevo a la irresponsabilidad del padre de sus hijos, Marcos, y finalmente para acabar en brazos de Álex, un antiguo compañero del instituto, en “una historia de amor y superación”, que en palabras del propio realizador, dará lugar a una huida hacia delante en pos de un futuro mejor.

Con Girasoles silvestres, Rosales abandona el ácido acercamiento a la burguesía catalana del Ampurdán de aquella tragedia griega que era Petra (2019) para regresar al drama social de las clases bajas, que tan buenos resultados le diera en Hermosa juventud (2014). Pero si en este caso, el escenario era el Madrid de la crisis ahora nos va a trasladar a una Barcelona suburbial marcada por el Covid, con personajes que pueden hacernos recordar aquellos. La película, al estar realizada durante el año pasado, recoge situaciones que se nos hicieron familiares a todos, como el uso cotidiano de las mascarillas, lo que potencia el sordo alienamiento de los personajes.

Los diálogos de la película hacen un uso deliberado del castellano y del catalán de modo muy sutil: es elocuente el empleo que harán los personajes de la lengua en función de su extracción social: Álex, el  último compañero de Julia, que resulta ser el mejor situado profesionalmente de todos ellos, es bilingüe frente a sus amantes anteriores, que solo hablan el castellano macarrónico de la calle. Pero no nos engañemos, las preocupaciones sociales del director, con ser importantes, no son las prioritarias para él.

El acierto de Rosales va más allá del magnífico guion, que firma con Bárbara Díez, y la impecable planificación del film: se ha sabido rodear de buenos actores en un reparto en estado de gracia, sin fisuras, que con la citada Anna Castillo –que tiene muchas papeletas para el Goya–  se completa con el triunvirato masculino formado por Oriol Pla –que ya trabajara con el barcelonés en Petra–, como Óscar,  por Quim Àvila como Marcos y de Lluís Marquès como el “ilustrado” Álex, a los que se suman los eficaces  Manolo Solo y Carolina Yuste, como el padre y la hermana de Julia, respectivamente.  Asimismo, los niños están muy bien dirigidos.

Hélène Louvart aporta su buen gusto como directora de fotografía, tras su colaboración en Petra, la película anterior del autor. La luz va a generar la atmósfera intimista y optimista que Rosales quiere contagiarnos con el concurso de nuestra complicidad, a pesar del citado extrañamiento de su retórica cinematográfica.

La música, tan poco habitual en el cine “franciscano” del cineasta, es sorprendente: juega con temas del legendario grupo Triana, en los momentos más tensos, a los que se contraponen  arias operísticas en la voz de Pavarotti, en las idílicas escenas domésticas; la banda sonora es usada, pues, con una indisimulada función dramática que busca el contraste narrativo.

Cada una de las tres historias de amor de Julia va precedida de los correspondientes nombres, sobreimpresionados en la pantalla con rótulos, de sus sucesivos amantes, como si el realizador quisiera apelar al procedimiento teatral del distanciamiento brechtiano.

Todo ello contribuye a hacernos entender que no estamos ante una historia de buenos y malos, sino ante una humana crónica social –de “girasoles silvestres”–, sublimada por obra y gracia del estro lírico de Rosales.

A este le cabe muy bien el calificativo de esteta, que reclamara para sí el austríaco von Sternberg, cuando pedía –en su autobiografía ‘Diversión en una lavandería china’ (Ed. JC, 2002) – que se pasasen sus cintas al revés para despojarlas del incómodo argumento anecdótico que las lastraba.

Acomódense, pues, en la butaca ante la pantalla para asistir, como espectadores, al mundo sin par del  sugestivo Jaime Rosales, que nos cautiva con su carrusel embriagador de bibelots lacerantes que se nos antojan, a la postre,  lacerados girasoles silvestres.

¡Les ruego que eviten en lo posible las palomitas y la Coca Cola!

Ficha técnica y artística
Girasoles silvestres

Género: Drama
Dirección: Jaime Rosales
Guion: Bárbara Díez y Jaime Rosales
Música: Triana y  arias de ópera
Fotografía: Hélène Louvart
Reparto: Anna Castillo, Oriol Pla, Quim Àvila Conde, Lluís Marqués, Manolo Solo y Carolina Yuste
Productora Coproducción: España-Francia; Fredesval Films, A Contracorriente Films, Oberón Cinematográfica, Luxbox, RTVE, TV3, Movistar Plus+
Premios 2022: Festival de San Sebastián: Sección oficial a concurso

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