Antes que nada: no se la pierdan. Por el contexto, la intrahistoria, el personaje, la devoción que subyace y la interpretación de la actriz María Giménez de Cala. Acerca de esto último: una interpretación de Elizabeth Siddall como un todo literario que alberga una sutil trama, con un quehacer permanente que llena la escena hasta el confín y con una angustia escénica que remueve al espectador y lo traslada a una zona de alardes y empatía, un recodo hacia una historia relativamente poco conocida.
Con un texto original de Inés Piñole, la dirección de Paco Montes, la escena a cargo de Enrique Martínez y la música de Bruno Axel, María Giménez de Cala se colma con el personaje de Elizabeth, esposa de Dante Gabriel Rossetti entre 1860 y 1862. Rossetti, uno de los fundadores de la Hermandad Prerrafaelita, descubre, junto a su amigo Walter Deverell, a una pobre sombrerera de ojos intensos y larga cabellera roja que alumbra a los artistas y coetáneos, y la convierte en su musa sin que ella lo desee. Pero la propia Elizabeth es un enigma: también es artista, también es pintora, también sufre con la interpretación de su lucida figura, y de igual manera aprende a leer y a escribir hasta que de su imaginación surgen unos poemas que nunca sospechó que saldrían.
El movimiento en la obra entre marcos y cuadros (frames), recuerdos y habitáculos, un recorrido de sueños y tentaciones, no es baladí. Como un ballet, como una distancia bien medida, la actriz gira y se revuelve, se acomoda e interviene y accede al propio texto. La exigua bañera donde yace Elizabeth en el escenario rememora el cuadro de Ophelia, de John Everett Millais. Allí es la muerte, acá es la vida. Posando Elizabeth para Millais, la bañera donde posaba su cuerpo pierde el calor de unas lámparas y llega el frío y la enfermedad. La hipotermia la destruye. El dolor nunca se aplaca salvo por el láudano. Entonces, Maria González de Cala se levanta y atraviesa su mundo hasta el nuestro, interroga al público, se interroga a sí misma, no obtiene respuesta. Ya nos vamos dando cuenta mirando la zona abisal del escenario: lo dio todo y casi nada consiguió, y la fama para ella fue efímera porque la enterraron con sus poemas.
Con reminiscencias del teatro de Ibsen y Strindberg y de la escena naturalista francesa, y aún de algunas heroínas de Tirso, la pieza se fusiona perfectamente con la actriz, conformando un monólogo en el que no falta ni la farmacología de los derivados del opio, ni el maquillaje de la introversión, ni la psicología de la mujer que quiere salir de la sombra para librarse del recuerdo de la hija nacida muerta y de los desplantes de su marido. Salir de la sombra para llegar al sol de la libertad individual.
Aparentemente feminista, pero agudamente humana, la obra conmueve. No se ocultan ni el amor por la pintura, ni el amor por Rossetti, ni el agradecimiento por el mecenas. Un viaje por la maternidad inconclusa, por la enfermedad inevitable y por la historia de la Arte.
Termino: vayan y disfrútenla.