... Sólo pide olvido, sombra, nada, final mentira que lo enciende y quema Octavio Paz
Hace unos días repasaba algunos capítulos de Cinelandia, de Ramón Gómez de la Serna, que si no recuerdo mal, data de 1927. Me propongo hablar hoy de El Escándalo una película de Sáenz de Heredia de 1943. Ramón hablaba de un cine vanguardista, vivo y vital… el cine de Sáenz de Heredia, pese a ser posterior, es lúgubre, pesimista y, sobre todo, huele a naftalina.
El pasado sigue viviendo dentro de nosotros. Aquellos años grises, hambrientos, sin futuro y donde se vivían múltiples represiones son un exponente de una época ya pasada, pero que no ha sido definitivamente enterrada.
El Escándalo, adaptación cinematográfica de la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón, es una película desangelada, fría, que no proporciona la menor sensación de calor humano sino que muestra un mundo ficticio, de cartón piedra, donde los sentimientos y la acción están al servicio de fines propagandísticos y reaccionarios. Ya es indicativo que se haya buscado una de las novelas más anticuadas de uno de los novelistas más conservadores del XIX. Claro está que Alarcón no es Galdós, ni Clarín, ni Valera, ni la Pardo Bazán.
Eran tiempos de exaltación acrítica de la dictadura y del dictador. Concretamente de unos años que se han dado en definir como Nacional-catolicismo y que se caracterizaban porque la iglesia metía, su alargado hocico en todo, pretendiendo controlar férreamente las conciencias. Todo se arreglaba con un arrepentimiento, una confesión y una vuelta al seno de la iglesia tras haber vivido experiencias descarriadas. ¡Así de fácil! Un pecador arrepentido siempre obtiene la salvación, pero hay que hacer méritos.
Todo suena a antiguo, a falso, a un cine propagandístico que está lejos, muy lejos, de la vitalidad de los años veinte, de la Belle Époque.
El tiempo parece estar detenido, inmovilizado, prisionero en el mar de los sargazos. Todo es penumbra, penumbra moral, penumbra cultural, penumbra existencial. Los españoles estábamos condenados a vivir en esa hora del crepúsculo, que da paso a la noche, sin que la lechuza de Minerva aparezca por ningún sitio. Existencias grises, superfluas, apagadas, sin vida… porque la vida no puede reducirse a propaganda, puede decirse que ese cine ha envejecido, pero convendría añadir que lo ha hecho, sin haber sido nunca joven.
La película avanza a trompicones, entre estrecheces morales, transgresiones e imágenes, ostensiblemente, al servicio de un nacional-catolicismo fundamentalista.
La idea de la victoria de los aliados en la II Guerra Civil Europea o II Guerra Mundial, se iba abriendo paso. La situación política en aquella España era mendaz y marcadamente hipócrita. En 1945 se promulgaría el Fuero de los Españoles, que teóricamente, concedía algunos derechos que se negaban en la práctica, cada dos por tres. Es cierto, que iba desapareciendo una parafernalia nazi de uniformes y saludos… pero iba acompañada de la llegada de demócrata-cristianos fundamentalistas, al Gobierno, como Martín Artajo o Ibáñez Martín. Estos y otros de su calaña impulsaron la exaltación de determinados valores morales o principios nacionales, olvidando clamorosamente otros.
En este ambiente enrarecido, que una película abordara el tema del adulterio hasta fue saludado por los más abyectos corifeos, como un signo de apertura y atrevimiento.
Se buscó para El Escándalo un elenco de actores de lo más característico de aquellos años como Armando Calvo o Mercedes Vecino. Y se encargó de la dirección a Sáenz de Heredia, de pública y reconocida filiación fascistoide, que 1942 dirigió Raza, cuyo guión iba firmado por Jaime Andrade, pseudónimo tras el que se ocultaba el mismísimo Francisco Franco.
Podría decirse que era un secreto a voces. Sirvió para elevar al estrellato a actores y a actrices voluntaria y ventajosamente comprometidos con la dictadura franquista: Alfredo Mayo, Pepe Nieto o Ana Mariscal, entre otros. El film es notoriamente maniqueo. Nacionales los ‘buenos’ y ‘rojos’ los malos, sin que faltara algún golpe de efecto como el Fusilamiento de los monjes.
Una crítica domesticada y servil ensalzó la cinta. Fue un éxito de público… aunque una visita a la hemeroteca, causa hoy cierta vergüenza ajena. No contento con eso, años más tarde, José Luis Sáenz de Heredia rodó una especie de documental panegírico que llevaba por título Franco ese hombre. Su adhesión al régimen provenía, quizás, de su parentesco con José Antonio Primo de Rivera (primo carnal). Hay que decir, no obstante, que tuvo una excelente relación con Luis Buñuel y que dirigió algunas películas de interés como Historias de la Radio o Mariana Rebull. Hoy nadie lo recuerda, sin embargo, es un director más que correcto y un buen adaptador al cine de textos literarios.
Centrémonos, ahora, en la película que mejor representa, a mi juicio, el cine nacional-católico. El protagonista es Fabián Conde, una especie de don Juan incluido ‘el cuan largo me lo fiais’, despreocupado y con una conducta inmoral y disoluta, incluida una adicción al juego o mantener una relación adultera con Matilde, mientras que su marido ha sido destinado a Canarias.
Una prueba más de la gazmoñería al uso, es que la acción se traslada a finales del siglo XIX, como si quisiera hacer llegar el siguiente mensaje: los adulterios son cosa del pasado, en la España de Franco estas cosas no suceden.
Los personajes no tienen muchos matices, o son castos y puros o viciosos. Matilde, por ejemplo, para mantener oculta su relación le pide a su sobrina Gabriela que se instale en su casa para fingir que Fabián es a ella a quien corteja. Sin embargo, nada más verla Fabián se enamora y comienza a corregir sus errores hasta convertirse en un ‘hombre nuevo’ capaz de luchar por combatir la injusta memoria mancillada de su padre.
Hay quienes han considerado que películas como esta, rodadas y estrenadas en los años cuarenta pueden considerarse de ‘propaganda indirecta’, aunque yo la veo directísima.
Sáenz de Heredia gozó de privilegios negados a otros. Su película contó, sin ir más lejos, con apoyos estatales que triplicaban lo que solía concederse a otros films, es decir, una cantidad aproximada a los tres millones de pesetas.
Es conveniente añadir, asimismo, que pese a inspirarse en el ultra católico Alarcón, la censura también posó su omnipresente mano en El Escándalo. Así en lugar de transcurrir durante las Guerras Carlistas, la acción se traslada a un ámbito colonial y, así se evitan problemas. ¡Qué duda cabe!
Hay en el film una apología explicita de los valores más conservadores y más rancios. Fabián Conde es otro don Juan arrepentido al que la iglesia acoge en su seno. El dualismo y el maniqueísmo resultan patentes. La virtud termina triunfando, mientras el vicio abandona la escena con el rabo entre las piernas. No es difícil apreciar que las imágenes están llenas de un simbolismo, en cierto modo, elemental pero muy eficaz dado el sesgo ideológico de la cinta. Por ejemplo, el duelo que se establece entre verdad y mentira. ¡Fuera matices o blanco o negro!
El Escándalo también puede visionarse como un juego de espejos y quizás por su alto presupuesto es capaz de abordar alardes técnicos vetados a producciones más modestas.
Cuando miramos atrás sin odio, pero con cierto, temor y desasosiego es difícil no advertir que hemos ido despertando de no pocos sueños dolorosos e incluso pesadillas que el nacional catolicismo inyectó en nuestras venas.