Imaginen un amanecer de agosto de 1976 en la “Ville Lumière”, la Ciudad de la Luz; pero un amanecer a ras del suelo: sobre su mismo asfalto. E imaginen —partiendo de Porte Dauphine, junto al Bois de Boulogne— un recorrido por sus casi desiertas calles…, pero a toda velocidad. Sí, a toda velocidad, y dejando a derecha e izquierda —según la frenética ruta va haciéndolos aparecer— algunos de los lugares más emblemáticos del París turístico: el Arco de Triunfo, los Campos Elíseos, el Obelisco de Luxor y la Plaza de la Concordia, el Museo del Louvre, la Ópera Garnier… Así hasta que ciertos rincones inconfundibles del Quartier Pigalle nos anuncian un ascenso inminente por las cuestas de Montmartre, para que todo desemboque en los aledaños del Sacré Coeur; concretamente en la cima de la escalinata cuyo último peldaño pone a los paseantes frente a la fachada principal de tan ecléctica basílica. Sin embargo, como espectadores de semejante plano secuencia, de esos algo más de ocho minutos de vibrante e insólito metraje, al punto comprenderemos varias cosas. La primera: del templo no habrá mayores vistas que los mínimos detalles ya aparecidos en pantalla, porque la cámara giroscópica que ha registrado todo se halla sujeta al parachoques delantero del velocísimo automóvil. La segunda: precisamente esa ubicación de la cámara —esa misma ubicación y no otra— permitirá asistir al abrazo en que inmediatamente se fundirán el conductor del vehículo —lejos ya del volante— y la bella y alegre joven que, por sorpresa, acaba de coronar el ascenso de la escalinata del Sacré Coeur parisino. Y enseguida podremos leer, sobreimpresas en pantalla, y con todas sus letras escritas en minúscula, las palabras con las que concluirá el cortometraje: “c’était un rendez-vous filmé par claude lelouch”.
Figúrense, por un momento, la imparable repercusión que hubiera tenido en todo el mundo algo así —una creación concebida y producida tan al filo de la navaja— de haber procedido no de la frescura imaginativa de Francia en particular, o del continente europeo en general, sino de la codificación cinematográfica, supuestamente canónica, de los Estados Unidos de América. Sin ningún género de duda, en el imaginario colectivo hoy rivalizaría con las persecuciones —por las calles de San Francisco y Brooklyn, respectivamente— de Bullitt y The French Connection, dos de los más exitosos “thrillers” de la industria hollywoodiense. Sin embargo, y a pesar de que el realizador Claude Lelouch —autor del muy interesante filme Un hombre y una mujer, de 1966— ya era bien conocido en la esfera de los Premios Óscar —diversos galardones y candidaturas avalaban su trayectoria artística—, ¿quién recuerda hoy C’était un rendez-vous (Era una cita), su descrito cortometraje, aquel retrato en movimiento de un vertiginoso París gozosamente profanador de sus clichés más obstinados? Con la excepción de los muy cinéfilos, y de unos cuantos devotos del automovilismo, ¿quién lo recuerda hoy?
C’était un rendez-vous, su escasa o nula fama entre el gran público, me ha parecido siempre una rotunda prueba de cómo la morfología y estructura de la industria cultural contemporánea acaba deformando el imaginario colectivo, al extremo de mutilarlo en aras del provecho incesante de los poderosos. A todo ello, ¿cómo cabría responder? En principio, con la mirada misma: con la mirada abierta de los curiosos insaciables. Después… ¡ya se verá!
(Artículo publicado en el número 324, correspondiente al mes de abril de 2024, de la Revista Covibar, de Rivas-Vaciamadrid.)
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