El próximo viernes 2 de julio, a las 22:00 horas, el programa ‘Historia de nuestro cine’ de La 2 de RTVE estará dedicado a la figura de Arturo Fernández en el segundo aniversario de su fallecimiento. Se podrán ver dos de sus mejores películas: ‘Truhanes’ y ‘Los cuervos’. Eugenio Rivera, colaborador habitual de ‘Entreletras’, participará como contertulio en el programa que podrá verse también en ‘RTVE a la carta’.
Ha muerto como a muchos nos gustaría,
en el escenario, guapo, elegante y simpático.
Albert Boadella
Arturo Fernández fue un hombre guapo, un hombre muy guapo. Su estatura, 1.81 m., tampoco era moco de pavo. Que alguien, con esa planta entrara en el mundo del cine en un momento, corrían los años 50, en el que la mayoría de nuestros actores eran bajitos, siguiendo el perfil tópico del españolito medio, ya de por sí era sorprendente. Si a esto le unimos que tenía una buena voz y que se movía con naturalidad delante de las cámaras, las academias de arte dramático estaban de más para él. Pero, como todos sabemos, nada es gratuito en esta vida. El reverso de la moneda es que alguien así, está condenado a ser la figura del eterno galán, el galán que Arturo fue y que ya todos tenemos en nuestro imaginario colectivo. Una especie de Sísifo que, irónicamente, carga con su belleza como si se tratara de un fardo inevitable. De este modo, el personaje se termina comiendo al actor, siguiendo los tristes ejemplos de Bela Lugosi, o Johnny Weissmuller, aunque, eso sí, sin el delirio declarado que envolviera a estos dos mitos del celuloide.
Se cumplen ahora dos años del fallecimiento del actor asturiano, y, por ello, es una buena ocasión para dedicarle un recuerdo y de paso, no está de más, romper una lanza a favor de su devaluada imagen de actor de altura. Las razones de este desprecio a setenta años de carrera profesional, lamentablemente, no sólo se amparan en el supuesto estereotipo interpretativo y el cliché que el actor lleva colgado como un sambenito. Reconozcamos que una parte de la crítica de la rancia progresía biempensante de este país le ha hecho una injusticia enorme negándole el pan y la sal, confundiendo, demagógicamente, la gimnasia con la magnesia. Ese sectarismo político ha impedido que el coprotagonista de ‘Truhanes’ no haya recibido todavía un Goya honorífico a su meritoria carrera cinematográfica, como denunciaban con estupor el actor Santiago Segura o el director teatral Albert Boadella.
Arturo Fernández se vino a Madrid, desde su Gijón natal, a “hacer las Américas” ante una acuciante situación de miseria, que su familia padecía tras el exilio de su padre a Francia, anarquista que habiendo participado en la Revolución de Asturias, debe salir por piernas para no sufrir la implacable represión franquista. Con tan sólo veinte años el futuro actor, llega a la capital y, después de hacer todo tipo de trabajos alimenticios, acaba entrando como dependiente eventual en los almacenes Láinez de la Puerta del Sol para vender corbatas. Su desparpajo y su gran capacidad para la comunicación hacen que consiga el premio al mejor vendedor de la temporada, que no es otro que ingresar en la plantilla con un contrato fijo. Sin embargo, la vocación del muchacho no va por ahí. La anécdota se nos antoja, de algún modo, “premonitoria”, si le damos un cariz irónico. Sabido es que en la jerga del mundo escénico, “corbata” es el término que se usa para designar el proscenio, y, así, por tanto, podría aventurarse, como todo un anticipo de lo que será su gran pasión posterior, y, en ese su fulgurante éxito de ventas, ya podríamos vaticinar esa fortuna suya a la hora de llenar los teatros con su compañía privada, llamada ‘Jandro’, en honor a uno de los grandes films que rodó con el director Julio Coll. En ella actuaba, pero también dirigía y producía. Era un auténtico hombre orquesta. Jamás recibió una subvención pública aunque su compañía teatral fuera la más longeva del país. Más de cuarenta años de trayectoria empresarial, de montajes que recorrieron las mejores salas de España y siempre con éxito. Se dice que incluso supervisaba los decorados de sus espectáculos. “Delego pero controlo”, presumía. Era perfeccionista hasta en el más mínimo detalle y el engranaje del teatro, aseguraba, era complicado.
Pero empecemos por el principio… Después de afincarse en Madrid, su difícil situación económica le terminará llevando a los estudios de cine, como a tantos jóvenes de la época, donde empezará como extra hasta que el gran Rafael Gil se quede cautivado con su talento natural y la expresividad de su voz inconfundible. Esto le lleva a ofrecerle un papelito en ‘La guerra de Dios’ (1953), que curiosamente se ambienta en la cuenca minera asturiana y, a pesar, de un final muy del gusto del régimen, la película ya plantea una inquietante preocupación social que el franquismo permite no sin ciertos recelos. Tanto le gusta a Gil su interpretación, que en la siguiente, la rimbombante ‘El beso de Judas’ (1954), le ofrece otro papel secundario (el apóstol Santiago) y aunque le doblan en este, el objetivo, por el contrario, es que haga la voz en off de Jesucristo, que lo encarna un actor aficionado. De este modo, da la réplica, nada más y nada menos, que al mítico Rafael Rivelles, que interpreta a Judas, el protagonista. Este interesante detalle se desconoce (no aparece en los títulos de crédito) hasta el punto de que siempre se suele decir, erróneamente por tanto, que el primer papel importante se le ofrece el catalán Julio Coll en su magnífica ‘Distrito Quinto’ (1957). Sí es cierto, sin embargo, que Coll le introduce en el entonces cine negro barcelonés, que vive su época dorada desde que Ignacio F. Iquino filmara su memorable ‘Brigada criminal’ (1950). Lo que hace al caso es el hecho de que Arturo, autodidacta, con unas, cada vez, más refinadas técnicas interpretativas va asumiendo papeles protagonistas.
Así ya, en ‘Un vaso de whisky’ (1959), también del genial Julio Coll, hace un soberbio papel de un gigoló que sablea, con total impunidad, a las suecas que vienen de vacaciones a la Costa Brava, en un retrato descarnado de la prostitución masculina y del primer turismo que llega a nuestras playas. La temperatura sexual del film es evidente aunque el realizador debe filmar escenas diferentes para nuestras pantallas y para el extranjero, presionado por la censura, en un ejercicio de esquizofrenia cinematográfica que entonces se puso de moda. Aquí, frente a lo que también se piensa, aparece ya el personaje que el actor se va a ir construyendo a su medida, sobre todo cuando cambie de registro y empiece a hacer comedias playeras, también en Cataluña, de la mano del director Juan Bosch. En el sugestivo thriller empresarial ‘Los cuervos’ (1961), lleno de un simbolismo inusual para la época, Arturo lleva la tensión narrativa del film a pachas con el argentino Jorge Rigaud y borda su interpretación de ambicioso hombre de negocios arribista.
Paralelamente, entra en el mundo del teatro, y su primer contacto con el escenario será en el ‘Teatro de Cámara y Ensayo’, dirigido por Modesto Higueras (antiguo actor en el grupo universitario de ‘La Barraca’ de Federico García Lorca) para después ingresar en la compañía de Conchita Montes y, más tarde, en la del mencionado Rafael Rivelles.
De Arturo Fernández se puede decir todo lo contrario de lo que el título de aquel film de los Coen defendía, “este hombre siempre estuvo allí”, por cuanto que el actor, como vamos viendo, ya está en todos los “fregados”: en los grandes títulos de Cifesa de la posguerra, aquellas películas que después se etiquetaron peyorativamente con el calificativo de “cine de estampita”; en los destacados films del noir catalán, con los mejores como los ya citados directores, amén de Isasi Isasmendi, Santillán o De la Loma; en la mítica ‘Cuerda de presos’(1956) que, ante su estrepitoso fracaso de taquilla, arruina la prometedora y prestigiosa carrera de un Pedro Lazaga que a partir de entonces se lanzará a fabricar, como churros, astracanadas inofensivas y burdas; en la popular comedia a la italiana ‘Las chicas de la Cruz Roja’ (1958), miniclásico del género que supuso la consagración definitiva de Concha Velasco; ya en el año 1970, en el remake del musical ‘La tonta del bote’ (de la original de Gonzalo Delgrás de 1939 no se conserva ninguna copia) como compañero de reparto de una primeriza Lina Morgan que aquí inicia su fulgurante carrera de actriz cómica; comparte protagonismo con un impagable Paco Algora en ‘Tocata y fuga de Lolita’(1974) de Antonio Drove, en una de las mejores comedias españolas, que transitaba la corriente de la “tercera vía” del productor Dibildos; en ‘Truhanes’ (1984), de Miguel Hermoso, película estrella de los 80 en nuestro país, en la que se juega los cuartos con un espléndido Paco Rabal que se sale; y en la escena antológica de ‘El Crack II’ (1984) de Garci, donde hará lo propio, en un magnífico duelo interpretativo con Alfredo Landa, con un papel de malo malísimo, rayando a gran nivel, haciendo de un mafioso sin escrúpulos que quiere comprar al detective privado Germán Areta de Landa, después de que este haya descubierto la trama de venta de medicinas falsificadas, lo que emparenta la secuencia, ¡ahí es nada!, con la legendaria de la noria del Práter, entre Orson Welles y Joseph Cotten, de ‘El tercer hombre’.
Película tras película, en la gran pantalla le veremos seducir a Concha Velasco, Analía Gadé, Teresa Gimpera, Marisa Paredes, Nadiuska, Rocío Dúrcal, Amparo Muñoz, Isabel Pantoja,… Un donjuán en toda regla que, celoso de su vida privada, sin embargo, jamás protagonizó una polémica de faldas. Los rumores en su día hablaron de sus romances con Lupe Sino (antigua novia del torero Manolete), la italiana Lea Massari, María Asquerino e incluso la simpar Carmen Sevilla. La fama de conquistador le persiguió como una sombra.
En cuanto a sus partenaires masculinos se tuvo que medir con Jorge Rigaud, Alberto Closas, Alfredo Alcón, Carlos Larrañaga, Paco Rabal, Alfredo Landa y nunca defraudó, estando a la altura de todos ellos.
Como vemos, si bien la pasión de Arturo era el teatro, no dio puntada sin hilo, como suele decirse, y no se perdió una, cubriendo varias décadas de la historia de nuestro cine. Conoció el éxito también en la TV con series de gran popularidad, como la que interpretó con la veterana actriz Lola Herrera, ‘La casa de los líos’, donde dio rienda suelta al personaje de elegante galán cínico y caradura del que antes hablábamos. Su “chatina” se convirtió en proverbial y le acompañó como un mortífero e insufrible remoquete.
Pero como dice el realizador Miguel Hermoso, que tras el inesperado éxito que tuvo con su ópera prima (‘Truhanes’) diez años después tendría una secuela en formato de serie televisiva, la profesionalidad del actor era absolutamente intachable. Boadella, cuando le dirigió en ‘Ensayando don Juan’ (2014), función de teatro que escribió para él, no sólo dijo lo mismo sino que llegó a declarar que: «En mi generación queríamos hacer teatro popular e hicimos teatro burgués, pero se criticaba a actores como Arturo Fernández, Lina Morgan o Luis Cuenca, cuando eran los que de verdad hacían teatro popular, para gustar a todos los públicos». Semejante afirmación en boca de uno de los creadores del teatro independiente en nuestro país, en abierta oposición frontal a la política cultural del franquismo con su grupo Els Joglars, debería hacernos reflexionar…
La confesa timidez de Arturo Fernández, amén de su rechazo a las circunstancias que envolvieron su triste infancia le ocultaron detrás de la cómoda máscara de aquel impenitente seductor crepuscular que se fabricó y que, según las circunstancias, podía sobreactuar o exagerar hasta el límite del histrionismo, no empañan, no pueden empañar, la encomiable labor de un actor de los pies a la cabeza, al que la industria no supo siempre tratarle con el respeto que merecía su condición. Se ufanaba de que se vestía en la sastrería donde le hacían los trajes al mismísimo Vittorio Gassman. Si hubiera tenido, en todo momento, a su lado un realizador con la sabiduría de aquel sastre, es muy posible que también hubiera alcanzado la talla del gran actor italiano. Quizá le faltó un Camus como a Landa o un Saura como a López Vázquez…
Pero por lo visto al actor le faltó la suerte y le sobró guapura y talento. Confiemos en que la justicia poética venga a sustituir las vilezas y/o la miopía de los críticos más despiadados, que abrevan en el pesebre de las ideologías, para restituir al inigualable profesional que fue don Arturo Fernández Rodríguez. ¡Sea!