Imágenes: web pintura mural Jesús Mateo en Alarcón
Objetivo:
Pretendo poner de relieve el poderío de la imagen, o de la imaginación como proceso creador y de otros cuatro poderes inequívocos: didáctico, onírico, transferencial y transformador o alquímico. Iré haciendo referencias a las pinturas murales de Jesús Mateo en Alarcón.
El poder:
La voluntad de poder es inherente a la naturaleza humana, porque toda persona es inteligible, lógica, emocionalmente y en su esfuerzo por transformar la realidad. Es decir, cada hombre es lo que hace y pretende hacerse entender mediante lo que hace, existencialmente, con su pensar y sentires, sus claros y sombras, su luz y su penumbra, el color y su negación.
La imagen:
La imagen es fruto del trabajo de la imaginación. Cada imagen es una gnosis, un sistema de conocimiento, un saber absoluto e intuitivo, con una fuerza inmensa para programar el sistema psíquico y transformar la realidad. La imagen es la palabra analógica, que sincretiza multitud de acepciones.
Al relatar nuestro pasado, nos servimos de una sucesión de imágenes, como si contáramos una película. Cuando inventamos el futuro, también creamos imágenes, que se convierten en expectativa, óptima o funesta, pero, en cualquier caso, cumplible.
El Arte:
Cuando la voluntad de poder se hace Arte, es una propuesta que formula el autor; un significante que anda a la búsqueda de un significado; un fenómeno sin noumenon. Las manos emergentes en la cueva de Alarcón no son una firma, sino indicación, ofrecimiento de un proceso en desarrollo, la génesis que se alumbra en el Noveno Día de la Creación.
El Arte tiene forma, color, sonido, movimiento; todas categorías materiales, por supuesto; pero, esencialmente es espiritualidad intemporal, fugaz y alquímica. La cueva de Altamira, fue un lugar sagrado; hoy es un museo. La cueva de Alarcón fue un muladar; hoy es un templo para la contemplación. Ambas cuevas han sido habitación de las musas, donde ellas, esto es, la imaginación humana ha tejido y destejido significantes. El trabajo imaginativo hace que las cuevas resulten almacén de espiritualidad, donde lo divino cohabita con lo humano, el tótem con el deseo y la fuerza de la magia con el hambre, en unas bodas eternas. El continente, la cueva, y el contenido, su espiritualidad, son testigos del proceso de humanización del hombre, que convierte la materia en aspiración sublime para que sea un Nous. Por ello, el Arte es patrimonio intergeneracional de la Humanidad, porque es un acta notarial que da fe de la evolución del hombre.
El otro padre del Arte es el espectador que viene a contemplarlo, admirarlo, sentirlo, vivenciarlo e, incluso a veces, muy pretencioso él, viene a creer que lo comprende.
En el Arte, el autor crea para otros, a quienes no conoce pero intuye, no sabe sus nombres, pero sí capta sus expectativas, sueños y necesidades. Es una simplificación inmensa, decir que el autor crea para sí, como si el yo fuera un absoluto. W.Witman dejó dicho “yo soy multitudes”, porque cada uno somos el otro, o los otros, que nos habitan dentro. Lo único genuino de cada uno es el Niño puro: el resto de la estructura psicológica es psicosocial, toda vez que se desarrolla a partir de la interacción con el otro.
Cuando llega el observador, inmediatamente, es inseminado por la obra artística y se convierte en poro, por donde aquella puede respirar. Autor y observadores se inseminan recíprocamente y todos entran en comunión, hacen el Arte, con la emoción estética como nexo de unión.
Por otra parte, el Arte no se explica, es una apodeixis, quiero decir que estamos ante abducciones, un modo de pensamiento que partiendo de la descripción de un fenómeno llega a una conjetura; sólo a una conjetura. El Arte está ahí para ser visto u oído, con la finalidad de hacer resurgir, una y otra vez, la emoción estética y la emergencia de conjeturas.
¿La emoción estética es significado? A mi juicio sí, un significado no conceptual, sino fruto de la fisiología del mesocortex e incluso del arquicortex, las otras inteligencias, origen de significados radicales, básicos para la vida y previos a la inteligencia abstracta. La emoción estética diferencia la obra de arte de cualquier otro conato infructuoso. Un pitido, una piedra martilleada o un garabato no son arte, carecen de alma, porque no despiertan emoción estética.
El espectador llena de vivencia el significante que se le propone y experimenta con él, junto a él, a propósito de él, dentro de él, apropiándoselo, comulgándolo, fundiéndose con él, en una orgía mística, dionisiaca que, sin paradoja alguna, desborda el sentido apolíneo del Arte. En la historia de cada obra artística, la emoción estética resurge, una y otra vez, siempre que hay un espectador frente a la obra.
En la cueva de Alarcón, hay varias emociones expresadas: una especie de boca, que vocifera y lanza venablos, anhelos y deseos con fiebre roja. Frente a ella, un ser inmenso, cándido, de grandes ubres, mira sorprendido. Este drama, tan furioso, resalta de la oscuridad del universo, escenario salpicado de estrellas y soles minúsculos, que apenas alumbran desde su lejanía de millones de años luz.
1º/ Poder didáctico:
La imagen sirve para enseñar. La imagen no necesita ser explicada, porque ella es la explicación. Como decía Bachelard: la imagen sólo puede ser explicada con la imagen.
La serpiente enroscada de Alarcón habla del misterio, las razones que la Razón no comprende, que también se explica mediante la imagen, explicación plástica de tesis abstractas. La cueva de Alarcón contiene una cosmovisión, es una gran gestalt, que aúna lo astronómico con lo vegetal; la biología humana con el misterio de la célula; el espacio infinito y la minucia; lo telúrico y lo celeste, lo germinal y lo simbólico presentando un todo a la búsqueda de un autor. En el ensueño dirigido de Desoille, la serpiente corresponde a la primera fase de los ensueños de bajada. Es identificada como fuerza maléfica, pero el soñador no la teme. Incluso los zoofóbicos pueden tocarlas, porque la maldad es una categoría moral, ajena a la naturaleza de las cosas. En la cueva de Alarcón está el magma anterior al orden, el inframundo y lo celestial con su dinámica interna, polimórfica, en una génesis incesante.
Careta: es teatral, atemorizante, espectral, de amarillo ambiguo y dientes en sierra. A mi juicio, un símbolo contrapuesto a la serpiente. ¿Qué nos enseña esta careta?, ¿es acaso la máscara que reprueba fuera lo mismo que esconde dentro?, ¿es un trampantojo de las incongruencias de todos los tiempos?
2º/ Poder onírico:
El revelado de los sueños, su interpretación, siempre ha cautivado la atención de los hombres. Antes del psicoanálisis, hechiceros, augures y mistagogos han pretendido desentrañar los significados de la vida onírica. Hoy nadie duda del papel que juega el sueño en la salud, para cerrar “gestalten” abiertas y encontrar nuevo acomodo al equilibrio psíquico.
El Arte no podía sustraerse a esta necesidad. Quizá el surrealismo, ya instaurado el Psicoanálisis, sea el mayor énfasis en este sentido. El sueño es un estado del yo que emerge cuando la consciencia se retira al retrete del alma, por usar el sintagma de Santa Teresa, o a la zotheca, la habitación interior, si quieren usar el término que empleaba Plinio el Joven, menos escatológico, pero sin la fuerza teresiana.
El sueño, como estado del Yo, crea arte por sí mismo, expresionista, asombroso, la fiesta de la noche que rompe normas y convencionalismos.
2.1.-Realización de deseos: Dalí no se conforma con la mera expresión que vemos en ese saltamontes que succiona. A lo largo de la obra del de Cadaqués, se palpa la metafísica: el dios de la nieve se derrite de deseos en la Metamorfosis de Narciso, y la memoria persiste en diluirse con los Relojes Blandos. La imagen onírica sirve para hacer realidad lo que la consciencia crítica no permite.
-2.2.- Expresión de emociones: Chagal pinta seres humanos, transgrediendo una norma cultural de los judíos y, entre medias, rompe las leyes de la lógica, porque vuelan los novios y los burros, como él mismo, que era un poeta con alas; las niñas son amarillas, verdes los rabinos; los violinistas y el circo son azules; rojos los judíos y hay rebaños de vacas azules pastando por el cielo. Todo color es emoción.
2.3.- Expresionismo emergente: en Alarcón, de la noche de los tiempos surgen esbozos de realidad, vienen a ser un fluido alboral, una pretensión casi indefinida de ser, que pugna por cobrar forma y existir. Son el sueño de un dios mortal, inmerso en la cueva, en su zotheca creadora, en el reino donde todo es posible.
3º/ Poder transferencial:
Toda imagen es un sincretismo de recuerdos anteriores y aventuras por llegar que consolidan nuestro presente. No imaginamos “a tontas y a locas”, al albur de un capricho casual y sin fuste. Apoyándonos en el pasado, el “dèjá vu”, creamos lo que somos y nos adentramos en el futuro, el “jamais vu”, adunando pasado, presente y futuro. Hay un diálogo permanente entre lo conocido ayer, lo que nos interesa y cautiva hoy y lo que está por descubrir mañana; lo que fuimos en el pasado, lo que somos y lo que nos dicta la ambición de llegar a ser.
Esta virtualidad sincrética de la imagen tiene un considerable poder identificador de nuestra realidad personal. Vemos aquello que estamos predispuestos a ver, en función de nuestra biografía. Y tal predisposición, enraizada en nuestras vivencias anteriores, da cuenta de la realidad que somos y la que podemos desarrollar. Rorschach utilizó esta propensión de la imagen para el diagnóstico y el pronóstico.
Sin embargo, cuanto más indefinido sea el motivo que suscita nuestras evocaciones, mayor será su capacidad diagnóstica, porque el riesgo de interpretar aumenta el margen predictivo. La ambigüedad aumenta siempre los retos y estos, a su vez, dejan mayor espacio a la libertad. Quizá sea por eso que nos ponemos en guardia frente a lo ambiguo: su polisemia y carácter equívoco.
4º/ Poder transformador:
Dijo Stendhal que lo bello es promesa de felicidad. Es un decir, porque hay una estética de lo feo, que no pretende el gozo; al menos, no lo pretende de forma directa. Las catarsis hacen sufrir, son dolorosas, aunque curan. La imagen engendra emoción, con mayor o menor grado de intensidad, desde la simple afección hasta el entusiasmo (¡qué palabra!, en theos eimi, estar en dios). El entusiasmo es un estado límite, frontera entre la realidad íntima, insondable y las múltiples realidades externas; una experiencia dionisiaca, donde las imágenes confluyen en orgía, transportando y generando torbellinos emocionales, un delirio de divinización. Ese momento es un acto privado e íntimo, que ocurre en el retrete del alma, cuando el individuo singular toca lo numinoso y provoca una fortísima descarga energética, susceptible de generar patología en las histerias de conversión, sanar mediante la catarsis, hacer milagros en la sublimación mística, crear Arte como ascensión espiritual, o sumergirnos en la locura como gran evasión del dolor.
La Pintura Mural de Alarcón transfiere un poder telúrico, las figuras nacen de la noche que, en este caso, es el no ser. En la noche de Jesús Mateo no hay tormento, ni angustia; simplemente, no hay luz, un fondo gestante. Toda la cueva de Alarcón es un inmenso útero, cargado de energía, donde van cobrando luz y color seres pre-mórficos que inician caminos evolutivos divergentes y alcanzan grados de desarrollo diferente. Mateo pintaba de noche, de forma onírica, condensando, sincretizando, desrealizando. El conjunto es un test de Rorschach gigantesco. No hay diez láminas, sino un diluvio de láminas, que se olvida de la simetría alemana, para hacer de la irregularidad una fiesta de lo posible.
Schopenhauer dijo que el Arte sirve para liberarse de la voluntad. Yo me pregunto: ¿sólo de la voluntad? Yo apuesto a que también sirve para liberarnos del pensamiento. En Alarcón, el espectador se convierte en niño cándido, regresa, ontogenéticamente, al punto de partida existencial. Ve, ciertamente, pero no sabe qué. Se ve obligado a sumergirse en la aventura de no saber; de ahí su candidez infantil. Pero, siente; siente curiosidad, ganas de calmar su excitación y seguir la búsqueda de referentes. Sin percatarse de ello, se va embriagando, conforme regresa al hambre de estímulos, que pusieron de relieve Piaget y Berne, cada uno a su manera. Esta es la experiencia de nuestros primeros años de vida, resurgente en la cueva de Alarcón por el aluvión de estímulos. Los psicólogos sabemos que cuantos más estímulos hay, mayor es la plasticidad neuronal. Por eso, el niño es insaciable; necesita los estímulos como alimento de su cerebro, sin preocuparse de entenderlos, ni darles intencionalidad, ni establecer conexiones entre ellos. Simplemente, se deja llevar por los estímulos, los palpa, los chupa, los siente, sin más pretensiones.
La cueva resulta regresiva porque es radical, nos transporta a una génesis, donde hay más Dionisos que Apolo, más frenesí del tíaso de las emociones que desfile cartesiano del orden, las normas y las apariencias de belleza. A continuación, lo dionisiaco y lo apolíneo tienen que casar, machihembrarse, necesariamente. Si Dionisos y Apolo no fueran convergentes, sólo podríamos esperar el caos o una obra sin alma; en el mejor de los casos, un derrape dadaísta. Sin embargo, el entusiasmo juvenil de la cueva condiciona su emoción. Es un Arte promotor de emociones: nace de la emoción y busca emocionar.
Cuando el observador entra en la cueva de Jesús Mateo, la primera sensación es de estupor y asombro. El pensamiento queda absorto. El logos está pasmado y fuera de juego, bloqueado por el bombardeo de estímulos analógicos que le cae encima, tras haberse aventurado a entrar. De nada le sirve su inteligencia abstracta para conceptualizar, porque todo cuanto ve está desrealizado, incluso la cueva, que es cóncava, pero euclidiana, un vacío herreriano. Para lo que ve el observador, no cabe el sentido lógico, ni el crítico, porque ha entrado en el ámbito de las sorpresas, el reino del pathos, un santuario de la emoción estética. Al estar frente al Arte, la perfección consiste en no comprender y llegar a alguna apodeixis. Si entendemos demasiado pronto, o pretendemos entenderlo todo, lo más seguro es que nos equivoquemos y no hayamos comprendido nada. Mateo saca luz y color de la nada, de la oscuridad en la que duermen los demás y de la que emergen sus señales. Las tinieblas ajenas las ha hecho propias, se las ha metido en la cueva, convirtiendo a esta en un gran útero, donde todo puede germinar. El lienzo da forma a seres posibles; tal vez un bestiario en estado germinal, un cúmulo de cigotos, blástulas y fetos dispuestos a vivir; la expresión de la nietzchiana voluntad de vivir, que aún son formas múltiples de no importa qué, con tal que puedan asombrar y despertar entusiasmo. El pintor sueña que cuando sus semejantes despierten y amanezcan en su cueva, les va a sorprender un mundo nuevo, una realidad distinta, un jamais vu del dèjá vu, que es poesía, poiesis, un zarandeo de la vida, que viene a repoblar el negro asotanado del valle de lágrimas del Júcar.
En la cueva de Alarcón, cada día amanece un terremoto de energías, un aquelarre de fuerzas inconformistas que luchan por sobreponerse al luto, a la negritud opaca que todo lo mezcla y confunde. Quizá fuera el impulso de la juventud indómita, trémula de pasión, casi adolescente a los 22 años, que se resistió a madurar durante los siguientes siete años de trabajo: pintar en la oscuridad, con postura miguelangelesca para poblar la bóveda, acosado por el frío del páramo conquense mordiendo sabañones y la angustia de tener que interrumpir y dejar inacabada la obra, son barricada para la creación. En el centro de la circularidad, está la cueva, dentro de la antigua iglesia herreriana de San Juan, que ha hecho el vacío para que quepa la luz y poderse convertir en un mindfulness por sí mismo, un centro de silencio, una zotheca, un retrete del alma, donde la conciencia sólo deja lugar a la atención plena. Allí el lienzo nos galvaniza de silencio y nos cubre de entusiasmo. El pintor quizá viene a provocar a la noche y llenarla de vida; quizá sea un impulso de juventud intrépida; quizá quiere transformar el páramo en un jardín tropical; quizá nos convoca al silencio de la contemplación del misterio. Todo es posible y nada verdadero, porque es el reino de la emoción estética.