diciembre de 2024 - VIII Año

‘El mozo de mulas’, por fin: un hito en la recuperación del legado de Antonio José

El escritor y musicógrafo Antonio Daganzo sienta las bases para un acercamiento a la sobresaliente ópera ‘El mozo de mulas’, del compositor burgalés Antonio José, asesinado en 1936, al poco de comenzar la Guerra Civil española. La obra por fin ha sido dada a conocer en su integridad, con su estreno –en versión de concierto- del 12 de noviembre de 2017, y la publicación del registro de aquella sesión musical celebrada en el Fórum Evolución de Burgos.

mozomulas2El mozo de mulas nunca debió ser una ópera póstuma. Tras el estreno madrileño de su ‘Preludio’ y su ‘Danza popular’, el 11 de noviembre de 1934 –a cargo de la ya por entonces sumamente viva Orquesta Sinfónica de Madrid-, una secuencia lógica de acontecimientos hubiera conducido, en primer lugar, al término de su orquestación –sólo faltaban por instrumentar desde la escena sexta hasta la duodécima del segundo acto-, y luego a su presentación completa, quizá incluso en la misma capital que tan cálidamente había recibido el adelanto de aquellos dos significativos pasajes. Por desgracia ninguno de los dos hechos hubo de producirse en tiempo y forma, toda vez que el compositor, Antonio José Martínez Palacios, para el mundillo artístico y musical sólo Antonio José (1902-1936), fue acusado –huelga decir que injustamente- de ‘espionaje e incitación a la rebelión’, recluido por espacio de mes y medio en la Prisión Central de Burgos –su ciudad natal-, y, durante la madrugada del 8 al 9 de octubre de 1936, fusilado en el Monte de Estépar -por una partida de falangistas, en este caso, y junto a otras veinticuatro personas-. Quedaba así truncada la carrera y la vida no sólo del autor de una de las mejores óperas de la historia musical en España –ya podemos afirmarlo categóricamente-, sino también de uno de los nombres fundamentales de la llamada ‘Generación de la República’, que tuvo en los centros neurálgicos de Madrid y Barcelona a compositores tan destacados como los hermanos Rodolfo y Ernesto Halffter, Salvador Bacarisse, Frederic Mompou, Roberto Gerhard o Eduard Toldrá, y, en la periferia, a Manuel Palau y Joaquín Rodrigo en Valencia, y al propio Antonio José en la vieja Castilla. No era la primera vez que nuestro país sufría la pérdida prematura de un genio del arte del sonido –Juan Crisóstomo de Arriaga, Vicente Cuyás o José María Usandizaga resultan buenos ejemplos al respecto-, pero jamás la tragedia había golpeado a dicho arte de forma tan horrible, privándonos de la madurez total de quien estaba destinado a ser ‘el gran músico español del siglo XX’, en palabras de Maurice Ravel, nada menos. El estreno de la partitura íntegra de El mozo de mulas, en versión de concierto, el pasado 12 de noviembre de 2017 en el Fórum Evolución de Burgos, y la edición discográfica del registro de aquella sesión esperada durante décadas, ha venido a recordarnos, como nunca antes, la magnitud del horror cometido con el asesinato de Antonio José; evidentemente nuestro ‘Lorca’ de la música, como puse de relieve en el capítulo final de mi ensayo divulgativo Clásicos a contratiempo.

Sólo que en el caso de Antonio, a diferencia del de Federico García Lorca, la represión de la dictadura sí que estuvo muy cerca de lograr su objetivo auténtico, mucho más ambicioso en realidad: la detallada aniquilación de su legado artístico hasta el extremo de lograr que las generaciones venideras lo ignorasen todo acerca de un hombre extraordinario, de origen humilde, becado dos veces en su camino hacia el triunfo que bien merecía –primero por la Diputación de Burgos y después por el Ayuntamiento-, y que llegó a ser Premio Nacional de Música, en 1932, por su Colección de cantos populares burgaleses. Un fabuloso trabajo etnomusicológico que nos lleva a pensar en los afanes análogos de Béla Bartók y Zoltán Kodály por las tierras de Hungría y sus naciones aledañas, y que no pudo ser editado hasta casi medio siglo más tarde, en 1980, con la restitución de la democracia en nuestro país. José Prieto Marugán nos ha recordado cómo la colección ‘tuvo que ser escondida, bajo tierra, por los familiares de Antonio José, durante la época franquista, para que no fuera destruida’. En realidad, la dictadura empezó a fracasar en su destructor empeño cuando, a finales de 1971, un heroico artículo de Santiago Rodríguez Santerbás llegó a publicarse en la revista ‘Triunfo’; artículo cuya intención era reivindicar abiertamente la figura de Antonio José, y que sirvió de pionero entusiasmo para cuanto habría de alcanzarse por fin y por fortuna: la paulatina recuperación de la obra del músico y la bibliografía especializada que ha venido acompañando dicha recuperación, con los trabajos del profesor Miguel Ángel Palacios Garoz indudablemente a la cabeza.

mozomulas1Doña Clara (2017). Pintura de Sáiz Manrique realizada para ilustrar el estreno de ‘El mozo de mulas’De la citada Colección de cantos populares burgaleses cabe presumir algo que, en efecto, se corresponde por completo con la verdad: Antonio José fue el gran folclorista de la Generación de la República, o Generación musical del 27 –así también se la conoce-. No obstante, y como tuve ocasión de señalar en el aludido capítulo final de Clásicos a contratiempo, ‘el ‘castellanismo’ del autor no era la excusa para practicar un casticismo o un nacionalismo desfasado de herencia romántica, sino el modo que tenía de reivindicar sus raíces (…) en un contexto de modernidad musical europea a la que él no permaneció ajeno’; sobre todo a las novedades que llegaban de Francia –Debussy, Ravel-, aunque también alcanzó a asimilar cierta influencia de Stravinsky y Bartók –y ahora, gracias a la difusión de El mozo de mulas, sabemos asimismo que, en la esfera del teatro musical, tuvo muy presentes algunas enseñanzas wagnerianas-. En los apenas treinta y cuatro años de vida que ni siquiera llegó a cumplir, el compositor dio buenas muestras de todo ello a lo largo y ancho de una producción digna de encomio. Quizá los primeros en tomar plena conciencia de la recuperación de semejante legado hayan sido los guitarristas, y más aún los coralistas. Porque Antonio José es el autor de una formidable Sonata para guitarra –dedicada a su amigo y paisano Regino Sainz de la Maza, para quien Joaquín Rodrigo escribiría su Concierto de Aranjuez años más tarde-, y también de un ‘corpus’ coral -¡maravillosos sus Cinco coros castellanos!- que se cuenta entre lo más exquisito en su género, en el contexto de la moderna música española –y es que, tras su paso por Madrid como estudiante, y por Málaga como profesor, Antonio volvió a instalarse en su ciudad natal para dirigir el Orfeón Burgalés, desde el año 1929 hasta el 1936 de su asesinato-. De cualquier modo, la inspiración del artista abarcó igualmente el piano y la orquesta, con obras tales como el delicioso –y muy influido por Debussy- Poema de la juventud, la monumental Sonata gallega o la Sinfonía castellana, cuyo valor y hermosura se concentran en sus movimientos centrales, ‘Paisaje de atardecer’ y ‘Nocturno’. Personalmente, y aun reconociendo su condición menor, siento una simpatía especial por la Suite ingenua de 1931; en esta partitura, escrita para piano y orquesta de cuerdas, creo reconocer una suerte de compendio, de epítome de la frescura y espontaneidad propias de la música de Antonio, y aun de su carácter, de su humanidad misma.

Cierto que el vínculo de Antonio José Martínez Palacios con el teatro musical había dado unos primeros frutos entre 1921 y 1925 (La antesala de la Gloria, La memoria del Doctor Coronado, Minatchi); pero más cierto aún es que cuanto vino luego, y apenas pudo divulgarse en vida del autor, va mucho más allá de las fronteras alcanzadas por aquellas exploraciones. No sólo eso. El mozo de mulas es, con diferencia, el proyecto más formidable en el que Antonio José se embarcara nunca, con lo que no ha de extrañarnos su dilatado nacimiento, que en puridad abarcó una década, desde 1926 hasta 1936 –las escasas escenas del segundo acto que quedaron por instrumentar, a la muerte del músico, fueron orquestadas en 1987 por el catedrático de composición Alejandro Yagüe, quien, por cierto, falleció el 24 de agosto de 2017, es decir, apenas tres meses antes del estreno cabal de la partitura, lo que pone a toda la tragedia del caso un cruel y desgraciado colofón-. Lo diré sin rodeos: quizá no estemos ante una obra maestra, o una obra redonda; quizá Antonio José habría alcanzado una madurez mayor en la siguiente composición escénica que hubiera emprendido; pero sobre lo que no caben dudas ni objeciones es que El mozo de mulas es una obra cuyo verdadero genio merece contarse, desde ya, entre los hitos de la ópera compuesta por músicos españoles. El mozo de mulas pertenece, pues, a esa estirpe de calidad fijada por la ‘Escena V’ de La Celestina, de Pedrell, o por las aún mejores óperas de Isaac Albéniz –Henry Clifford, Merlín, Pepita Jiménez-; a esa estirpe de las Goyescas, de Granados, o de La vida breve y El retablo de Maese Pedro, de Falla; de La Dolores, de Bretón, o del acto tercero de Margarita la tornera, de Chapí; de Las golondrinas, de los hermanos Usandizaga, Amaya, de Guridi, Maruxa, de Vives, o de la recientemente también recuperada Fantochines, de Conrado del Campo –quien fuera profesor de Antonio José en Madrid, por cierto-. El mozo de mulas demuestra un dominio creciente del moderno lenguaje operístico, y tal es la causa por la que su acto tercero resulta sencillamente memorable, al igual que ocurre con el Henry Clifford de Albéniz o la Margarita la tornera de Chapí. La comparación con Margarita… no es nada trivial, pues pone el dedo en la llaga del engaste de lo cómico y popular en lo dramático y lírico. Sin alcanzar un resultado óptimo, Antonio José sale muchísimo mejor librado que Chapí a ese respecto. Margarita la tornera desemboca en la maravilla de su tercer acto porque el elemento cómico –con su constante apelación al universo de la zarzuela- se desvanece; en el portentoso acto tercero de El mozo de mulas no hay desistimiento alguno y encontramos, por fin, un muy logrado equilibrio entre ambos polos.

mozomulas3Partitura manuscrita de ‘El mozo de mulas’La ópera, con libreto de Manuel Fernández Núñez y Lope Mateo, recrea con libertad constructiva todo el episodio cervantino del mozo de mulas; ‘la agradable historia del mozo de mulas’ –tal como el propio Miguel de Cervantes la describió-, interpolada en El Quijote a partir del capítulo XLIII de su Primera Parte. Los amores de don Luis y doña Clara fructificarán aquí igualmente, sólo que con bastantes más recovecos argumentales de por medio, y con la presencia simbólica de don Quijote, como personaje mudo, en una pantomima final donde el Caballero de la Triste Figura será feliz testigo de la unión de los jóvenes enamorados. Musicalmente, desde el espléndido ‘Preludio’ –que nos da un cabal anticipo de toda la estatura lírica de la composición-, Antonio José deja bien claras las influencias generales que acertará a conjugar, con las lógicas herencias hispánicas, en su estilo personalísimo: Wagner y el impresionismo francés. De manera muy oportuna, Enrique García Revilla ha puesto de relieve ‘la admiración que el compositor sentía (…) hacia la tradición del wagnerismo en la ópera española’, manifestándose, en El mozo…, ‘en el empleo de una serie de motivos musicales, más de treinta, asociados a los personajes y a su relación dentro del drama’. Dicho en otros términos: Antonio José era consciente de que la técnica de los ‘leitmotiven’ o motivos conductores había revolucionado el universo del teatro musical, del drama musical, por muy libremente que pudiera asumirse y practicarse, como fue su propio caso. Y así, al comienzo de El mozo de mulas, el ‘tema de la expectación’ –Antonio dixit, según revela de nuevo el citado García Revilla- abre y cierra el cautivador ‘Preludio’, enmarcando un episodio –donde la huella francesa resulta más evidente- de expansivo lirismo que después dará cuerpo a las escenas de amor de la ópera.

El primer acto, muy breve si lo comparamos con la duración de los otros dos, nos ofrece ya un inicial dúo de don Luis y doña Clara –tenor y soprano-, capaz de prefigurar la importancia de ambos protagonistas, en conjunción, tanto para la altura poética de la obra como para su mismo desarrollo. Todo el bloque de arranque del segundo acto, con su cuadro costumbrista en la animada venta cervantina, quizá resulte la parte menos sólida de El mozo… desde el punto de vista de la construcción musical y la tensión dramática. No obstante, las melodías de sabor popular se ven enaltecidas sistemáticamente por un rico régimen armónico, lleno de giros inesperados; el coro empieza a hacer acto de presencia con la relevancia esperable en un autor de la idiosincrasia de Antonio José; y la instrumentación se muestra muy colorista en su refinamiento, a tal grado que la ‘Danza popular’ –la que en 1934 se había estrenado ya, junto al ‘Preludio’- ‘reinterpreta la característica fuerza orquestal de Ravel’, según indiqué en mi ensayo Clásicos a contratiempo. Entretanto, se ha producido la llegada a la venta de don Luis, ataviado como mozo de mulas, y con aria del tenor incluida, entre campechana y jovial: ello posibilita, siempre en el contexto del segundo acto, la apertura de todo un nuevo bloque espléndido, dominado por otro dúo de don Luis y doña Clara de muy alta inspiración –y rubricado, además, por un episodio orquestal, de generoso lirismo, melódicamente encomendado a las cuerdas, con el acompañamiento de rápidas y fulgurantes cenefas en las maderas y la calidez sostenida de las trompas-. El portentoso acto tercero se abre con el mejor de los coros de la ópera, el de los mendigos a la puerta del convento de las clarisas: en un clima de solemnidad doliente, el delicado trabajo armónico anticiparía las tan características sonoridades de la música sacra de Francis Poulenc. Luego, los personajes de Chacona –mezzo- y del Oidor y don Álvaro –ambos barítonos, los padres de doña Clara y don Luis, respectivamente- cobran la justa relevancia teatral para preparar el aria de la soprano protagonista –aria de arrepentimiento breve y sutil dramatismo- y el último de los dúos de los enamorados –extenso, colmado de episodios contrastantes en su inexorable camino hacia la pasión final, perfecto para redondear los retratos psicológicos de sendos personajes-. Toques de farsa, planteados con finura, introducidos con sabiduría por el autor, y en los que la intervención del coro vuelve a destacar muy principalmente, van poblando el disparatado enredo gracias al cual don Luis y doña Clara acabarán unidos en matrimonio. La recia concepción musical que domina el decurso de El mozo de mulas reserva para la orquesta un exclusivo lugar de honor en la pantomima de cierre, con la ya señalada presencia simbólica del hidalgo Alonso Quijano, el caballero andante don Quijote.

ElmozodemulasLos musicógrafos, los pocos que por ahora hemos venido ocupándonos con toda atención del legado de Antonio José, solemos rubricar nuestros textos en torno a su figura recordando las palabras que este artista tan insigne les gritó a sus verdugos, con una dignidad conmovedora hasta las lágrimas, antes de sucumbir a los disparos del pelotón de fusilamiento: ‘¡Viva la música!’. ‘¡Viva la música!’ podemos exclamar nosotros, igualmente, tras descubrir El mozo de mulas y su incuestionable maravilla. El camino de esta ópera, por fin recuperada, no debe detenerse aquí; esta creación sobresaliente es digna de ser representada en el madrileño Teatro de la Zarzuela, o incluso en el Teatro Real y el Liceu de Barcelona. Ojalá ese estreno escénico de El mozo de mulas, cabal y definitivo, pueda celebrarse cuanto antes.

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