“Nosotros no somos la sede de Cristo, sino la sentina de Satanás.“
Erasmo de Rotterdam
Si hablamos de Suiza nos vendrán inmediatamente a las mientes ideas como evasión de capitales, paraíso fiscal, maletines de papel moneda internacional, cuentas shoffcore y otras tantas, asociadas a la trepidante fontanería financiera de los trileros de las grandes fortunas. Amparada en el secreto bancario, Suiza ha hecho su agosto a cuenta del dinero negro durante décadas. Los casos de corrupción, las filtraciones de cuentas opacas y la presión europea para que aumente su transparencia han puesto al país en el punto de mira en los últimos tiempos.
Sin embargo, ha habido otros tráficos más venerables y otras fugas de divisas no precisamente monetarias, que convirtieron a ciudades como Zúrich en auténticos paraísos no sólo fiscales, para escamotear la mirada escrutadora de las haciendas públicas. De ellos se suele hablar bastante menos porque vivimos en un mundo que atiende con desmedida pasión a todos aquellos menesteres que se instalan de cintura para abajo.
Así que rompamos por una vez una lanza a favor de las preocupaciones menos mundanas. Nos vamos a referir a una bolsa de valores más inquietante si cabe que la anterior y que no es otra que la del proceloso mundo del Arte. Si seguimos con la jerga financiera debemos reconocer, pues, que el célebre Cabaret Voltaire, “cuna” del Dadaísmo, no fue más que la sucursal suiza de un holding omnímodo que había tenido sus oficinas centrales 35 años antes en el bulevar Rochechouart del barrio bohemio de Montmartre en París, y que atendía al sugerente nombre, hoy ya multinacional, de Le Chat Noir. Y su poder garante fue tan elevado que tuvo otras tantas agencias repartidas por el mundo, como Els Quatre Gats de Pere Romeu en Barcelona, el Schall und Rauch de Max Reinhardt en Berlín o El Perro Vagabundo de San Petersburgo.
Si a la primera se adscriben nombres tan memorables como los modernistas catalanes desde Ramón Casas a Santiago Rusiñol, padres putativos del malagueño Pablo Picasso; en la segunda nos tropezaremos con los devotos vinculados al kabarett de la República de Weimar, ya sean el músico Friedrich Holländer o el autor satírico Kurt Tucholsky; y finalmente en la tercera, la nómina se va a nutrir de poetas de la talla de Ósip Mandelshtam o Vladímir Mayakovski y de compositores como el incombustible Serguéi Prokófiev.
Le Chat Noir tuvo, sin embargo, una vida muy corta. En tan sólo seis años, los que van desde su inauguración el 18 de noviembre de 1881 hasta su clausura en 1887, consiguió cocinar un nutritivo caldo de cultivo que alimentará al insaciable mercado artístico del fin de siécle francés disparando la cotización de sus crecientes acciones en el parqué del Parnaso decimonónico. El Chief Executive Officer de esta fértil junta directiva será el inclasificable charlatán Rodolphe Salis. El humor insolente de este demiurgo de opereta conectará directamente con el que andando el tiempo, Tzara y sus esbirros apuntalen en el ‘Cabaret Voltaire’. ¡Si la Central le hubiera pasado el importe en concepto de royalties “el hombre aproximativo” se habría caído de literalmente de culo!
Como elemento premonitorio de lo que estaba por venir en Zúrich, el clarividente Salis colocó a la entrada de su garito a un gendarme suizo, ataviado de oro de los pies a la cabeza, en lo que venía a ser una mofa descarada de La Guardia Suiza del papa y la Santa Sede y, al mismo tiempo, del Cuerpo de Seguridad del palacio de Versalles durante el reinado de Luis XVI.
El “puerta” será el responsable de hacer pasar a los iniciados de tan exquisita secta al interior del local prohibiendo, sin embargo, el acceso a los indeseables «sacerdotes y militares» que entonces eran considerados una patulea infame. Bajo la libertad de la Tercera República Francesa se respiraban aún a pleno pulmón los aires anarcoides de la Comuna de 1870.
Con su proverbial mordacidad y su lúcida inteligencia, Salis logrará reunir en torno a su cenáculo a grupos como el Club des Hydropathes del poeta y novelista Émile Goudeau, caracterizado por su declarada aversión al líquido elemento, ya fuera ingerido ya para ablucionar, y Les Hirsutes de Maurice Petit, que siete décadas antes de la llegada del movimiento hippie ya lucen unas asombrosas melenas y unas prolijas barbas que ponen los pelos de punta a los repeinados burgueses biempensantes del momento. Ambos junto a Les Jemenfoutistes, Les Fumistes o Les Incohérents, conformarán una corriente satírica e iconoclasta, liderada por Arthur Sapeck y Alphonse Allais, que entronca con el espíritu iconoclasta de Rabelais y Villon.
Sapeck, seudónimo del extravagante Eugène Bataille, lleva el pelo teñido de verde y suya es la ‘La Mona Lisa pipa’, mofa sobre la obra de Leonardo que se adelanta, en casi cuatro décadas, a la obra «LHOOQ» de Marcel Duchamp, pero que la posteridad se ha empeñado, sin test de paternidad por medio, en adjudicarle a este sólo porque la rehabilitó en 1919. Dalí haría después otro tanto, lo que da la medida del magistral hallazgo de su creador original y por ende, de toda aquella tendencia anticipadora que había sido fundada por el escritor Jules Lévy en 1882.
Según el estadounidense Philip Dennis Cate, comisario de una de las exposiciones dedicadas al establecimiento de Salis y editor del magnífico libro ‘The Spirit of Montmartre. Cabarets, humor, and the avant-garde, 1875-1905’, allí “nació un centro de creación que permitió la colaboración entre artistas, quienes vivieron y defendieron un espíritu de libertad y revolución en las artes y la literatura”.
De hecho sus miembros pueden ser considerados como protodadaístas sin riesgo a exagerar. Para definir el lamentable estado de cosas a las que se enfrentan estos jóvenes nada más elocuente que las palabras del crítico de arte Théodore de Wyzewa: “La literatura parece querer llamarse, decididamente, pesimismo. Nos regala novelas pesimistas, dramas pesimistas, poemas pesimistas, obras de crítica pesimistas”, a los que los citados recién llegados quieren «no significar nada, dejar de tener sentido para simplemente vivir, escribir poesía, beber y cantar apuntando contra la burguesía».
¿Cabe mejor declaración de principios? El máximo precepto dadaísta/ surrealista de “épater le bourgeois” ya era un clamoroso grito de guerra entre aquellos grupúsculos de Le Chat Noir.
Y para buscar el eslabón perdido entre este microcosmos, que brilla con luz propia en la oscuridad de las noches canallas de París, y la futura vanguardia suiza hay que recordar, entre toda la pléyade de noctívagos que se aventuraban allí, a dos figuras claves. Porque, invocando el equívoco título de la novela de Dumas, ‘Los tres mosqueteros’, el codiciado eslabón no tiene solo un engarce, sino dos. A saber: el compositor Erik Satie y el escritor Alfred Jarry.
Si el músico en 1887, abandona su casa en Honfleur, en la baja Normandía, para recalar en Montmartre y pronto integrarse en las filas de la clientela artística del café-cabaret de Salis, el mentado Jarry, aunque no tenemos noticia de que a lomos de su inseparable bicicleta y pertrechado con su inexcusable revólver, le diera a la absenta en tan venerable abrevadero, comparte la misma postura de ofender el «buen gusto» burgués de su transgresora feligresía. O al menos eso es lo que ponen de manifiesto tanto las sucesivas puestas en escena de su escatológico personaje Ubú como la seminal ‘Gestes et opinions du Docteur Faustroll, pataphysicien’.
El título de esta novelita póstuma del hilarante poeta de Laval, es un guiño inequívoco a la anti novela de Laurence Sterne ‘The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman’. El crítico Will Noonan, en el capítulo ‘Del shandyismo a la patafísica’ de su ensayo ‘Shandean Humour in English and German Literature and Philosophy’, defiende que tanto Tristram Shandy como Faustroll pueden ubicarse dentro de una “tradición” de narraciones excéntricas, autoconscientes, eruditas y usualmente humorísticas, a menudo clasificadas como metaficciones, novelas paródicas o sátiras menipeas.
La nave anfibia de Faustroll, acompañado por la tripulación que conforman el alguacil René-Isidore Panmuphle y el gran mono papión Bosse-de-Nage, que responde al ambiguo nombre de “el as”, tendrá su equivalente en los artefactos voladores steampunk del ilustrador Albert Robida, vinculado a la parroquia del cabaret parisino, y entre sus vástagos mecánicos se contarán las máquinas inútiles y absurdas de Francis Picabia o del mexicano Marius de Zayas. Y aunque el babuino del doctor, parapetado tras sus tautológicos monosílabos, ejerza las labores de grumete es posible que al Raymond Roussel de ‘Impresiones de África’ no le hubiera hecho ascos enrolarse, como vigía, en travesía tan azarosa, para encaramarse en la cofa de su inexistente palo mayor.
Satie, siete años mayor que Jarry, será a su vez una especie de híbrido entre Faustroll y Ubú, que tan pronto coquetea con los rosacruces de Sar Peladan como con el mundo travieso y juguetón de la vanguardia y que en su ambivalencia tendrá un pie en los pedales del quejumbroso piano vertical de los chansonniers de Le Chat Noir y otro en la plataforma de la remozada nave del movimiento Dada que pilota Tzara, otro Faustroll redivivo, con su gorra de contraalmirante. No en vano hará un cameo a pachas con el citado Francis Picabia en ‘Entreacto’ (1924), en rigor único film dadaísta, que dirigió con un ritmo envidiable el debutante René Claire. Su secuencia inicial, en la que Satie y Picabia, entre saltos de júbilo, disparan un cañón contra el espectador es mucho más explícita e irreverente que la tan famosa de la cuchilla de ‘Un chien andalou’ de Luis Buñuel. Las secuencias en las que un barquito de papel surca los tejados por la topografía de la capital francesa no dejan de ser un pequeño homenaje al viaje urbano del patafísico doctor Faustroll. Más allá de que el propio film narre una odisea tan delirante, a cuenta de un ridículo entierro, como la singladura de Jarry. Naturalmente, ambas propuestas siguen la tradición, en tono jocoso, de la literatura de viajes, ya sea la de Cyrano de Bergerac, la de Julio Verne, o la de ‘El viaje sentimental’ de Sterne. No olvidemos tampoco que Satie etiqueta su ópera ‘Las mamelles de Tiresias’ bajo el inédito adjetivo “surrealista” que esquilmará el sagaz Apollinaire para su nutrido background poético, articulado en flamantes caligramas con la raquítica geometría de los alcanforados encajes de la familiar mesa camilla beidermeir de su Roma natal.
Jarry bajo la máscara de Faustroll, fusión del científico de Goethe y del troll del folklore escandinavo, postula que en el universo todo suceso es una excepción y por ello, “la Patafísica es la ciencia de las soluciones imaginarias.» Y, aunque tal disciplina pueda parecernos una patochada o quizá por eso, la etimología de término tan orondo y ectoplasmático como el propio Ubu está plenamente justificada por la contracción de los “palabros” griegos “ἐπὶ τὰ μετὰ τὰ φυσικά”, que alude a “aquello que se encuentra alrededor de lo que está más allá de la física”.
Esta pseudociencia se basa, pues, en el principio de la unidad de los contrarios, y es un medio de descripción de un universo complementario, constituido por excepciones.
El rumano Tristan Tzara se refocilará hozando en semejantes despojos para apresar la pitanza que pueda echar a las voraces fauces de sus correligionarios de la calle Spiegelgasse de Zúrich para ganarse su adhesión inquebrantable. Cuando Jarry muera prematuramente, a los 34 años, su último deseo será pedir a sus amigos… ¡un mondadientes! ¡Tzara nunca será capaz de tanto!
El Père Ubú en sus sucesivas epifanías, desde ‘Ubú rey’ hasta ‘Ubú en la Butte’, es un figurón grotesco que junto a su ambiciosa mujer, parodia de Lady Macbeth, encarnan la corrupción y el despotismo, anticipando el paradigma de los dictadores que tristemente nos arrojará a la cabeza el atrabiliario siglo XX. El estreno de ‘Ubú rey’ será un aparatoso escándalo saldándose con una “batalla de Hernani” entre los ofendidos y los vanguardistas.
A partir de Ubú, Jarry empezará a identificarse con su propio personaje, adoptando su habla sincopada y sus modales repugnantes, pero no podemos reducir sus múltiples facetas sólo a las de poeta, dramaturgo y narrador puesto que no le estaremos haciendo justica. Otro tanto sucederá con Satie. Siendo su contribución como músico, esencial para entender la deriva de la vanguardia, desde el Group des Six de Cocteau al norteamericano John Cage, su figura es tan delicuescente e invasiva como la anatomía ubuesca y sus tentáculos se inyectan en otros ámbitos como demuestran fehacientemente los escritos de su ‘Cuaderno de un mamífero’.
La pericia como grabador y dibujante de Jarry creará una tipología de farsa de guiñol para Ubú que marcará la pauta a seguir por el pintor nabi Pierre Bonnard, figurinista de la función de marionetas que ya había puesto en escena el director teatral Lugné-Poe, y el virus ubuesco contagiará para siempre tanto al candoroso Joan Miró, con sus constelaciones de protozoos de colores primarios como al dionisíaco Pablo Picasso, con su pseudo-cómic ‘Sueño y miseria de Franco’, que ya nunca se recuperarán de epidemia tan disolvente. Al mismo tiempo, como contrapunto “resonarán” en nuestros oídos los compases de la ‘musique d’ameublement’ de Satie, música que nace bajo el imperativo de no ser escuchada, anticipando genialmente el hilo musical de los supermercados o los aeropuertos de nuestros días. En una carta patafísica o dadaísta, tanto monta monta tanto, del compositor a Cocteau se puede leer: “Quien no ha oído la música de mobiliario desconoce la felicidad. No se duerma sin escuchar un fragmento de música de mobiliario o dormirá usted mal.”
El Cabaret Voltaire siempre tendrá adquirida una deuda no tributaria con Le chat noir lo que ejemplifica que el tesoro público del Arte es universal y no conoce fronteras, y así de un plumazo en este círculo se mandan al traste conceptos tan peregrinos como los de balanza de pagos, deuda exterior y OPAs hostiles.
Sin embargo, las vanguardias no fueron ajenas al hecho de que el patrón oro hizo aguas como sistema monetario a raíz de la Primera Gran Mundial, cuando en un gesto/ gesta decididamente dadaísta los gobiernos beligerantes imprimieron más dinero fiduciario del que tenían la capacidad de respaldar.
No en vano el escocés Thomas Carlyle, autor de la novela sterneana y preubuesca ‘Sartor Resartus: The Life and Opinions of Herr Teufelsdröckh’, había acuñado el término «la ciencia lúgubre» para calificar a la Economía. ¡Hablando de fontanería, algo tendrá el agua cuando la bendicen!