Uno de los hábitos que prefiero en mi constante relación con la música, como activo melómano, divulgador y musicógrafo que soy desde hace treinta años, es el de combinar la audición de grandes obras del repertorio internacional con la de otras partituras mucho menos conocidas, e incluso ignotas para la mayoría del universo filarmónico. Siglos y siglos de creación, de talentos desplegados sincrónica y diacrónicamente, de continuo diálogo entre historia y sociedad, cultura y genio, causalidades y casualidades, dan para muchísimo; para tanto que no cabe la presunción de abarcar lo inabarcable. Así que nada mejor en esto que adoptar una actitud curiosa, abierta a la experimentación, alejada cuanto sea posible de los extremos cegadores: ni la rutina, la pereza, o peor aún, la cumplida vanidad del oyente que se niega a romper su círculo de obras maestras aparentemente totalizador, ni tampoco la ensoñación del excéntrico que cree encontrar en sus descubrimientos sonoros el canon de una Historia de la Música alternativa.
Al fin y al cabo, la cuestión bien podría articularse en un par de simples ejercicios encaminados a fomentar una visión más global de este arte tan rico. Primeramente, ¿qué sería de la música sin su contexto? ¿Entenderíamos cabalmente el estilo heroico de ciertas partituras significativas de Ludwig van Beethoven sin la influencia que sobre el compositor ejercieron no sólo las últimas misas de Franz Josef Haydn sino también la música francesa del período revolucionario, hoy apenas divulgada? ¿Llegaríamos a comprender los extremos de la hegemonía musical de Giuseppe Verdi sin haber escuchado los pobres ejemplos sinfónicos, hoy apenas difundidos, que, en la Italia de la época, aportaron autores como Giovanni Sgambati o Giuseppe Martucci? Pero no sólo esto: ¿qué sería igualmente de la música sin la posibilidad de ponderarla a través de la historia, constatando la evolución de los géneros y formas con juegos de audiciones comparadas; ¿por ejemplo, con parejas sucesivas de tradición y novedad? Se admiten propuestas: la popularísima Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonín Dvorák, y esa joya aún por descubrir para el gran público que es la Sinfonía dramática, de Ottorino Respighi; o las óperas Carmen, de Georges Bizet –archiconocida con razón- y Vanessa, de Samuel Barber –tan infrecuente sin razón alguna-; o el Concierto para piano y orquesta de Robert Schumann junto a los dos del, como Barber, también norteamericano Edward MacDowell; o el Quinteto para clarinete y cuerdas de Wolfgang Amadeus Mozart junto al de Max Reger; o el Viaje de invierno de Franz Schubert y las insospechadas canciones del filósofo Friedrich Nietzsche…
El muy amplio acervo de grabaciones que caracteriza nuestra época hace posible ascender repetidas veces las más célebres cimas, al tiempo que visitar los raros paisajes de una geografía ilimitada. Todo un privilegio para la formación constante del melómano.