Cuando un salvaje Johnny Rotten, arropado por las distorsionadas guitarras de Sex Pistols, vociferaba como un desaforado orate su ‘Anarchy in the U.K.’, ante su desarrapada parroquia en el 100 Club Punk Festival de Londres, nadie del auditorio podía imaginar que tras la gesticulante máscara de aquel esmirriado insolente de pelo verde se escondía todo un movimiento que había nacido 60 años antes en un sombrío tugurio de Zúrich. Quizá ni él mismo. Muchos de ellos, a pesar de su devoción bovina por aquella música ratonera, ni siquiera habían oído hablar de ‘El arte de los ruidos’ del futurista Luigi Russolo del año 1913.
¿Cómo pensar que una blasfema provocación como aquella, que mandaba a la mierda todo un mundo de confort y autocomplacencia, podía conectar con el pasado muerto de ese mismo mundo? Ese culto por la destrucción era rigurosamente inédito, presumían. Y eso precisamente es lo que les otorgaba su insobornable identidad. Sus letras irreverentes, sus delirantes puestas en escena o sus atuendos, que se movían entre el harapo y el insulto declarado filonazi o no, eran entendidos como un nauseabundo vómito lleno de agresividad y bilis arrojado a la impecable cara del statu quo. Necesariamente galvanizaban una postura que reflejaba el signo de los tiempos. Esa “pota” contra-artística era propiedad exclusivamente de ellos. Nadie lo podía discutir y menos usurpar. ¡Qué se habían creído aquellos gacetilleros del tres al cuarto con ínfulas intelectualoides que empezaban a hablar del movimiento con grandilocuencia! Los aullidos de Rotten de “soy el anticristo” y “¡destruye!” proponían el rock como un arma ideológica. Aquella generación llena de nihilismo hasta las trancas y al borde de la desesperación, que se ahogaba en la más pura indigencia y el desamparo, levantaba su grito de guerra contra un estado de cosas caducas y podridas en una sociedad como la británica que era el cortijo frescachón y adocenado del thatcherismo rampante. Aunque la tristemente célebre Dama de Hierro llegara a Downing street algo más tarde ya el malestar público se había desatado con una serie de huelgas intensas, durante el “Invierno del descontento” del 78/79, que desgasta al gobierno laborista. Tatcher llega al poder enarbolando el eslogan “Labour Isn’t Working” y su firmeza para dirigir los asuntos de Estado y su estricto dominio sobre los ministros de su gabinete consolidarán una fuerte política monetarista que supondrá una amenaza al estado del bienestar que había nacido tras la Guerra. La privatización de las empresas estatales, desde la educación a los medios de ayuda social, sería denunciada por el cineasta Ken Loach en su film ‘Verano del 45’. Las colas del hambre y en las oficinas del paro estaban en la base de la protesta juvenil. Cierto que el gang del grandpa Tzara estaba formado por señoritos de la burguesía y, a fin de cuentas, era elitista, cosa que le separaba ostensiblemente de los teenagers británicos. Pero ambos fenómenos respondían al malestar de la cultura, fuera esta la manifestación agónica contra la Guerra del 14 o fuera esta un croché desesperado a la mandíbula voraz del descarnado neoliberalismo tras la crisis del petróleo del 73. Por otra parte, más allá de las aptitudes anarcoides con objetivos políticos lo que en los dos casos subyacía era una profunda sensación de aburrimiento. Ya la vanguardia histórica había nacido del bostezo que le producía el orondo y autocomplaciente mundo del arte. Sin duda era el penúltimo estertor del spleen baudelaireiano decimonónico. Después de la Segunda Guerra Mundial, con el vertiginoso desarrollo del capitalismo, el proceso se hará crónico trayendo grandes dosis de hastío.
El columnista de la revista Rolling Stone, Greil Marcus, ve el sueño americano, con su dimensión de fuerza definitoria de los años 50 y 60, como “el intercambio de una garantía de aburrimiento por una garantía de no morir de hambre”. Pero en la Inglaterra de los 70 el morir de hambre ya se empezaba a contemplar más que como una remota posibilidad, como cuenta Johnnie Rotten, alias de John Lydon: “La Inglaterra de principios de los años 1970 era algo muy deprimente. Estaba completamente venida a menos, había basura en las calles, desempleo total…, prácticamente todo el mundo en huelga. Criaban a todo el mundo en un sistema de educación que te dejaba bien claro que si venías del sitio equivocado…, pues no tenías la más puñetera esperanza y ninguna posibilidad laboral en absoluto”. Triste desenlace para un Imperio que había ocultado sus miserias y se lamía las heridas con cinismo en la más absoluta intimidad. Así pues aquellos ruidos inéditos que empezaban a llenar los suburbios de las grandes ciudades eran la punta del iceberg de una realidad socioeconómica más profunda. Marcus en su libro Lipstick Traces: A Secret History of the 20th Century (1989) trata de rastrear las conexiones entre Dada y el Punk: “Empecé a preguntarme de dónde venían aquellos gestos”, afirmaba el periodista californiano tras toparse con The Sex Pistols. “¿Aquella voz surgía de la nada, o algo la desencadenó?”. Y la música no era lo único a analizar. Recordemos que el pop, ya desde los tiempos gloriosos de The Beatles, operaba en otros ámbitos: el diseño de los vinilos era también una pieza clave de la propuesta poliédrica de la industria del disco. De modo que los Pistols y su avispado manager, Malcolm McLaren, se ocuparon de encontrar una cara visible para cristalizar su desencanto y con ese objetivo en la cabeza encargaron al diseñador Jamie Reid el embalaje del single del citado ‘Anarchy in the U.K.’, verdadero himno del punk rock. El resultado fue una carátula completamente negra, sin texto. En 1968 el cuarteto de Liverpool, bajo la apolínea estética minimalista del artista Richard Hamilton, había hecho lo propio con una portada rigurosamente blanca para su primer LP doble. Ahora ya con los Fab Fours como parte del establishment era de obligado cumplimiento que los Pistols se situaran en las antípodas. Otro grupo punk, The Clash ponían en el centro de sus burlas al mismísimo rey del rock´n´roll, cuando el diseñador gráfico Ray Lowry ironizaba en la portada del album ’London calling’ de la banda británica sobre la del LP ’Elvis Presley’ de 1956. Mientras la foto del disco del rey nos lo mostraba cantando intensamente mientras se acompañaba con su guitarra acústica Martin D-28, en la instantánea de la fotógrafa Pennie Smith para el apocalíptico disco del citado grupo punk podíamos ver a Paul Simonon golpeando su bajo Fender Precision contra el entarimado del escenario del Palladium de Nueva York.
Otra portada de Reid para el single ‘God Save the Queen’ de los Pistols no dudó en satirizar la hierática imagen de la Reina de Inglaterra con los ojos y la boca tapados por un letrero de recortes de prensa “dadaísta” en el que se lee el título del tema y el logo de la banda. En otra de las versiones, se muestra el labio de la reina atravesado por un imperdible. La efigie de Isabel II, mancillada de diferentes maneras, se convertirá en un icono del movimiento. La consigna una vez más es la de asesinar al padre, fuera este la Reina de Inglaterra o el ídolo de Graceland.
La imagen principal asociada al sencillo ‘Anarchy in the U.K.’ era el póster de la bandera de la anarquía de Reid, tótem de aquel imperio sacrosanto al que ahora le llegaba el turno de ser vilipendiado: una Union Jack destrozada y chapuceramente reconstruida con imperdibles, con los rótulos del título de la canción y de la banda cosidos con esos mismos imperdibles alrededor de un agujero negro en el centro. ¿Cabía mejor metáfora visual de la situación por la que atravesaba el Reino Unido, metonimia a su vez del mundo capitalista? Mundo que se hundía y cuya caída ya era imposible disimular. Como antes había hecho el dadaísmo ya no se podían utilizar flamantes representaciones para construir obras maestras sofisticadas: se trataba de cortar y pegar, mostrar la desnudez más descarnada utilizando los precarios recursos disponibles.
Dada había recurrido a la basura, al cartón y a los periódicos para expresarse, como demuestra el trabajo del alemán Kurt Schwitters, en sus collages zarrapastrosos de quincalla, o el gran Marcel Duchamp, que llegó a meter en una galería un urinario bajo el bucólico título de ‘Fountain’, firmado por su alter ego ‘R. Mutt 1917′. Asimismo la ‘Ursonate’ del alemán con su pretensión musical hermanaba poema fonético y partitura en un continuum.
El Dr. Emit Snake-Beings, artista multimedia británico, considera que el «uso del imperdible a través de la cara de la reina» fue «tomado directamente de la obra de Marcel Duchamp». Por su parte, Polly Cantlon, profesora titular de Diseño Gráfico Digital de la Universidad de Waikato de Nueva Zelanda, opina que «el trabajo de Jamie Reid estaba claramente influido por la imagen y los collages tipográficos de los dadaístas y los futuristas. Estas influencias en la tipografía de Reid, con su mezcla deliberadamente errática y ecléctica de fuentes, tamaños y estilos, se pueden encontrar en muchas obras dadaístas.” Efectivamente el “arte” del diseñador británico se relaciona directamente con el del vienés Raoul Hausmann, miembro del grupo del Cabaret Voltaire, en el sentido de que ambos presentan imágenes desarticuladas y defienden la «poderosa nota de rescate y el estilo de recorte de periódico que se volvió tan icónico». La obra El crítico de arte de 1919-1920 de Hausmann está hecho de crayón, sello de tinta, fotomontaje y collage en un poema de póster impreso. Aunque no se pueda asociar un estilo exacto a Dada, este trabajo resume la técnica en el uso de pocos materiales, que es toda una declaración de principios y que anticipa el Arte Povera italiano. «El alejamiento de las técnicas de pintura tradicionales como forma de protesta llevó a que se utilizaran muchos collages«.
Cuando salió al mercado ‘Never Mind the Bollocks’, el único álbum de Sex Pistols, el escándalo estaba servido. Su portada figura entre las más controvertidas de la historia del rock, pero en este caso no por la imagen de Reid sino por el texto. Y es que el término ‘bollocks’ –en nuestra lengua significa ‘cojones’– llevó al público británico a rasgarse las vestiduras.
Las protestas pusieron en marcha las acciones legales pertinentes para censurar el título y evitar que el álbum se encontrara en las tiendas.
Es posible que la supuesta ingenuidad de estos mozalbetes indocumentados que nutrían la escena punk británica no fuera, a fin de cuentas, tan candorosa. Tanto Malcolm McLaren como Jamie Reid estaban cautivados por el mayo del 68, y muy especialmente por la postura de los situacionistas franceses, y por el pensamiento anarquista de Buenaventura Durruti. Y es que desde el Zúrich de Tzara al Londres de Rotten habían pasado muchas cosas. Después de la Segunda Guerra Mundial, en Francia aparecerán los Nuevos Realismos a consecuencia del aburrimiento que ya empiezan a provocar los presupuestos estéticos de la pintura abstracta y del impacto de una sociedad de consumo en rápida expansión. Según el crítico de arte y fundador de esta nueva corriente, Pierre Restany, “la pintura de caballete estaba agotada”, de modo que a partir del año 1957 se produce un cambio de paradigma en las artes que reclama un retorno a “lo real” y que conecta con las iniciativas de Dada y el Surrealismo del objet trouvé, que impondrá el asalto a la realidad a través de nuevas estrategias como el trabajo con el objeto, lo performativo, el espectáculo y el interés por los procesos más que por la obra en sí misma.
Desde el trabajo de los affichistes o décollagistes de Villeglé, a través de sus carteles de cine rasgados, o las colecciones de basura y escombros de Arman, las monocromías de Yves Klein, o las máquinas de Jean Tinguely, herederas de las de Picabia, todos ellos inauguran una nueva mirada. La conexión con el universo visual del Punk es innegable.
Si el Pop Art había centrado su interés en la parte más rutilante del consumo le Nouveau Realisme, sin embargo, hará suyo el acercamiento a la cara más oscura del capitalismo. Su vínculo con Dada es ejemplificado en el segundo manifiesto del movimiento que lleva por título 40° au-dessus de Dada (40º por encima de Dadá). Este ismo será junto a Fluxus una de las tendencias de la vanguardia de la década de los 60.
En ese mismo momento, desde la escena de la música pop británica vamos a asistir a espectáculos performativos donde se postula la estética de la destrucción. El líder de The Who, Pete Townshend se convierte en el primer artista “rompedor de guitarras” del rock cuando destroza su Rickenbacker en el Railway Hotel en septiembre de 1964 siguiendo los dictados del artista y político alemán, superviviente del Holocausto, Gustav Metzger que había acuñado el término Arte autodestructivo para definir un tipo de performance-ritual. Keith Moon, el batería de la banda, haría otro tanto con su instrumento, tres años más tarde, en el debut del grupo en la TV americana. El iracundo gesto del mentado Simonon de The Clash no era nuevo.
Sin embargo, a pesar del empeño de Greil Marcus por encontrar los antecedentes del punk en los movimientos de vanguardia pretéritos, el aguafiestas Johnny Rotten, apelando a su innegable condición de protagonista del fenómeno, en su autobiografía ‘Rotten. No irish, no blacks, no dogs’, se ocupaba de dejar bien claro que “todo el rollo de los situacionistas franceses y el punk es una chorrada. ¡No tiene sentido! Eso sí que es charlatanería de libro. Las revueltas de París y el movimiento situacionista de los sesenta son pijadas de estudiante artie francés”. Más tarde, en el documental de Julian Temple, ‘The Filth and the fury’, insiste en ello, burlándose de toda aquella teoría absurda que pretendía “adecentar” su pedigrí y se alinea en la tradición del vodevil cómico inglés de Ken Dodd, al que por cierto dos décadas antes también se arrimaban los omnipresentes Beatles.
Tenemos que decir en apoyo de Marcus que en el Londres de la época la palabra Dada circulaba por todos los fanzines y que “la supuesta involucración de Malcolm McLaren en la espectral Internacional Situacionista era moneda corriente en la prensa musical”, aunque también es cierto que el punk inglés jamás operó en un entorno artístico como habían hecho los exquisitos miembros del Cabaret Voltaire.
¡Siempre ha habido clases!, como bien sabía el cínico Harry Lime…