Parece que todo empezó con el estreno en 1913 de la ópera futurista `Victoria sobre el sol`, con música de Mijaíl Matiushin y libreto en idioma transmental (záum) de Alekséi Kruchónyj, en el Teatro Luna Park de San Petersburgo. Malévich tuvo la primera oportunidad de presentar su célebre «Cuadrado negro» suprematista, icono enmascarado donde los haya. Pero si consideramos este como el pistoletazo de salida de la modernidad en el país eslavo nos estaremos equivocando de medio a medio. Aun cuando el teórico marxista y sociólogo Boris Kagarlitski sostenga que “la crítica del orden establecido llegó a ser el contenido principal del arte ruso” y que “la totalidad de la cultura espiritual llegó a politizarse y orientarse hacia la revolución” no podemos cometer el error de identificar “Vanguardia” con “Revolución”. Es como cuando en nuestro país etiquetamos a la ligera a los intelectuales del renacimiento de la Edad de Plata con el candoroso epíteto de “Generación de la República”. Pesa más el deseo que la realidad “porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe”, que cantaba Cernuda.
Si decidimos situar el nacimiento de la modernidad rusa cuando Yurii Annenkov diseñó, tras conocer a Matiushin en San Petersburgo, las delirantes puestas en escena de las celebraciones de 1920 de conmemoración de la Revolución de 1917 en las calles de Petrogrado y la escenificación de la toma del Palacio de Invierno en un descomunal espectáculo en el que movió a siete mil actores seguiremos desbarrando. No hace al caso el hecho de que Annenkov venga de trabajar en París con los discípulos del mismísimo Gauguin, los míticos nabis, en los estudios de Maurice Denis y de Félix Vallotton y tampoco que acabe en Hollywood, desarrollando una actividad como escenógrafo en el mundo del cine de la mano de Orson Welles y Jean Renoir. Porque todo esto, con ser vanguardia pura y dura, no nos va a explicar lo suficiente dónde está el origen del dichoso fenómeno de la modernidad en el país de los Urales.
Podemos también apuntar que Lunacharski, durante su labor como comisario de instrucción pública, impulsó el célebre juicio contra Dios por sus crímenes de lesa majestad contra la Humanidad y recordar también que un plomizo 17 de enero de 1918, a las 6:30 horas de la madrugada un pelotón de fusilamiento disparó cinco ráfagas de ametralladora contra el cielo de Moscú. Pero sólo sacaremos en claro que la sentencia de muerte contra Dios se había cumplido llevando escrupulosamente a sus últimas consecuencias el espíritu inconformista de la vanguardia rusa… Así pues, insistimos: ¿de dónde viene esa flamante vanguardia?
Cuando uno se obstina en encontrar su origen hay que irse un poco más atrás en el tiempo. Y es que el relato que la Historiografía moderna ha inventado para asociar el nacimiento de la modernidad con la Revolución del 17 es toda una leyenda urbana. Da la sensación de que nos encontramos con un mortífero juego de matrioskas sin fin.
Si seguimos tozudamente la madeja nos toparemos de narices con el grupo de los Peredvizhniki (Artistas Ambulantes). Llevaron a cabo una labor encomiable como divulgadores del arte en una época de rancio academicismo estatal. Lo cual no es poco… ¡Estamos nada más y nada menos que en la segunda mitad del siglo XIX! Y es que, como también ocurre de nuevo en nuestro país, este malhadado siglo en materia artística se ha ignorado con un pasmoso desprecio. Con el apoyo de la Cooperativa de Artistas de Petersburgo, la recién fundada asociación de exposiciones itinerantes organizó ¡desde 1870! una primera muestra con la intención de acercar el arte a las poblaciones de las provincias del Imperio, al margen de toda ayuda oficial. Alcanzarán su apogeo en la década siguiente, aunque la sociedad perdurará durante más de medio siglo hasta que, ya en 1923, muchos de sus miembros se integren en las filas de la Asociación de Artistas de la Rusia Revolucionaria. Casi diez años antes, en 1863, un grupo de catorce estudiantes se había segregado de la Academia Imperial de las Artes, renegando de su anticuada normativa oficial y del irrespirable academicismo de la institución, agravados por el talante carca de la casa. ¡Ese sí será el germen de la modernidad en la Madre Rusia!
Durante las dos primeras décadas de su existencia el director de la sociedad será el inefable Iván Kramskói, pintor y crítico de arte, que imbuido por los ideales de los demócratas revolucionarios rusos, defiende la existencia de un deber fundamental del artista para con la sociedad de su tiempo en su compromiso con los principios del realismo, reivindicando un alto contenido moral y nacional en el arte; amigo y consejero personal del coleccionista Pável Tretiakov que acabará fundando finalmente el museo nacional. La labor que hicieron ambos desde el principio fue ingente. En total, entre 1871 a 1923, la sociedad organizó 48 exposiciones en diferentes ciudades como San Petersburgo, Moscú, Kiev, Járkov, Kazán, Oriol, Riga u Odessa. Un esfuerzo titánico que siembra la semilla indeleble del arte en el yermo suelo ruso.
Entre los miembros más destacados del movimiento nos encontramos con el gran Iliá Repin (maestro de Aléxej Jawlensky y Marianne Werefkin, artistas del futuro grupo Der Blaue Reiter alemán, a los que les traslada su pasión por el mundo de los iconos), Su figura, más tarde, será admirada como ejemplo por los artistas del realismo socialista. El movimiento itinerante, en una suerte de Misiones Pedagógicas avant la lettre, traslada sus cuadros de un lado para otro en un gesto que les granjea la estima y la simpatía de un amplio sector popular.
El conjunto de pintores que integran el grupo Peredvizhniki destaca por su dominio en todos los géneros esenciales de la pintura. Además de su importante muestrario de estremecedores ejemplos del llamado realismo social y de tematizar la vanguardia estudiantil y los intelectuales de espíritu revolucionario, son notables sus aportaciones a la pintura de paisaje en connivencia con un incipiente impresionismo local importado desde París, el retrato (insistiendo en el estudio y la recuperación poética del alma del campesino ruso), la pintura de género o el costumbrismo pictórico, e incluso la pintura de historia que alentaba entonces una airada protesta contra el conservadurismo cutre de la Academia Imperial de las Artes.
Pero centrémonos, sobre todo, en esa labor de recuperación del alma rusa, en pleno apogeo nacionalista postromántico, en la que van a coincidir con el gran folklorista Aleksandr Afanásiev, que encarnará sin duda uno de los espíritus llamados a despertar al fin la renovación.
Su trabajo de recopilación de los cuentos eslavos de tradición oral le pone en contacto con las fuentes populares que las reformas del zar Pedro I el Grande había abortado, dejando de lado toda la tradición de origen ortodoxo-eslavo, para introducir en las frías estepas los códigos de vida europeos. Los boyardos son sustituidos por los duques y marqueses y la lengua rusa se ve reducida a las clases media-baja de la sociedad, pasando la nobleza a hablar en francés. Y aún hoy la mayoría de las ediciones de las obras rusas que nos llegan, tristemente, son traducidas desde el idioma de Moliére. Afanásiev se apoyará en las fuentes de los cuentos de la Sociedad Geográfica Rusa sin moverse de su pupitre, lo que contrasta, sorprendentemente, con ese espíritu aventurero de los Peredvizhniki. ¿En ese interés por la literatura fantástica se puede rastrear la fascinación que provocó El Quijote en la intelligentsia rusa al extremo de ser libro de lectura obligada para los niños en los colegios estalinistas?
La influencia de estos cuentos populares se encontrará en las obras del grupo de los Cinco y de muchos escritores y compositores, en particular, Nikolái Rimski-Kórsakov (Sadkó, La doncella de nieve) y del ya plenamente moderno Ígor Stravinski (El pájaro de fuego, Petrushka, e Historia del soldado), abriendo esa ansiada ventana a la vanguardia que alentará también los aires de modernidad en la cultura occidental.
Para ello, no debemos olvidar la gran empresa que llevó a cabo un grupo de artistas singulares capitaneados por el gran Serguéi Diáguilev. Nos referimos al grupo modernista Mir Iskusstva (Mundo del Arte). Diáguilev era el redactor jefe de la revista homónima que inspirará el posterior movimiento artístico. Su marcado espíritu antipositivista se apoderará de la cosmovisión de todo el grupo. El ya citado Annenkov colaborará, entre 1922 y 1924, estableciendo la Sociedad de Pintores de Caballete dentro de la propia organización. La revista se pone en marcha en 1899 en San Petersburgo por Diáguilev, Alexandre Benois y Léon Bakst, insustituible trío de ases que será el núcleo duro de una decidida vanguardia que va a subvertir el lenguaje artístico dominante. Entre los objetivos que se marca está dinamitar los bajos estándares de la ya obsoleta escuela Peredvízhniki y promocionar los principios del Art Nouveau oponiéndose al esclerosado realismo social de los Ambulantes. Luego nacerán los célebres Ballets Rusos que terminarán por liarse la manta a la cabeza para exportar, ya fuera de sus fronteras, una vanguardia que acabará convirtiéndose en internacional. Fascinados por las máscaras, por el carnaval y por el teatro de marionetas, por los sueños y los cuentos de hadas de Afanásiev, admirarán las artes populares tradicionales y el rococó del siglo XVIII y con él a uno de sus máximos exponentes, el francés Antoine Watteau, pintor de bucólicos Pierrots y de encantadoras escenas de la Commedia dell´arte. Todo lo grotesco y lo lúdico les atrae con más interés que lo trascendente y lo psicológico: la búsqueda incansable del arte por el arte. En cuanto a sus medios, los miriskúsniki preferirán los efectos ligeros y etéreos de la acuarela y el gouache a los grandes cuadros al óleo. Este y no otro será el caldo de cultivo de los hallazgos del legendario Vasili Kandinsky, que partiendo de un simbolismo pleno de color local irá estilizando sus propuestas antes de entrar de lleno en el ámbito de la abstracción pura. Territorio que también explora, aunque sin tanto atrevimiento formal, un onírico Marc Chagall que ya desde 1907 en San Petersburgo se vincula a la tutoría de Nikolái Roerich, otro de los grandes maestros del Simbolismo nacional, para después acercarse a Léon Bakst.
Pero para ello, debemos reparar previamente en la imprescindible figura del ilustrador Iván Bilibin que tradujo en imágenes de exquisita belleza todo el universo fantasmal de los cuentos de Afanásiev. Su técnica se depura en contacto con las estampas japonesas del Mundo Flotante de los ukiyo e. Sin la aportación de sus bilinas (láminas que adoptan el nombre por sinécdoque de las epopeyas serbias y rusas medievales) y los lubbocks (grabados populares en madera) la materialización gráfica del mundo de los cuentos populares no habría sido posible. Nuevamente, el maridaje entre tradición y vanguardia va a servir de eje discursivo a una corriente de renovado lenguaje plástico. Así pues, la indispensable aportación del gran Bilibin es esencial para entender la llegada de este nuevo paradigma. El propio ilustrador va a contribuir con la realización de coloristas escenografías para los Ballets Rusos de Diáguilev y así ya tenemos configurada una estética de abierta retórica de vanguardia. Desde 1909, varios de los miembros del movimiento también participarán en las producciones de los ballets, ya en París. Entre ellos, el ya mencionado Nikolái Roerich, que se convierte en director escénico. Siete años más tarde, el recambio en la dirección artística en 1917, del ya mencionado Bilibin asegura la conquista de aportaciones más arriesgadas. Ese mismo año la mayoría de los miembros del grupo la Sota de Diamantes (con Nathan Altman y Vladímir Tatlin, entre otros) se integra aportando nuevo impulso al movimiento. El resto ya es historia.
No es difícil comprender cómo la vanguardia rusa conectará, ya en la capital francesa, con el espíritu desenfadado del Grupo de los Seis de Jean Cocteau y de su demiurgo, Eric Satie. La vinculación estética con el director escénico Meyerhold no era casual tampoco, a través del lenguaje de la opereta, del music-hall y del circo. Recordemos la Escuela del Actor Excéntrico de Kózinstev que en su posterior carrera cinematográfica nos traerá el mejor Quijote filmado, en pleno corazón de Crimea (con el asesoramiento escénico de nuestro genial exiliado Alberto Sánchez). La revolución de la escenografía de Bakst y Benois con sus decorados para Cleopatra (1909), Carnaval (1910), Petrushka (1911) y La siesta de un fauno (1912), llevarán al extremo de lo posible lo que sólo se había aventurado a soñar Bilibin una tarde de verano bajo los cerezos de su dacha embriagado por el aroma de un samovar humeante. Sus delirios fin de siécle ya se pueden llevar a la realidad. Y los bailarines, Nijinsky, Fokine y Massine, conseguirán encarnar esas fantasías volando literalmente, animados por una fuerza demoníaca como aquellas que abrigaban los maleficios de la Baba-Ýaga. No es circunstancial que en esas clamorosas coreografías ya estuviera prefigurado el cine de los pioneros y toda su magia.
Sorprende el afán divulgador de aquellos rusos nómadas que llevaron sus hallazgos a las mismas puertas de París en una mascarada dionisíaca de la vieja farsa como, más tarde, haría también Lunacharski con sus vagones-expositores o Maiakovsky en las ROSTAS de las ventanas de los edificios que se convertirán en improvisados “kioskos de malaquita” con sus coloridos eslóganes constructivistas y consignas gráficas haciendo suyo la gramática del cómic.
Cuando Picasso se case con Olga Khokhlova, bailarina del cuerpo de baile de los Ballets Rusos, bajo el padrinazgo de Cocteau y Apollinaire, en la Catedral ortodoxa de Alejandro Nevski de París, un 12 de julio de 1918, la influencia de la vanguardia eslava ya no se hará esperar más. Con el estreno de Parade, el pintor español en su papel de demiurgo, va a revitalizar el lenguaje teatral siguiendo los patrones de la ya citada `Victoria sobre el Sol´: “The Russians Are Coming, the Russians Are Coming”.
La vanguardia rusa no podía tener mejor promotor en la Ciudad de la Luz. El bueno de Bilibin ya podía dormir tranquilo en su dacha moscovita bajo el dulce arrullo de los cerezos en flor. ¡Su samovar ya no se apagaría nunca!