octubre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / “Los dos Fragonard”

Construcción de la Torre de Babel

Ningún pintor expresa mejor que Jean-Honoré Fragonard el refinamiento y la frivolidad del siglo XVIII. En idílicos cenadores, bajo los auspicios de sonrientes dioses de mármol, sus personajes llevan una vida ociosa y despreocupada, gozando de una sensualidad sencilla, amable y comedida. Nada de románticas y tormentosas pasiones, que terminarían llevando a la catástrofe: galanterías, escarceos, amabilidad, ligereza.

La vida, parecen advertirnos los cuadros de Fragonard, no es algo que haya que tomarse demasiado en serio. Todo es ingrávido, todo es fácil, todo es juego. La naturaleza es testigo y cómplice de amores fugaces, que duran solo un instante y pasan sin ansiedad y sin culpa. No transcurre el tiempo: no hay sino el presente, un presente eterno y exento de sombras, una Arcadia feliz, aún no visitada por la muerte. El tiempo leve de los dioses; su envidiable inconsciencia. Brota, limpio manantial, la risa cristalina de Cupido.

«Amantes felices”, de Jean-Honoré Fragonard (Museo Norton Simon, Pasadena).

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Aunque se trasladó a París siendo muy niño, y fue en la capital, al amor de la corte, donde el pintor hizo carrera, Fragonard había nacido en 1732 en una pequeña ciudad de Provenza, Grasse, que empezaba entonces a ser la capital mundial del perfume. En el siglo XVIII todo perfumista que se preciase tenía que ir a Grasse, la ciudad de los aromas, para aprender con los grandes maestros: allí acude, por ejemplo, el protagonista de la conocida novela de Patrick Süskind, El perfume, para perfeccionar el arte de la composición olfativa. Aún hoy, son sus destilerías de perfumes y sus vastos campos de flores el principal atractivo de la ciudad, que cuenta también, claro está, con un museo dedicado al pintor, su hijo más ilustre.

El interés por los perfumes surgió en Grasse de la necesidad de ocultar los malos olores de sus manufacturas de cuero, que habían sido hasta entonces la principal industria de la ciudad. Los aristócratas torcían el gesto cuando recibían los finos guantes de cuero despachados por los curtidores de Grasse, y no es de extrañar, porque en las curtidurías se empleaban por entonces materiales muy poco gratos al olfato, como la orina o el estiércol. La perfumería nació como actividad subsidiaria; con el tiempo, terminó desplazando e incluso desterrando a los curtidos. El mal olor se disipó, como un mal sueño, y permaneció la fragancia como seña de identidad de la ciudad. Hasta hoy.

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El mismo año que el pintor Fragonard, nació en la ciudad de las fragancias un primo suyo. Curiosamente, fue bautizado con el mismo nombre, o casi: Honoré. Es misteriosa esta comunidad de sangre, de ciudad y de nombre, sobre todo si se tiene en cuenta lo diferente que fue la historia de uno de la del otro.

Honoré Fragonard, el primo, no se interesó ni por la pintura ni por el perfume. Su pasión era la anatomía. Fue profesor en la primera escuela de veterinaria que existió en Francia, fundada por mandato de Luis XV, pero lo expulsaron por su macabra excentricidad. Junto al interés científico por conocer los entresijos del cuerpo humano, en la línea de las investigaciones de Da Vinci y Vesalio, hubo en la época ―también el Siglo de las Luces tuvo su lado oscuro― una siniestra interpretación artística de la muerte que encontró en Honoré Fragonard a uno de sus más destacados cultivadores.

Honoré Fragonard, el primo, fue una suerte de escultor. Su especialidad eran los écorchés, es decir, en román paladino, los «desollados» o «despellejados»: modelos anatómicos en los que, retirada la piel, se exhibían músculos y tendones para instruir a los alumnos de anatomía. Los écorchés eran habitualmente confeccionados en cera, yeso o madera. El primo Honoré, descartando tales imposturas, prefería un material más veraz: los propios cadáveres. Se convirtió en un embalsamador experto, con métodos que aún hoy no se comprenden del todo, y que han permitido a sus estatuas de carne llegar hasta nuestros días.

Es importante dejar claro que, más allá de los valores propiamente didácticos de sus obras, el anatomista Fragonard perseguía una finalidad estética. Es una estética de lo morboso, de lo insoportable, nada ajena a nuestro tiempo ―pensemos en el auge del cine gore―, que está en las antípodas del arte amable de su primo y tocayo, pero que es, sin embargo, una estética.

En una de las películas que más miedo me dieron en la infancia, Los crímenes del museo de cera, un escultor traicionado y resentido se dedica a confeccionar figuras de cera por el sencillo expediente de dar un bañito de esta sustancia a personas previamente asesinadas. El personaje, interpretado por el inmortal Vincent Price, no puede competir ni en villanía ni en habilidad con el anatomista Fragonard. Sobre el origen de los cuerpos que embalsamaba para hacer los écorchés nada hay de seguro: no es probable que los asesinara él mismo, sino que seguramente los adquiría ya muertos (hubo en la época un floreciente mercado negro de cadáveres para surtir a los deseosos de mejorar sus conocimientos anatómicos). Tendrían que ser, eso sí, dicen los especialistas, cadáveres muy recientes, para que la incipiente putrefacción no los echase a perder.

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Hay un museo Fragonard, dedicado al pintor, en la ciudad de Grasse; hay otro museo Fragonard en Maisons-Alfort, en la banlieue parisina, que custodia las repugnantes extravagancias de su primo. Si un Fragonard pintó el paraíso, el otro esculpió, en carne humana, el mismo infierno. Se dirá que exagero: júzguese.

El museo, situado en la escuela de veterinaria, alberga veintiuno de los más de setecientos écorchés que se calcula fueron elaborados por el anatomista a lo largo de su vida. La «escultura» principal es un jinete desollado a lomos de un caballo igualmente privado de su piel, en una composición «artística» que lo asemeja a uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis del conocido grabado de Durero. Yo solo lo he visto en fotografías, y no siento la necesidad, francamente, de conocerlo en persona. Lo más espeluznante es que la escultura humana es ―no olvidemos que es, no representa― el cuerpo de un adolescente de unos doce años. Su rostro desollado es realmente pavoroso: su imagen nos produciría malestar incluso si no supiésemos que estamos ante el cadáver embalsamado de un niño.

Junto a esta, otras piezas: hay un espeluznante busto femenino, cuyo rostro se crispa en una mueca de dolor extremo; otro muerto aparece, como Sansón, con una quijada de asno en la mano, en actitud beligerante: su mirada ―yo no sé si los ojos son artificiales o si el embalsamador ideó una forma de preservar de la putrefacción los globos oculares― transmite una desesperación atroz. Pero donde el (mal) gusto por el horror adquiere su dimensión definitiva es en tres diminutos amasijos de músculos y tendones que el «artista», o tal vez la dirección del museo, dispuso como escolta macabra del jinete apocalíptico: son tres fetos humanos despellejados, colocados de forma que parezca que están bailando festivamente una jiga.

Uno de los “écorchés” de Honoré Fragonard.

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No sé si significa algo que dos espíritus tan disímiles como los dos Fragonard compartan nombre, apellidos, año y lugar de nacimiento. Al azar, supongo, no puede atribuírsele intención de ningún tipo, ni aleccionadora ni jocosa. Pero parece que hubiese en esta rara coincidencia algún tipo de significado, tan indescifrable como inquietante.

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