La memoria, la individual y la de los pueblos, es un relato infiel del pasado. Las personas, quizá por defender la autoestima, por mantener incólume el ‘yo ideal’, o por mero narcisismo, tendemos a olvidar todo cuanto no nos gusta de nuestra biografía. Y los pueblos necesitan alimentar su identidad con gestas y páginas de gloria. Las derrotas y los fallos se explican; es decir, se justifican.
Una de las sentencias de Nietszche señala:- ‘He hecho esto’, dice mi memoria. ‘Imposible’, dice mi orgullo y permanece inflexible. A la postre, cede la memoria’. Porque de tener de cuerpo presente todo nuestro pasado, con todas sus torpezas, gansadas de adolescente, errores de adulto y tumultos varios, experimentaríamos tantas náuseas, que el pujo emético sería irremediable.
Sin embargo, la Historia es maestra de la vida, dejó dicho Cicerón. Ese magisterio está trufado de aciertos y errores, de logros y fracasos, de etapas de felicidad y de desgracias. Todo nos importa, porque es nuestro todo. Sin lo que hemos hecho, nos quedamos en nada. Y, si cercenamos de la consciencia una parte, andaremos mutilados, tuertos, cojos o mancos, a la búsqueda de la plenitud desterrada, como se verifica a diario en la consulta de los psicólogos.
Ahora andamos a vueltas, tratando de borrar de la memoria la última de las dictaduras sufridas. Es imborrable que, al principio, había 25 Tribunales Especiales, presididos por militares, que hacían juicios a puerta cerrada, sin abogado defensor y exculpaban al ajusticiable que pagaba 5.000 pesetas. Que sólo en Madrid hubo 20 ‘cárceles habilitadas’, amén de los campos de trabajos forzados. Que se formalizaron 444.482 expedientes de consejos de guerra. Que la depuración afectó a miles de funcionarios, e incluso a generales que se habían rebelado junto a Franco y luego fueron acusados de masones. Hasta el final del régimen, hubo condenas de muerte, Tribunal de Orden Público, estados de excepción sobre la excepción que era el propio régimen, censura en los libros y en las cátedras, secuestro de periódicos, que afectó al ABC de entonces, tan monárquico como ahora, al desaparecido ‘YA’, muy eclesiástico y de orden, y hasta al mismísimo ‘Diario Pueblo’, órgano del sindicato orgánico. Todo muy bochornoso, sin duda. Y me quedo corto.
Si el orgullo inflexible no ceja, habremos de borrar también la Dictadura de Primo de Rivera y su propensión a la pornografía; la dictablanda de Berenguer, con más pena que gloria efímera; el Desastre de Anual, tan alfonsino él. Metidos en el siglo XIX, hay que borrar la etapa de Narváez, alias el Espadón de Loja…, y usted ya me entiende, reinando quien reinaba. Habrá que olvidar, la horrenda época del general bonito, otro pollo pera del rigodón, con su crimen de Estado. A pesar de todo, los dos tienen sendas calles rumbosas en Madrid. Para terminar pronto, el orgullo borraría de un golpe todo el siglo XIX, con tanta guerra civil, la ignominia de Trafalgar, la pérdida de las colonias, decenas de asonadas militares, reyes impresentables por lo uno o por otro, gobernantes que treparon de buscavidas a príncipes, esclavistas incluso catalanes y la Inquisición, todavía bravucona como para empapelar a Goya.
Como sigamos mirando hacia atrás, nos quedamos sin historia; es decir, sin maestra y, de paso, habremos tirado la identidad nacional por el desgalgadero de la ignorancia.
Los traumas que se pretenden olvidar sin haberlos elaborado y asumido, son un cocodrilo dormido, un ser fósil, pero vivo; pura energía salvaje, indómita e impredecible cuando despierta.
Así pues, vamos a recomponer la imagen, que en el siglo XIX florecen políticos como Jovellanos, Argüelles, Martínez de la Rosa, Cánovas y Sagasta. ¡Cuánto por aprender! Lo más hermoso de aquel momento político fue la Constitución de Cádiz, aunque duró un suspiro. Además de Goya, pintan Fortuny, Eduardo Rosales, los dos Madrazo y Vicente López. Es el siglo de la Zarzuela, de Albéniz y Arriaga. Y también de Pérez Galdós y de Gustavo y Valeriano Becquer. Hay mucho tesoro acumulado en el siglo XIX. Incluso hicieron cuatro hermosas desamortizaciones, cuatro; y hasta hubo una Revolución Gloriosa, que luego acabó en agua de borrajas. ¡A ver si ahora nos va a pasar otra vez!
Si exploramos el XX, nos ocurre otro tanto y mucho más por todos sitios. Hasta acumulamos cinco premios Nobel presentables y hombres cuya obra es de excelencia como Picasso, Miró, Dalí, Lorca, Falla, Ortega, Maetzu, Baroja, Unamuno y un larguísimo etcétera, de antes, durante y después de la monarquía chulesca de Alfonso XIII, las tres dictaduras y su guerra civil.
Situados en el disparate de querer enterrar la Historia, cuando los resentidos sobrevenidos desmonten la cruz de Cuelgamuros y el Arco de Triunfo de Moncloa, en coherencia, tendrán que dinamitar las presas de Aldeadávila, Entrepeñas, Contreras y otras cien más. Además, habrán de derogar la Seguridad Social… Volarán el escurialense cuartel del Ejército del Aire y los monásticos Nuevos Ministerios, hoy superpoblados de dignos funcionarios de carrera y múltiples hordas de nepotistas. Tampoco quedará piedra sobre piedra de muchas facultades universitarias que, antaño, fueron llenándose de becarios del Patronato de Igualdad de Oportunidades (PIO). Y nos tendremos que olvidar del Servicio Nacional del Trigo, de feliz memoria hoy por hoy, como regulador de los precios a pagar en origen al productor agrario. Amén de volver a cerrar las fronteras para que no venga ni un turista; que esta industria del turismo no deja de ser un invento de Ullastres, ministro franquista y del Opus que, con aquello de España es diferente (dicho en inglés), desde dentro, le metió al régimen tal bombazo que lo despanzurró en lo económico, fulminando la autarquía, y en el plano moral, diversificando costumbres e indumentarias que reventaron el noviciado de Hijas de María y Cruzados de Cristo Rey.
La Historia es de los pueblos, no de algunas personas; y corresponde a ellos hacer su elaboración e integrar los aprendizajes que arroja cada una de las experiencias, buenas y malas, afortunadas y desdichadas. Los hechos históricos están ahí y hay que encajarlos como un legado valioso del que hay que extraer consecuencias y asumirlas, a ser posible, sin hacer juicios sectarios. Si no, repetiremos.