noviembre de 2024 - VIII Año

El Toledo de Galdós: lagartos y arqueólogos

Su amor por Toledo formaba parte de la vida íntima y literaria del escritor 
 Gregorio Marañón

toledoempeSi hay una ciudad que invariablemente nos evoca el nombre de Galdós es la ciudad de Madrid. De hecho, la expresión Madrid galdosiano está acuñada como una moneda de curso legal que lleva aparejada una realidad urbanística más o menos idealizada que aun no teniendo una relación estricta con la obra del novelista canario sí existe en nuestro imaginario colectivo. Naturalmente, el lugar de su procedencia natal es otro de los enclaves que por biográfico asociamos a su memoria. Sin embargo, hay otra ciudad con la que el autor de Fortunata y Jacinta tuvo una relación fructífera. Nos referimos, sin lugar a dudas, a la capital castellano-manchega de Toledo. Si bien en una de sus primeras publicaciones de carácter periodístico de 1870, Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo, manifestó el poco agrado que le produjo en un principio endilgándole con evidente mala baba el calificativo de ‘lugar para lagartos y arqueólogos’, más tarde su impresión fue cambiando hasta convertirse en abierta admiración. De hecho, estoy seguro que un siglo después cuando Luis Buñuel filmó la adaptación al cine de su novela Tristana cambiando la ubicación del barrio madrileño de Chamberí, donde se desarrollan las peripecias de don Lope y su protegida, por la Toledo vetusta y legendaria que refleja la película no solo le movió la pasión que sentía por ella desde su época juvenil en la Residencia de Estudiantes.

puenteEl cineasta aragonés con Marañón sabía que en la vida de don Benito la ciudad del Tajo era un auténtico referente emocional, de modo que aquellos que han hablado de traición al espíritu de la novela en su traslación fílmica no solo han errado de medio a medio sino que no han sido capaces de ver cómo una supuesta deslealtad puede enmascarar el más sacrosanto de los respetos. El de Calanda siempre manifestó sin ambages una sincera admiración por la obra del canario. Cierto es que también la Generación del 27 a la que pertenecía (nietos espirituales del gran escritor) compartían su mismo fervor (con Cernuda a la cabeza) enmendando la plana a aquellos escritores del 98 que haciéndose eco de las palabras del atrabiliario Valle-Inclán le colgaron injustamente el sambenito de ‘garbancero’ mientras que ladinamente se aprovecharon de su obra esquilmando tanto sus Episodios Nacionales como sus hallazgos teatrales y narrativos. El interés de Galdós por la ciudad le viene de la atracción que ya los institucionistas Giner y su discípulo Cossío le profesaban y que le contagiaron en su fascinación no solo por su historia, topografía y urbanismo sino por la reciente reivindicación de la figura señera de El Greco que animó al mismo Cossío a dedicarle al pintor cretense uno de sus libros más recordados. Y si fue un artista plástico el que orientó la mirada de toda una generación curiosamente va a ser otro el que va a enseñar al novelista a ver con sus ojos la íntima realidad del lugar. Nos referimos al turolense Ricardo Arredondo que en su juventud se afincó definitivamente en ella y descubrió y pintó todos sus rincones con una maestría tal que el mismo Pablo Picasso abrazó con disimulado entusiasmo su magisterio. Sus viajes a su estudio cercano a la puerta del Cambrón, primero de la mano de don José Ruiz su padre, y después por su cuenta y riesgo con carácter secreto se fueron menudeando con sorprendente frecuencia desde sus días en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid cuando era un adolescente. Este hilo conductor desde los prohombres de la I.L.E. hasta Buñuel pasando por Galdós, Arredondo y Picasso urde una madeja que se pierde en el dédalo misterioso de las calles medievales de la ciudad y que el pintor malagueño con su máscara de Minotauro quizá escondió en muchas de sus obras para deleite de exégetas y hermeneutas. Interesa saber que las afinidades electivas de Arredondo y Galdós es posible que nacieran de su común vocación por el dibujo y de la que hay muestras suficientes que denotan una más que aceptable destreza por parte de nuestro escritor en estas lides.

reyesEn la lista de hombres egregios que amaron con pasión la ciudad y que deben a Galdós su acercamiento a la misma hay que recordar a Gregorio Marañón que acabó comprando uno de sus Cigarrales y que, andando el tiempo, dedicó al novelista un episodio de su libro Elogio y nostalgia de Toledo, donde recoge muchas de sus vivencias en la ciudad. De este modo, con su lectura y la de los textos galdosianos se puede trazar no solo una especie de mapa de itinerarios o callejero urbano sino hasta un auténtico baedecker sentimental con sus anécdotas correspondientes. En aquellas obras literarias de don Benito, sin sambenito ya –valga el falso retruécano- , que rinden culto a la ciudad imperial hay que empezar hablando, desde luego, de su afamada novela Ángel Guerra (1891) que se nutrió de las excursiones que le brindó Arredondo por todas las callejas, plazuelas y andurriales que este conocía tan bien. Desde Zocodover, donde almorzaba a menudo con su sobrino y el pintor en la plaza de Barrio Rey, ‘en el mismo aposento reservado —en palabras de Marañón— en que Ángel Guerra y el padre Casado celebraran su conferencia sobre las tentaciones de la carne’ hasta la calle del Locum ‘cuya estrechez tortuosa hacía más densa la oscuridad que en ella reinaba’ en la que sitúa la casa de huéspedes de Teresa Pantoja con un patio ‘de puro tipo toledano, (…) y a lo largo del zócalo azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distintos, como procedentes de demoliciones de palacios o monasterios,…’ Y eso que la plaza no era santo de su devoción donde según su criterio el mal gusto del conjunto de las casas que se hacinaban a su alrededor ‘no tiene la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo. Los mezquinos portales que existen allí, como en todas las ciudades de Castilla, para solaz de los tachueleros, chalanes y carniceros, le dan una triste uniformidad’.

arredondoPero veinte años antes ya había publicado El audaz (1871), en la que la casucha que sirve de punto de encuentro a los conspiradores de Martín Muriel que planean derrocar a Godoy se ubica en la calle Hombre de Palo, como no podía ser de otra manera en la fina ironía del autor. Y muy cercana a esta, en la calle Chapinería, se encuentra ‘una casa lóbrega y escondida’ que es el domicilio del protagonista. Estamos en plena Judería, en el entorno del Tránsito, por ser ‘un lugar propio de la exaltación romántica de una novela zorrillesca’. Su aprecio por este barrio nos lo revela el hecho de que el banco del jardín de su casa de Santander estaba hecho con trozos de azulejos que él mismo había recogido allí, sorprendente procedimiento que le emparenta con otro de nuestros genios universales, el simpar Gaudí que empleó el mismo método para construir los bancos modernistas del Parque Güell. ¡Genialidad galdosiana donde las haya quizá inspirada en el texto previo del patio de su Ángel Guerra! Otro enclave en la citada novela es el Alcázar que Galdós, entusiasmado con él, va a convertir en la atalaya desde la que Susana observa la ciudad en llamas: ‘El incendio iluminaba toda la población, y las torres, los altos miradores, las chimeneas de la ciudad goticomozárabe, proyectando su desigual sombra sobre los irregulares tejados, parecían otros tantos espectros de distinto tamaño y forma, descollando entre todos la torre de la Catedral, que parecía cuatro veces mayor de lo que es, teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidiendo como un gigante vestido de púrpura aquel imponente espectáculo.’

Finalmente, la muchacha despechada por el curso que han tomado los acontecimientos se dirigirá al Puente de Alcántara donde desde su Miradero se suicidará. La evocación del puente y de su vista recogen evidentes ecos de los óleos de Arredondo: ‘Su grande arco de medio punto, al reproducirse en las aguas del río en las noches de luna, parece un inmenso agujero circular abierto en una gran masa de tinieblas formadas por los peñascos de ambas orillas y por las murallas y paredones que las rematan en la parte oriental. Por debajo de este arco, suspendido a grandísima altura, corre el Tajo espumante y rabioso, tropezando en las peñas de la orilla. Nada hay allí de apacible, como sucede en las márgenes de los demás ríos: todo es imponente y temeroso’. El río como un caudaloso crisol atesora en fértil mezcolanza todo el sustrato cultural de la ciudad de las tres culturas y su apelativo en la pluma de nuestro novelista se nos carga de un valor polisémico inesperado: ‘Por el Tajo nos parece que corre sin cesar la ilustre sangre de tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana, tudesca y judía, vertida a raudales en aquellas calles durante diez siglos de dolorosas glorias’.

tajoPocos años después (1875-1879), en Los Apostólicos y Un faccioso más y algunos frailes menos, los dos últimos de su segunda serie de Episodios Nacionales regresa a nuestra ciudad ‘porque el protagonista es un señor de Toledo, conservador, propietario de un Cigarral’. Por otra parte, si don Benito era capaz de diferenciar todos los toques de las campanas de la Catedral, a la que definió como ‘una enciclopedia de catedrales’, no me cabe duda tampoco de que volviendo al film antedicho, Buñuel, en un proustiano lamento por los tiempos perdidos, le estaba haciendo un guiño cómplice a través de los años en aquella inquietante secuencia en la que el campanero de la Primada, mientras come migas con Tristana/Catherine Deneuve , se queja del desinterés que en los tiempos que corren los habitantes manifiestan por su oficio cuando históricamente estos mismos sonidos han orquestado toda su vida social. La fascinación que siente por este templo la hará extensiva al Monasterio de San Juan de los Reyes. Acompañando en sus viajes semanales desde Madrid a su amigo Arturo Mélida que entonces lo estaba restaurando se sentirá poderosamente atraído por su claustro si bien le desagradaban sobremanera el retablo y la iglesia.

arredondo2Y ya, dejando aparte su obra literaria, en el capítulo de sus anécdotas más prosaicas hay que destacar, en primer lugar, las gastronómicas por su inclinación a la buena mesa. Esto hacía que degustara con delectación todo tipo de asados y platos de caza y, como además era bastante goloso, no solo iba a comprar mermelada al Convento de las Comendadoras de Santiago, sino que ‘se ponía morado’ a comer mazapán, el típico dulce local por antonomasia. Cuando viajaba a la ciudad se hospedaba o bien en el hoy desaparecido Hotel Lino de la calle de la Plata, o bien en la casa de las hermanas Figueras de la calle Santa Isabel. Parece ser que Ángel Guerra la empezó a escribir en esta pensión y por eso en ella dejó escrito, con sobrado conocimiento de causa, que las fondas toledanas eran ‘rematadamente malas y bulliciosas’. Más tarde viviría en la casa de uno de sus amigos, en la finca La Alberquilla, que se encontraba en el meandro del Palacio de Galiana, muy cerca de la que hoy es la estación del AVE. Si quería subir al centro le recogía El Melejo, mote por el que atendía otro de sus muchos amigos, que con su tartana le acercaba generosamente. Como anécdota pintoresca hay que relatar aquella en la que ni corto ni perezoso se llevó de la citada finca una oveja negra a su casa de Madrid porque le dio pena al enterarse de que la iban a sacrificar por su color y además tuvo la humorada de bautizarla con el nombre del título de la función teatral que entonces acababa de estrenar, Mariucha.

Otro divertido episodio nos lo descubre en sus infatigables itinerarios a través de los innumerables conventos de la ciudad, pidiendo a las Jerónimas de San Pablo el cuchillo con el que fue degollado el santo tutelar para admirarlo aparentemente con veneración cuando en el fondo lo que pretendía era afilar la punta de su lápiz, cosa que hacía a hurtadillas, sin percatarse de que las monjas, conscientes de su chiquillada, se regocijaban a sus espaldas inocentemente.

No en vano en sus desconcertantes Memorias de un desmemoriado dedica dos capítulos a sus andanzas toledanas y nos habla de aquellas entrañables amistades de las que cabe resaltar la de Ricardo Arredondo, al que nos hemos venido refiriendo, y que como hemos visto fue crucial para él. Y volviendo a Picasso, si como este defendía ‘mirar es una manera de inventar’ tenemos por indiscutible, pues, que la mirada de su amigo el pintor inventó un Toledo que quedó para siempre impreso en la obra de don Benito Pérez Galdós. Clamoroso caso de justicia poética donde los haya puesto que la obra del artista turolense ha quedado tristemente relegada de la historia del arte español a pesar de su importancia. Y aunque en el año 2002 se le dedicó una meritoria exposición antológica en el Palacio de Santa Cruz para reivindicar su figura, a día de hoy el Museo del Prado, propietario de algunas de sus más interesantes pinturas, no se digna a mostrar con carácter permanente ninguna de ellas a sus visitantes. Pues eso, lagartos y arqueólogos.

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