‘En los pliegues del olvido’ de Ignacio Vázquez Moliní (Ediciones Vitruvio, 2017)
(Texto traducido del original en portugués)
¿Recuerdan el poema de Miguel Hernández, Llegó con tres heridas? Más tarde, Joan Baez lo cantaría, en homenaje al poeta español a quien el fascismo había asesinado dejándole morir en una prisión. En ese poema, incidentalmente un epítome del grado de pureza alcanzado por la poesía hernandiana, Miguel Hernández dijo:
Llegó con tres heridas:
La del amor, la de la muerte, la de la vida.
Con tres heridas viene:
La de la vida, la del amor, la de la muerte.
Con tres heridas yo:
La de la vida, la de la muerte, la del amor.
El poeta, que en su celda de Alicante, donde lo arrojaron los vencedores de la Guerra Civil, se preguntó qué había hecho para poner tanta vida en su vida, y apenas tuvo tiempo para rescatar una de esas tres heridas que las une y las complementa: la de la saudade.
A los 31 años Miguel Hernández murió, indefenso, atrapado, en las mazmorras del fascismo.
Sin embargo, creo que si su vida se hubiera prolongado, su poesía siempre habría sido igualmente directa, exacta y franca, juntando a esas tres grandes realidades del amor, la vida y la muerte, otras como la amistad, la rebelión, la búsqueda de la belleza de los paisajes y de la naturaleza. En un canto ferviente contra la injusticia, la desigualdad y la pobreza, su poesía también habría cantado ese sentimiento plural que es tan característico de los pueblos del sur y tan especial para los portugueses y españoles: la saudade portuguesa, el amor medievo-provenzal, la morriña gallega (que a través de la guitarra de Michel Castillo conseguimos casi palparla), la nostalgia o la soledad castellana (a veces soledad, a veces saudade), la señaldá o señardade de los asturianos, la anyoransa catalana arcaica, o entrenyoransa, a la que Ausias March recurría tan a menudo.
Es cierto que otros pueblos también han buscado definir una sensación similar, como los suecos con su Längtan o los alemanes con su Sehnsucht, como en las canciones de Goethe: Kennst du das Land wo die Zitronen bluhn? / Nur wer die Sehnsucht Kennt, weiss was ich leide. – ¿Conoces el país donde florece el limonero? /Solo quien conoce el deseo sabe cuánto estoy sufriendo/. Pero los sentimientos son diferentes en aquellas latitudes, bajo esas expresiones: el Längt es un anhelo, una voluntad; y el Sehnsucht es un deseo metafísico, más allá de lo humano. La saudade, tal como la sentimos ibéricamente y la expresamos, es una sensación típicamente nuestra.
De ahí la enorme dificultad experimentada por aquellos que tienen la intención de traducir un texto del portugués, o del español, a otros idiomas, cuando se enfrentan con la palabra saudade. Por ejemplo, recuerdo, solo porque me parece ilustrativa, la brillante traducción que llevó a cabo François Louis Blanc de mi libro Doce poemas de Saudade, en la edición de París, en 2011, de L’Harmattan, en Poètes des 5 Continents. El título definitivo quedó así: Douze Poèmes de Saudade.
De hecho, la saudade es la suma de esas tres heridas que cantó Miguel Hernández. Es más, todos podemos experimentarlas; pero en realidad solo los poetas pueden expresarla en ese sistema de lenguaje mágico que dice lo indecible y pone el sentimiento más abstracto en determinadas palabras. Sienten saudade los vivos por los muertos, o por los que están ausentes, o por las cosas pasadas que se pierden; pero en realidad, se siente solo por aquello y aquellos que se amaron, a veces sin darse cuenta: por la tierra donde nacieron, la infancia, los padres y los abuelos, los viejos amores, un olor que proviene de la infancia, un pájaro que canta y que dejó de escucharse. Son precisas la vida, la muerte, o al menos la ausencia o el pasar, y el amor que una vez existió, y que sin embargo, no se extingue por la lejanía o por la desaparición.
Es un deseo, al mismo tiempo triste y dulce. Es triste saber que no es probable que las cosas viejas se renueven o regresen, y es dulce porque la saudade está llena de la felicidad de esos momentos que se recuerdan más con el alma que con la memoria.
Un deseo del alma; pero también un cuidado, es decir un buen deseo, el amor, como en esas canciones de D. Sancho Velho, donde el amante canta al ausente: «Ai eu coitada, / como vivo em gran cuidado / por meu amigo / Que ei alongado / Muito me tarda / O meu amigo na Guarda». O en el villancico de Nuñez de Reinoso: «Soledad tengo de ti / ¡Oh tierra donde nací!» O en la bella Soledad, cantada por Chavela Vargas y Buika.
También el amor con el que los vivos recuerdan a los ausentes, muertos o vivos. Esta ausencia que se plasma en esa canción típica de las islas Azores: A ausência tem uma filha / Que se chama saudade / Eu sustento mãe e filha / Em contra a minha vontade.
Carolina Michaëlis de Vasconcelos, en su brillante estudio de 1922, “A Saudade Portuguesa”, cita a D. Francisco Manuel de Melo, en su Epanáfora 3ª: “Y parece que nos toca a los portugueses más de lo que a cualquier otra nación del mundo, solo nosotros sabemos su nombre, llamándola saudade: quiero ahora subrayarlo. La saudade florece entre los portugueses por dos causas más evidentes entre nosotros que en otras nacionalidades, porque ambas cosas tienen su principio: el amor y la ausencia son los padres de la saudade (…) ”. Aunque no concuerde con la exageración patriótica, sin embargo hago mía la conclusión.
He necesitado toda esta larga introducción, porque quiero hablarles de un libro de un escritor español que, siéndolo, es casi al mismo tiempo portugués, dada su interacción con la cultura portuguesa y su vasto conocimiento de la Historia, la Literatura y la vida de Portugal, donde reside en el ejercicio de sus funciones diplomáticas. Se trata de Ignacio Vázquez Moliní, quien, además de diplomático, es licenciado en Derecho, Doctor en Filología Hispánica, ciudadano del mundo, novelista y poeta.
Precisamente, es sobre su libro En los pliegues del olvido, un conjunto de poemas de 2017 editado por Ediciones Vitruvio, en Madrid, que quiero dejar aquí algunas notas, para las que creo que son necesarias las amplias referencias a la saudade que he ido desarrollando hasta ahora, agotando tal vez la paciencia del lector.
He leído y releído varias veces este conjunto coherente de poemas. Y reitero que, al contrario que del Olvido, del que se jacta en el título, el poemario no trata de olvidar, sino de recordar. Es un recuerdo matizado por la saudade, casi una saudade portuguesa, pero al mismo tiempo decididamente también saudade española.
Y lo afirmo aunque el libro se inicie con una declaración de ausencia:
“Hoy nos sobra la música, la risa y las palabras.
Nos sobra el vino, la alegría y las canciones,
Porque hoy se apagan las luces,
Todas esas luces
Que alumbraron nuestros cuerpos.
Nos falta esa mirada de asombro y esperanza,
Que subía desde el fondo de la vida
Hasta cubrir por completo nuestras almas «,
En el resto de los poemas, hay un anhelo por suavizar esa ausencia, «ese dolor también está por debajo de las imágenes brillantes». Y eso sucede cuando subes a un barco, porque ahí se detiene el reloj de la vida; o cuando el poeta dice «Echo de menos / aquellos tiempos / cuando nunca acababan / las tardes del verano más dulce de la vida»; y es por eso que hay momentos no soñados que le llevan a pensar que el tiempo nunca termina.
Porque la saudade recorre estos poemas, más que el olvido. La saudade está en ‘el ancla carcomida que agoniza / (y en ese) rumor constante de las olas / que arrastra un sueño de nuevas singladuras. Y también está allí donde nadie sospecha / cuánto valen tus recuerdos, o mis instantes’. Transcribo el poema XXIII:
¡Ojalá pudiera yo dar vida a tus recuerdos!
Soltar al osito de trapo y que trepara
A las ramas más altas del naranjo.
Nos lanzaría alegre, una tras otra,
Clementinas, peras y bananas,
De esas tan dulces que sólo crecen
En las ramas más altas del naranjo.
En un escrito libre de gestos o de gongorismos innecesarios, con un lenguaje claro, fiel y preciso, Ignacio canta la nostalgia de aquellas cosas que solo habitan en los recuerdos y a las que no puede dárseles vida a menos que sean alimentados por la memoria, nunca por el olvido. En verdad, estas son las cosas que, a pesar del paso del tiempo, permanecen, si llegan a caer, entre los pliegues del olvido. Y por eso el título del poemario lo abarca en su totalidad, se ha elegido con total precisión.
E incluso aun cuando no quiera tenerlo en cuenta, el poeta revela que su saudade está viva («Hoy no sé por dónde comenzar el día / Si esperar que el sol alumbre mis anhelos (…)» – poema XXV). Y de ese mundo que le provoca una saudade profunda, de esos días pasados (a veces incluso añora el presente, como en el poema XXVI: «Todo esto veo y me pregunto / Si no será mejor que nunca me despierte»), de esos «antiguos sonidos del pasado que nunca del todo se apagaron», el poeta escribe su obra en oposición al olvido, en contraste con el mundo frío y gris que influye en cada poema y en el que ni se ve ni se encuentra, ese mundo que yace pesado en el poema XLI: «Aunque una y otra vez se nos repita, / Todos sabemos que no es cierto; / No es en las calles de París, / Ni tampoco en Estambul, / En Bruselas o en Beirut, / Donde se han oído los disparos / Es en las calles del mundo entero / Donde con siniestra nitidez se han escuchado, / Y han dejado nuestras almas malheridas».
Por esa razón, nostálgica pero también esperanzadamente, «A esta última luz sublime del otoño / Solo le pido que me regale el tiempo / De seguir sentado al borde de la ría (…)» para poder matar esa saudade al ver las barcas atrapadas en «el cruel castigo de la arena seca”, para que otra vez alcancen el mar y puedan salten nuevamente, jugando sobre las olas libres. Leemos y nos recuerda a António Nobre y a su país de marineros que quería enseñarle a Georges. La saudade, siempre presente.
Y en el poema XXXVII, un hermoso homenaje al Sebastianismo, esa extraña saudade portuguesa, casi un Sehnsucht: el que robó el retrato de Don Sebastián no sabía «quién era nuestro añorado rey»; No sabía que era él quien «impedía que nuestros recuerdos naufragaran».
Sobran letras en el viejo abecedario. Nos sobran, afirma el poeta, para escribir el rumor del recuerdo. Rumor que la saudade invita a describir, con la mejor poesía.
Pero aquí está el poema XLVII del que creo que deriva el título de la obra; y aquí está la saudade para superar el olvido y la ausencia:
Escondidos en los pliegues del olvido
Oigo los ecos dormidos de una vida.
Escucho un acorde de notas olvidadas,
Tan sutiles que ese sonido amargo
Apenas despierta la luz de mi memoria,
Frontera de bruma borrada por el tiempo,
Donde un gesto, una palabra y tu sonrisa,
Vencen para siempre el paso de los días.
Y esa sería la verdadera conclusión, no la del Poema LI. Mientras exista la saudade, la memoria no se disuelve en el olvido. Como cantara el poeta Aguinaldo Silva:
Saudade é amar um passado que ainda não passou
É recusar um presente que nos machuca,
É não ver o futuro que nos convida…
Saudade é sentir que existe o que não existe mais…
O como escribió Mário Quintana: ‘es necesaria la saudade para que yo sienta, como siento dentro de mí, la presencia misteriosa de la vida…’
Y esto es lo que Ignacio Vázquez Moliní consigue hacer con su escritura. En imágenes serenas describe un mundo que nos agobia; y mediante el recuerdo ennoblecido gracias a la saudade, nos devuelve ese viejo mundo que tanto amamos, con su belleza e intensidad diferentes.
Un libro que toca el alma, que despierta preocupaciones y recuerdos, y en el que cada poema se convierte en un método para seguir amando, soñando y estar vivos. Un libro aparentemente amargo, pero donde se ejercen críticas y esperanza, memoria y realidad Y siempre todo esto, repito, con la mejor poesía.