Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue. (Heráclito de Éfeso, fragmentos)
Lo inesperado, tarde o temprano, puede llegar. Y, una vez más, así ha vuelto a suceder. La epidemia de corona virus que asola el mundo actualmente lo ha conseguido de nuevo, mostrando a la vez la extraordinaria fragilidad de la existencia y las colosales proporciones de la debilidad humana.
Desde las primeras reflexiones del hombre sobre la naturaleza y el mundo, se ha planteado la relación con la naturaleza desde la perspectiva de la contraposición. La humanidad ante el mundo, ante la naturaleza, ha sido pensada siempre desde la diferenciación: una cosa es el ser humano y otra la naturaleza, ¡cómo si la humanidad no fuese parte de esa misma naturaleza! Pero había buenas razones para establecer esa contraposición, desde luego. Porque la naturaleza no son sólo las flores y los pajarillos que nos deleitan con sus trinos. La naturaleza es, ha sido y será siempre, una fuente inagotable de riesgos, de peligros y de tremendas preocupaciones. El rayo, la tempestad las inundaciones, el frio y el calor extremos, la enfermedad, los venenos de animales y vegetales, los volcanes, los terremotos, los meteoritos, las necesidades alimento, …, etc., todo ello son fenómenos de la naturaleza, aunque terribles y destructivos. No, la naturaleza no es Bamby.
De ahí que la humanidad, desde los tiempos más remotos, aprendiera a temerla y a buscar medios para protegerse de ella. Porque la naturaleza puede aniquilar no sólo a individuos, sino a poblaciones enteras. En la base de las religiones y mitologías, en su origen y desarrollo, existió desde siempre una fuerte impronta de “lucha” contra la naturaleza, para protegerse de ella. Lucha en la que el hombre fue adquiriendo destrezas para salvaguardar a la humanidad de las calamidades con las que le aflige la naturaleza.
Desde los tiempos históricos más antiguos, se puede apreciar la importancia que ha tenido esa lucha contra las fuerzas de la naturaleza para promover los avances civilizatorios, en el contexto de esa búsqueda de medios eficaces para aportar mejores defensas y protecciones a la humanidad. Unos avances que han aumentado nuestras capacidades de respuesta, pero que nunca han sido definitivas y me temo que nunca lo serán. No, la naturaleza no precisa de la protección del hombre. Más bien, es el hombre el que continúa necesitando protegerse de las terroríficas fuerzas de la naturaleza, cuando se desencadenan. Sea el hombre de las cavernas, o sea el hombre del siglo XXI.
En esta materia, la humanidad ha avanzado tanto que, por ejemplo, partiendo de los sacrificios humanos para aplacar al volcán, u otras costumbres que hoy nos parecen bárbaras, se ha podido llegar a descubrir la vacuna, por ejemplo. De entre los mayores de 60 años, muchos recordarán, yo mismo entre ellos, que fueron vacunados en la infancia contra la viruela, contra la tuberculosis y algunas otras epidemias de las que han acompañado a la humanidad durante milenios. Los menores de 60 años es posible que no hayan sido vacunados nunca contra esas enfermedades, ya que las dos citadas desaparecieron en España, como en casi todo el mundo, durante los años 60’ del siglo pasado.
Fue en esa misma época, en la llamada “Década Prodigiosa 1960-1970” (en 2018 se conmemoró el cincuentenario del Mayo del 68), cuando aparecieron o cobraron vigor ideologías y movimientos político sociales que han querido imponer, y en gran medida lo han logrado, una mentalidad dominada por la idea de que el hombre y su ciencia eran totales y absolutos. Y, poco a poco, la naturaleza fue dejando de percibirse, en los últimos 50 años, como fuente de riesgos y peligros, para pasar a considerarse una “amiga” maltratada que necesitaba la protección de la humanidad. La vanidad y la soberbia, desde antiguo, han sido consideradas como uno de los mayores errores, incluso pecados, de los hombres. Fue por vanidad y soberbia que Lucifer se enfrentó a Dios, según la Biblia, como fue por vanidad que Adán y Eva comieran la fruta del árbol prohibido, o como por vanidad y soberbia fue que los hombres erigieran la Torre de Babel. Y, como bien sabemos, los castigos con que Dios afligió siempre a todos ellos por su soberbia fueron terribles.
No hace mucho, apenas cuatro meses, en diciembre de 2019, en Madrid, tuvo lugar una Cumbre Climática, que estaba previsto celebrar en Chile, pero que tuvo que improvisarse su cambio de ubicación, por razones que no es ahora posible detallar. Una Cumbre Internacional realizada con el propósito declarado de ¡detener! el denominado calentamiento global, incluso de revertirlo, ante un tan inminente como previsto “apocalipsis climático”. Digo previsto, pues incluso se han venido barajando varias fechas para la llegada del “Dies Irae”. El exvicepresidente USA, Al Gore, la previó para el año 2014, fecha ya pasada; y los más recientes profetas de dicho apocalipsis, como la sueca Greta Thumberg, lo han previsto para 2021 y no más tarde de 2030. No es el momento de plantearse este asunto en profundidad, ya que el apocalipsis ha llegado, sí, pero en forma de una epidemia. Y ante el apocalipsis real del corona-virus, los apocalipsis imaginados y previstos han tenido que retirarse del primer plano de la escena. Tampoco los apologistas de estos apocalipsis habían previsto la irrupción de una epidemia en 2020, claro.
Por si fuera poco, el día 10 de abril de 2020, se difundió la noticia del inicio de una erupción en el volcán más peligroso del mundo, el tristemente famoso Krakatoa. Un volcán que recientemente, el 22 de diciembre de 2018, provocó un tsunami que produjo 439 fallecidos, 7200 heridos y 15 desaparecidos, además de cuantiosos daños materiales. Un volcán del que son famosas y han sido estudiadas las erupciones desde hace casi 1.500 años. Especialmente importantes fueron las erupciones de los años 417 y 537, de nuestra era. Pero la más terrible fue la de 1883, con más de 36.000 muertos, y de la que hay hasta una película famosa, titulada “Al Este de Java” (1.969). Seguramente, casi nadie habrá leído la letra pequeña de las informaciones, pero se calcula que un solo día de erupción volcánica produce más contaminación atmosférica que la humanidad, al nivel actual, en 100 años. Tampoco es el momento de analizar la vulcanología ahora, pero quizá sea conveniente recordar que los volcanes no se van a detener, aunque se apruebe un Decreto o una Ley que prohíba su entrada en erupción. Esperemos que el volcán no actúe como en 1883 y que la erupción se limite a sus efectos contaminantes, sin causar más desgracias ni más víctimas. Obviamente, tampoco nadie previó que el Krakatoa fuese a entrar en actividad en la Semana Santa de 2020.
La terrible realidad de la epidemia sigue su curso y la gestión de este asunto está dejando mucho que desear, aunque no es éste ni el lugar, ni el momento, de analizar los desastres, grandes o pequeños, pero desastres, en que han ido incurriendo los gobiernos de todos los países. Especialmente el Gobierno Nacional de España, que ha ido proclamando cada día, desde el mes de enero, que todo lo tenía controlado. Pues menos mal, porque si lo llega a tener descontrolado no sé cómo andaríamos. Lo recordaba hace pocos días D. Manuel Muela en un excelente análisis publicado en el diario digital Vozpopuli, el pasado 3 de abril: “La tragedia de la pandemia se ha abatido sobre nosotros en las peores condiciones políticas y económicas” (el artículo completo, de lectura recomendada, puede consultarse en este enlace)
En fin, y para concluir, creo que el dramático momento que vivimos traerá, aunque sea la fuerza, algunas dosis de realismo, de prudencia y de modestia, además de los avances científicos que sin duda traerá la investigación para encontrar el tratamiento y la vacuna, aunque tarden.
Decía el Presidente Theodor Roosevelt que, si bien se podía tolerar que se tuviese la vista en las estrellas, era inadmisible separar los pies del suelo, porque con ello el tortazo está asegurado
¡Ah, el hombre y su soberbia! Porque, ¿qué porcentaje de la totalidad de lo real es conocido por la ciencia?, ¿llegará al 1%? Quienes blasonamos de mantener una filiación ilustrada y apelamos a filosofía racionalista, al espíritu científico, a los valores democráticos, a los derechos individuales, a la solidaridad, o al propósito de hacer progresar la sociedad hacia la libertad y el bienestar, quizá deberíamos empezar a adoptar en esta materia, y en todas las demás, otra actitud. Como recordaba el viejo Heráclito de Éfeso, lo inesperado es lo que suele llegar siempre. Hagamos memoria en este 14 de abril de 2020, que la IIª República, al igual que la primera, llegó de modo totalmente inesperado.