noviembre de 2024 - VIII Año

Oía hablar a los árboles

Andar hasta donde nos alcance la soledad del bosque. Elevar la mirada hacia las frondosas copas de los árboles sobre las que espejea el sol. Y allí, sencillamente, escucharles.

El gran pino Cezanne 1898
El gran pino, Cezanne (1898)

Despojos de las ausencias. El tizón escribe con trazo luctuoso sobre la tierra silenciosa y ennegrecida. El fuego avanza tan deprisa que parece un espectro corriendo y vociferando con la sábana en llamas. Prende en cada ser el pábilo de la muerte. Crepita la piel vegetal y animal en la revelación del Santo Oficio del Siglo XXI: el alma de los hombres encadenada a la perversión. Los árboles mueren de pie, el título de la obra teatral de Alejandro Casona es una alegoría. Nos recuerda que en el estío una incendiaria muestra de barbarie recorre nuestros bosques con el alarido tenebroso de la destrucción. La escenificación de la moral lo es siempre desde lo personal. Nunca desde lo colectivo. Quizás por eso desenfocamos la imagen. De esa manera nos alejamos del fuego y nos convertimos en espectadores mudos de la consumación de la conciencia. Humean los cadáveres mientras las pavesas caen de un cielo calcinado y gris como el Averno. Pienso en la palabra hombre y me entierro de dolor, aunque Mario Benedetti me sacuda con su tenaz humanidad, «(…) los otros me ampararon como árboles / con nidos o sin nidos / poco importa / no me dieron envidia sino frutos / esos otros están / aquí».

Cipreses Van Gogh 1889
Cipreses, Van Gogh (1889)


Cuatrocientos años lo contemplan
. El ciprés perdió frondosidad. Un rayo contemporáneo deslució su porte. Vino desde el lejano México en el siglo XVI. Los monjes carmelitas fueron sus benefactores y decidieron plantarlo en lo que hoy se conoce como el Carmen de los Mártires, un jardín junto a la colina de la Alhambra. Hacia lo más alto se erige y apunta como la escritura de San Juan de la Cruz, cofundador de la Orden y prior del convento en Granada, al que legendariamente se atribuye cierta relación. En esa conexión entre cielo y tierra el poeta abulense es puro temblor humano. Tal vez por eso José Ángel Valente determine, en aproximación a la espesura poética de su canto, que «(…) necesitamos abolir la distinción entre cuerpo y espíritu». En el año 1948 Dámaso Alonso en una conferencia bajo el título La poesía de San Juan de la Cruz, profundizaba en la huella amorosa y divinizada en el poema Pastorcico «Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado / en un árbol, do abrió sus brazos bellos, / y muerto se ha quedado asido de ellos, / el pecho del amor muy lastimado». El árbol encierra el misterio de ese amor que se sufre y siente asido a la cruz, pero también, y sobre todo, de la propia vida que encarna lo corpóreo y místico.

Paisaje de la Rábida. Daniel Vázquez Díaz. 1930. Óleo sobre lienzo
Paisaje de la Rábida, Vázquez Díaz (1930)

En La Florida empecé a escribir otra vez en verso. En el año 1943 Juan Ramón Jiménez retornaba a su voz de agua. «Antes, por Puerto Rico, y Cuba, había escrito casi exclusivamente crítica y conferencias. Una madrugada me encontré escribiendo unos romances». En Romances de Coral Gables la resonancia de lo profundamente sereno y dramático se acompañan. Sobrecoge asentir ante la belleza que se obstina en desistir de la transparencia tras la barbarie de la Guerra Civil y la herida del exilio. La plenitud de lo popular se expande como el sol primaveral que recrea la vida y la sostiene en el verso celeste. Ese mirar hacia dentro, esa distancia que limita la soledad del mundo, ese discurrir por la senda alejada de los añadidos. La reflexión poética juanramoniana exige transposición en la forma y fondo. El alma trascendida en la naturaleza que se troca en identificación entre Moguer y el Sur de Florida, y le surte de una extraña y pasajera alegría. Siempre ese Sur habitado por la espera y la nostalgia, «¡qué ir llegando tan hermoso a nuestra casa blanca de Alhambra Circle en Coral Gables, Miami, La Florida! Las garzas blancas habladoras en noches de excursiones altas. En noches de excursiones altas he oído por aquí hablar a las estrellas, en sus congregaciones palpitantes de las marismas de lo inmenso azul, como a las garzas blancas de Moguer, en sus congregaciones palpitantes por las marismas de lo verde inmenso.» La distinción del poeta es de tal prosperidad lírica, que no desiste de la fe en la palabra por el luciente pensamiento que engendra. Cuánta hondura este decir en octosílabo. Cuánta existencia inadvertida. Tal vez sea eso, que para el hombre la naturaleza permanece inédita. No la escucha. No siente su lamento agonizante. Árboles hombres quemados por otros hombres, «Los árboles se olvidaron / de mi forma de hombre errante, / y, con mi forma olvidada, / oía hablar a los árboles».

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Archivo Entreletras

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