Que el laicismo militante hacia la laicidad es una consecuencia de la Modernidad, es cosa sabida. Popper, en el Prefacio a «La sociedad abierta y sus enemigos», realza los logros de esa Modernidad: «… la más grande de todas las revoluciones morales y espirituales de la historia… la empresa de construir una sociedad abierta que rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábito y la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con las normas de la libertad, del sentimiento de humanidad y de la crítica racional…»
Habermas pone el acento crítico al proceso, y lo hace en su «Discurso filosófico de la Modernidad» (Taurus, 1983) cuando habla de la «progresiva desconexión de sistema y mundo de la vida»; de «descentramiento»; de «condición necesaria para el tránsito desde las sociedades de clases estratificadas del feudalismo europeo a las sociedades de clases económicas de la modernidad temprana». También cuestiona el modelo capitalista sobrevenido, porque las estructuras simbólicas del mundo y de la vida quedan deformadas… subsistemas diferenciados y atomizados a través de los medios dinero y poder». Desconexión de la vida, descentramiento, diferenciación y atomización son fenómenos sociales propiciados por la Modernidad; una fragmentación que debe ser superada por la ampliación del pluralismo, la generalización de las pertenencias a grupos, la regeneración de los valores… todo ello orientado hacia una nueva síntesis: «una aproximación a ideales universalistas de justicia» (p. 403). Estaríamos, pues, ante un movimiento emancipador, generador de pluralismo secular y, por tanto, de laicismo, que tiene que superar sus deficiencias.
Este proceso emancipatorio produjo también reacciones entre los instalados. No me detendré en la encíclica Quanta Cura, ni me extenderé en el Sylabus de Pío IX. Este mal paso extraviado, anclado en el dominio, dejó a la iglesia católica en los márgenes de la marcha del mundo, encastillada y sin debate con el progreso y con la intelectualidad, alejada de los pobres de la tierra y del mundo del trabajo, un aislamiento que quiso superar con el Concilio Vaticano II y con las teologías de la liberación.
Esa reacción avivó la polémica entre clericalismo y laicismo, más aún en España. Entre ambos extremos pugna por abrirse camino un humanismo emancipatorio e ilustrado, donde creyentes y no creyentes encuentran en el hombre y en el mundo su tarea común y comparten actitudes cognitivas y plataformas de acción. Dice Habermas («Entre naturalismo y religión»; pp. 11, 14 y 127): «El reconocimiento recíproco significa que los ciudadanos religiosos y laicos están dispuestos a escucharse mutuamente y a aprender unos de otros en debates públicos… La polarización de las cosmovisiones en un frente religioso y otro laico, pone en peligro la cohesión ciudadana, y es un asunto que concierne a la teoría política… Debemos aprender a adoptar también las perspectivas de los otros».
Largo ha sido el camino recorrido hasta llegar a estos planteamientos; largo el que todavía queda por recorrer hasta que llegue el momento en que el laicismo desemboque en laicidad, instalada en las conciencias, donde quepamos todos.
Permítaseme que en ese largo camino deje constancia breve de las raíces griegas del laicismo. Laicismo, laicidad, laico, son palabras que proceden del griego «laós», pueblo que está bajo el mando del «Anax», el señor, aunque sean algo más que los «polloi», la masa no organizada que desprecia Heráclito, aunque menos que el «Demos», el pueblo organizado que se da las leyes. Recordemos a Platón, cuando cambia su postura respecto a los mejores, sostenida en «La república o nel estado», y a sus 81 años se lo atribuye a los ciudadanos en «Las Leyes»: «Es necesario que los hombres se den leyes y que vivan conforme a leyes o en nada se diferencias de las bestias más salvajes. Bajo leyes, la ciudad se hace austera y fortificada».
El cambio terminológico denota el cambio social, el fin de la autocracia. La Ley ya no depende del poder del dictador, sino de su aceptación por la Ekklesía, la comunidad de los ciudadanos. El «Demos» ya no acepta el vasallaje en que vivía el «Laós», sometido a un jefe. Tampoco corresponde a los «polloi», la masa no organizada. La piedra angular de la democracia queda puesta, y ni la guerra del Peloponeso, ni la hegemonía de Esparta podrá ya arrancar esa idea.
-¿Qué son laicismo y laicidad?
Laicismo es el medio para lograr laicidad como estado; un movimiento ideológico, social y político que pretende la instauración de un estado laico. Su núcleo básico es la libertad y la soberanía del individuo, entendidas como libertad de conciencia y como autonomía moral con fundamento ético. Digamos claramente que no pretende el rechazo o la exclusión de las iglesias, porque también hay, como es mi caso, laicismos religiosos que también promueven, desde las propias convicciones, la tolerancia activa, y exigen la neutralidad del Estado y la igualdad jurídica.
Laicidad es el fin que se pretende, que no es otro que la autonomía del Estado, de la política y de la educación, de cualquier otro factor de influencia externa; la libertad de conciencia moral y de la vida intelectual y espiritual de cada uno; la neutralidad frente a la hegemonía coactiva de las confesiones religiosas o de los laicismos excluyentes; la relegación a lo privado de todo absolutismo ideológico que pretenda dominar lo que es plural. Como señala Rafael Díaz Salazar en su libro «España laica. Ciudadanía plural y convivencia nacional» (Ed. Espasa, 2008), las características del estado laico son: «aconfesionalidad; autonomía respecto a los magisterios eclesiásticos y las cosmovisiones ateas o agnósticas; neutralidad ideológica; independencia y separación de las iglesias, y defensa de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia», y ello en dos dimensiones: la política y la cultural. Por la primera ha rechazado las concepciones sacras del poder y la confesionalidad estatal. Por la segunda, se ha basado en el primado de la razón.
La transición ha dejado hitos en el camino: La «Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia», de 12 de junio de 1776; la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789; aquella Pepa de 19 de marzo de 1812, donde el concepto de pueblo es reemplazado por el de Nación (art. 2); la «Declaración de los Derechos del Pueblo trabajador y Explotado», de 10 de julio de 1918, texto relativo a La Rusia Central, y no a todos los territorios del antiguo imperio. Tengo que recordar también aquellos artículos 25, 26, y 27 de la Constitución de la República Española de 9 de diciembre de 1931 en su Título III: Las creencias religiosas no podían tener ya privilegio jurídico; el Estado, las regiones, las provincias y municipios «no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas… la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizadas en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública.»
-Algunos planteamientos de Habermas que puede ayudarnos a hacer juntos el camino de la laicidad:
Debo señalar que no haré sino unas reflexiones propias sobre algunas propuestas habermasianas.
Mis fuentes para esta ocasión han sido: Su «Teoría de la acción comunicativa», especialmente el tomo dos (ed. Taurus). Su obra «Entre naturalismo y religión» (Ed. Paidós). «Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad» (ed. Trotta). Y «Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión», en su debate con Ratzinger. (Ed. Encuentro).
De la reflexión en dichas obras extraigo tres anclajes: Israel o Atenas. Época postmetafísica. Ateísmo metodológico.
¿Qué propone Habermas? Reflexionar en el proceso de secularización cultural y social como un doble ejercicio de aprendizaje que lleve a las tradiciones de la ilustración y a las enseñanzas religiosas a una reflexión sobre sus respectivos límites.
1. Existe una confrontación excluyente: Israel o Atenas; la fe teísta y en ocasiones teocéntrica o el sometimiento a la razón. Para un hombre emancipado, secular y profano, hijo de la modernidad, la razón tiene que ver con las prácticas sociales contingentes en una cosmovisión sin trascendencia. Para un creyente, la razón no deja de abrazar las raíces que le dan su fuerza. ¿Dónde están esas raíces? ¿En Israel o en Atenas? En el dilema, Habermas coloca una conjunción copulativa: Israel y Atenas y Roma, en el derecho positivo que nos legó, son exigencias de la laicidad.
2. Para Habermas, estamos en una época postmetafísica. Los grandes sistemas explicativos han perdido capacidad orientadora; han decaído las cosmovisiones con pretensiones de absoluto; se ha fragmentado la comunidad hermenéutica de sentido; las cosmovisiones tradicionales pierden su poder y su capacidad inmutable a manos de la interiorización, de la multiculturalidad y del relativismo emergente, y ello supone un reto a las capacidades cognitivas.
3. El tercer anclaje es el ateísmo metodológico. Lo mismo que aquellos primitivos cristianos eran considerados ateos por no creer en los dioses establecidos, Habermas propone el ateísmo como método: pensar y actuar responsablemente como si Dios no existiera, como si todo estuviera dejado a la voluntad del hombre. Ya Bonhoeffer, en sus cartas y apuntes de la prisión, oteaba el porvenir cuando señalaba que los cristianos debíamos aprender a vivir en un mundo donde Dios no era tomado en consideración, lo que sólo significa, no que Dios haya muerto, como decía Nietzsche, porque si Dios no existe no puede morir y si existe tampoco. Lo que significa es que Dios ha dejado de ser un referente para el hombre.
Quiero señalar aquí que, Habermas dedica unas reflexiones a la afirmación de Horkheimer: «Es inútil querer salvar un sentido incondicional sin Dios… con la fe teísta debe renunciar a la vez a la pretensión de ser objetivamente algo más elevado que cualquier quehacer práctico… Con Dios muere también la verdad eterna» (M. Horkheimer; «Anhelo de justicia»; p. 85). Sin embargo, convengamos que sin lo incondicionado de la otredad, los condicionantes son el todo en sociedades administradas.
Habermas sitúa dialécticamente el argumento de Horkheimer: En tiempos de ateísmo y glorificación de los poderes terrenales, el teísmo se convierte en acto de desafío e inconformismo, de no estar del lado del poder, sea el que sea. En tiempos de teísmo, cuando unos u otros poderes son legitimados con una pretensión de lo divino, el ateísmo se convierte en acto de resistencia, precisamente en nombre de lo que debe permanecer sin representación.
¿Qué propone Habermas como un medio de construir una laicidad integradora de creyentes y no creyentes? Pues que los creyentes formulen sus creencias de modo que sean inteligibles en el mundo actual, esto es, una tarea de traducción de los conceptos. Así Dios viene a ser racionalidad comunicativa; la cifra de potenciales no actualizados en la humanidad, y la extensionalidad del Logos creador, de la razón ordenante, donde los seres humanos pueden fundar su ecumene, aún limitados por su corporeidad y finitud.
Naturalmente que, como creyente no carezco de objeciones. La primera es que considero imposible la nivelación entre inmanencia y trascendencia, aunque ambas residan también en el hombre. La segunda es que ya sufrimos demasiado el sincretismo de las reapropiaciones terminológicas que se desnaturalizan en ello. Creo que las tradiciones bíblicas deben ser conservadas en su significación original, interpelantes a cada época. Hay conceptos como Alianza, Anfictionía, Mesianismo, Apocalipsis, Redención, Salvación, o Logos, que están siendo reinterpretados para ser comprendidos en esta nueva cosmovisión ilustrada, y sirven como clave descriptiva de circunstancias actuales. No es menos cierto que, para la conservación de la dialéctica, religión y secularidad deben conservarse en estado de dialéctica interpelante y aprendizaje mutuo.
Hay una cuestión de fondo que está tratada en el debate que tuvo Habermas con Ratzinger, y tiene que ver con el Estado, el derecho natural y el derecho positivo.
Si, como dijo Ortega, «Derecho y estado son una secreción interna que en toda sociedad se produce de modo automático sin la cual no se puede vivir», la sociedad toda secreta esos principios normativos preconstitucionales que el Estado debe respetar. El derecho positivo no debe depender, en su anclaje, de las creencias prepolíticas de las comunidades religiosas. Debe dar cabida a todas las cosmovisiones y formas de conciencia moral que forman la sociedad. Dado que es cosa probada en la historia que quienes tienen el poder de inculcar conciencia moral pueden luego usarlo para influir, no sólo en lo social sino en lo político, es imperativo categórico que sea la sociedad toda, en su variopinta formación, la que se dé los principios normativos.
Allí donde, según Habermas, las religiones no pueden ni deben estructurar y organizar la vida política y el sistema leal, pero sí son, junto a diversas asociaciones, un componente fundamental de la esfera pública no estatal, allí Ratzinger acusa de relativismo ético al proceso acelerado de creación de sociedades interdependientes; denuncia la existencia de un poder constructor y destructor a un tiempo, no validado por la moral; establece como principio que la ciencia no genera ética, y considera la religión como una fuerza moral positiva en tanto pone en duda la fiabilidad de la razón, y reivindica el derecho natural que, en su criterio, procede de la naturaleza y de la esencia del hombre.
Donde Habermas sostiene el derecho positivo, Ratzinger quiere apoyarse en el derecho natural, cuya naturaleza está en la religión, católica, por su puesto. Es cuando menos discutible esta última posición: Si naturaleza y hombre constituyen un continuo o no; si la naturaleza es racional o no; si son algunas conductas del ser humano producto de una conciencia enajenada, donde la religión también participa; o si se pretende que naturaleza y hombre se correspondan con un dogma y con una concreta cosmovisión, paradójicamente limitativa, son aspectos a dilucidar. Lo que parece evidente es que el ser humano puede inducir racionalidad o irracionalidad en la naturaleza y en todas sus obras.
En resumen, y por respeto al espacio asignado: Habermas postula una cultura de tolerancia activa, no una tolerancia pasiva donde cada uno va a lo suyo. Tolerancia activa como virtud, una predisposición a tener en cuenta la perspectiva del otro, de modo que construya comunidades de socialización moral. Conciencia de otredad, «inclusión del otro», titula una de sus obras, por la que solidaridad y justicia son dos caras de la misma moneda en un escenario de injusticia global, que a mi juicio debe también actuar en el escenario de un mercado globalizado, bajo el dominio de la especulación.
Trataré ahora de resumir el planteamiento de Habermas en cinco puntos:
1. Respeto y reconocimiento a la diversidad son virtudes laicas.
2. Las grandes religiones no son una etapa de irracionalidad, sino que forman parte de la historia de la razón. Hay que estar abiertos a sus contenidos racionales e implicarse en su traducción. No sería razonable dejar de lado estas tradiciones como si fueran frutos arcaicos ya sin significado.
3. La razón secular tiene que ser consciente de sus límites, especialmente si afirma que las vivencias religiosas, y sus doctrinas, han sido globalmente superadas y devaluadas. Por ello, Habermas propugna la verificación autocrítica de los límites de la razón secular y la superación crítica de una estrecha conciencia secularista.
4. Hay que superar el cientifismo y reforzar el pensamiento postmetafísico que, desde perspectivas agnósticas, «se abstiene de juzgar verdades religiosas», dispuesto a aprender de la religión. Pero la ciencia no debe ser considerada como enemiga de la fe, porque si Dios existe, los hallazgos de la ciencia amplían y purifican la fe.
5. Es conveniente asimilar y traducir filosóficamente determinados contenidos de las tradiciones religiosas, contra un cientifismo excluyente para el que las convicciones religiosas son falsas, ilusorias y absurdas.
Habermas es ateo, pero su discurso muestra que hay un ateísmo beligerante y otro dialogante, y es en el diálogo donde nos enriquecemos. La ética democrática de la ciudadanía sólo se puede dar cuando los ciudadanos, todos por igual, religiosos o no, recorran juntos los procesos de aprendizaje que los complementan.
A los religiosos se les pide la recarga epistemológica y explicativa, la modernización de sus conceptos en diálogo con la modernidad y con la ciencia, el derecho positivo constitucional y el pluralismo religioso.
A los no religiosos la superación auto-reflexiva de un auto-entendimiento de la Modernidad, que ha tendido a la exclusividad y se ha endurecido en su dedicación a la inmediatez secular; también un cambio de mentalidad para ir más allá de un laicismo de indiferencia y desprecio de lo religioso.
De esta manera, unos y otros podremos construir sociedades laicas que generen ciudadanos dispuestos a compartir reglas de vida desde el aprecio de la diversidad.
Si ustedes preguntaran a un teólogo evangélico sobre lo anterior, les respondería que hace casi sesenta años que me siento cómodo en ello, y dispuesto estoy a dar cuenta y razón.