noviembre de 2024 - VIII Año

‘Nortes’ de Antonio Linares Familiar

Nortes
 
Nortes
Antonio Linares Familiar
Colección Norbanova Poesía, 2016

 

 

 

 

Por Jesús María Gómez y Flores

Antes que Nortes, Antonio Linares Familiar (Madrid, 1962), tiene en su haber varios poemarios publicados, como Bajo la sombra de mil vidas (Editorial Prima Litera), El perfil de la torre (Baile del Sol), sin olvidar sus traducciones, como la de La escalera de caracol y otros poemas, de William Butler Yeats (Ediciones Linteo), pues no en vano es especialista en la lengua de Shakespeare, de la que es docente y traductor. Figura además en varias antologías y obras corales.

Nos encontramos ante un autor cuyo universo poético discurre paralelo al caminar del ser humano, a sus inquietudes, a los referentes que han marcado el perfil de la experiencia. Como poeta, sus versos se revelan firmes, construidos al abrigo de una tradición poética que ha asimilado que el mensaje constituye la esencia del poema, la necesidad de interrogar al lector y suscitar en él la reflexión y el viaje hacia esos mundos interiores que surgen de sus estrofas, ornadas de sólidas herrumbres. En Nortes, como antes en El perfil de la torre, Antonio Linares se hace testigo de lo que le rodea y que le ha marcado; lugares y sensaciones de los que se nutre y que vertebran su palabra, directa y reveladora, como un disparo que busca el entrecejo del intérprete, aguijón con que aniquilar la indiferencia. Es Nortes un libro que destaca por el perfecto encaje de sus cuatro apartados, visiones distintas del universo del poeta, tintado de llamadas de atención que pretenden soliviantar el ánimo del paseante inquieto que se acerca a estos poemas.

La primera parte del poemario, Norte de lugares y memorias, responde a esa dinámica de vuelta al hogar, de contemplación y rescate de tiempos y remembranzas, donde la edad se enfrenta al hieratismo de los recuerdos, a la complicidad de los edificios que los siglos han convertido en ruinas. En línea con las maneras de su libro anterior, la introspección hace suyos estos escenarios en el tránsito de la memoria. Castelo de Monterrei, Piedrahita, Peñaranda, son lugares comunes de referencias telúricas para el poeta, que contrastan sin embargo con los versos de Programa doble o Puerta del Sol-Babilonia, que evocan un imaginario más urbanita, pero igualmente condenado a confundirse con la voz del autor, que entreteje nombres, rostros y neones para edificar su propio universo: ‘tantas criaturas soñadas forman mi realidad’. Especialmente intenso el poema dedicado a la Puerta del Sol, a la que convierte en inapelable demiurgo que, con todo su bestiario, preside la mudanza del destino que escenifica cada nueva (vieja) hoja arrancada del almanaque, en un mundo que se reivindica poseedor del don de la ambigüedad y el desconcierto. En palabras del poeta, ‘Sol-Babilonia con sus campanadas decide que todo instante sea un año nuevo’.

Se cierra esta primera parte con Nombres en las cunetas, poema que dedica a sus familiares Pablo y Braulio Linares, pero que hace extensivo ‘a todos aquellos que fueron arrebatados’. Son éstos, versos que socavan la tierra, reprimenda dirigida a la conciencia colectiva desde la absoluta negación del olvido.

Norte de las convicciones, segunda parte del libro, constituye una interesantísima experiencia poética, tanto a nivel de su planteamiento formal como de su contenido. Nos hallamos ante cincuenta breves poemas (con numeración romana), en su inmensa mayoría constituidos por tres versos, una suerte de heterodoxos haikus, a modo de monólogo interior, en los que el poeta se interroga a sí mismo en el teatro de la realidad, aunque siempre desde el alféizar del tiempo, con el dolor de la tarde que va pasando y que se desangra, camino de la tierra. Aparece de nuevo la obsesión por el olvido, por la ruina, por el crepúsculo que aguarda: ‘Tengo cuarenta y ocho años, a mi lado, el niño que fui espera mi caricia’; ‘El animal que guardo almacena crepúsculos mientras espera mi invierno’. Mientras quiebra el aire la música de la incertidumbre, se alza como faro la necesidad de aferrarse a lo tangible: ‘las heridas no se calman con flores, sino con la raíz del momento diario’.

La reflexión tiene como aliado al silencio, a ella pertenecen los momentos en que la edad se detiene ante el vidrio que contempla nuestro retrato, la silueta que deletrea quiénes somos y que se esculpe con el latido de las horas. Es ese paisaje cosido de silencios, donde el propio yo se yergue protagonista de las agujas del reloj, el que puebla con sus claroscuros la tercera parte del poemario: Norte de los silencios. El poeta hila su discurso a medida de una cotidianidad salpicada de aromas, de sabores, de tactos de escarcha que alimentan la vejez de los dedos, mientras la noche aproxima su abanico de sombras y atávicos temores conspiran bajo las sábanas:

es tarde, muy tarde, hoy, Caronte, una vez más, no ha llegado a su cita’.

Otra vez la voz acumula esperas, preguntas sin respuesta, versos que se hacen de rogar cuando la penumbra sella los labios. El poeta escruta la contabilidad macabra de la existencia, hace balance de quienes se embarcaron hacia ese reino donde el olvido teje su pavorosa rueca: ‘recuento otras muertes para sumarlas en olvidos’. Aunque este apartado finaliza con un contundente Epitafio, que condensa las obsesiones que han maniatado al autor, rendido a la búsqueda de su norte en la silenciosa bruma de la madrugada, aún descubre en Seña de identidad, y en la mirada libre de almagres y sombras de Alíah, su compañera, aquel asidero donde la luz no sabe de las insidias de la tormenta.

Aprende de la ley de los silencios, quema las puertas y apaga las mañanas de niebla‘.

El Norte que se revela en la brújula del poeta es ahora un juego de palabras y fonemas que invitan a modular su voz con la certeza de la nueva mañana que se alza tibia como humo de café caliente. La última parte del libro, Norte de la (in)con(s)ciencia, vertebra una discontinua sucesión de poemas, que, como los anteriores, comparten un regusto de amargura, sensaciones que se perciben a flor de piel, a ras de acera, con los colores del día o el aliento de una presencia cercana, que llaman a ‘desterrar el estandarte de los silencios ignorantes‘. La existencia se debate en una encrucijada de caminos, el de no ser consciente y dejarse llevar por los hacedores de humo, el empaparse de la consciencia que reside en los ojos de los niños, ‘esas criaturas resucitadas que redimen al bardo’.

No abandonará sin embargo el poeta el terreno de sus obsesiones, con sus eclipses programados y sus intermitencias. Poemas como Perspectiva de una depresión, o (Re)conocimiento, transportan al lector al ámbito de sus espacios más íntimos, esos en los que duelen más la fragilidad, la impotencia y el cansancio, pero también donde el descubrimiento de estar vivo abre paso a los senderos de la esperanza y ayuda a marcar definitivamente el Norte, ese Norte, quizá e
l de todos, que se antoja necesario.

 

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